CAPÍTULO IV

LA NUEVA ECLESIOLOGÍA

Este capítulo presenta los cambios introducidos por el Vaticano II en la doctrina con respecto a la naturaleza de la Iglesia, los cuales se llevaron a cabo mediante la introducción de una teología ecumenista de la comunión.


1. El desarrollo de la eclesiología en la enseñanza auténtica de la Iglesia.

Uno de los puntos centrales, si no el principal, del Concilio Vaticano II fue la eclesiología, es decir, la doctrina sobre la naturaleza y propiedades de la Iglesia. A lo largo de su historia, la Iglesia ha definido solemnemente, sobre todo en los concilios ecuménicos, numerosos puntos de la doctrina referidos al misterio de la Santísima Trinidad, Cristo, Nuestra Señora, el pecado original, la justificación, los sacramentos y muchos otros misterios de nuestra fe católica.

Pero la Iglesia es un misterio sobrenatural, no en el sentido de que no podamos encontrarla o saber cuál es la verdadera Iglesia, sino en que es una institución divina, establecida por Cristo. Su constitución, en consecuencia, ha sido revelada por Dios, y como tal es objeto de nuestra fe. Este objeto de fe, como cualquier otro, ha sido explicado y definido por la Iglesia, a lo largo del tiempo. Sin embargo, hasta el Concilio Vaticano de 1870, la Iglesia no había descrito todavía de modo completo y sistemático toda su divina constitución. No obstante, aquí y allá, en diversas ocasiones, la Iglesia ha definido su origen divino, el hecho de que es absolutamente necesaria para la salvación y muchos aspectos de su constitución. De ordinario, los Padres y teólogos no discutían la eclesiología como un tratado propio, sino que la unían a la teología del Verbo Encarnado o a alguna otra parte de la teología. El Cardenal Torquemada (1388-1468) es considerado el padre de la eclesiología tal como la conocemos hoy en día, al escribir, quizá por primera vez, todo un tratado teológico cuyo objeto es describir y discutir la naturaleza y propiedades de la Iglesia fundada por Cristo. Del mismo modo, al hacerse cada vez más explícita la enseñanza de la Iglesia sobre su propia naturaleza, en la época del Concilio Vaticano I se sintió vivamente el deseo de una constitución dogmática específica, que fuera promulgada solemnemente por un concilio ecuménico. El Concilio comenzó su trabajo en este sentido con la definición del primado e infalibilidad del Romano Pontífice, mediante la promulgación de la constitución dogmática Pastor Aeternus del 18 de julio de 1870. Se estaba trabajando para completarla con otra constitución dogmática que describiría otros aspectos de su naturaleza, constitución y propiedades, pero lamentablemente, la Revolución italiana provocó la interrupción de este Sagrado Concilio, que no pudo ser continuado nunca. La segunda constitución sobre la Iglesia fue todavía objeto de debates y discusiones, y quedará para siempre como el borrador de una obra inacabada. No obstante, este documento es muy valioso, ya que refleja el sentir de la Iglesia en materia de eclesiología.

Los Romanos Pontífices, en las décadas que siguieron al Concilio Vaticano de 1870, han contribuido mucho al desarrollo de la eclesiología haciendo un gran uso de un modo de enseñanza privilegiado en la historia moderna: el de las cartas encíclicas. Por este medio, los Romanos Pontífices pudieron enseñar la doctrina católica a la Iglesia universal sobre una gran variedad de temas de la Fe, incluida la doctrina sobre la Iglesia. Varias encíclicas (como Satis Cognitum, de León XIII, en 1896, y Mystici Corporis, de Pío XII, en 1943) han dado al mundo católico una profundidad de enseñanza sobre la Iglesia tal vez nunca antes alcanzada. Haremos gran uso de esta doctrina en este estudio.

2. El Concilio Vaticano II fue concebido para desarrollar la doctrina sobre la Iglesia.

Durante el reinado del Papa Pío XII (1939-1958), la teología sobre la Iglesia, la eclesiología, sigue siendo ciertamente uno de los temas más discutidos entre teólogos y eclesiásticos. Muchos grandes aportes del Papa Pío XII han tenido una influencia muy beneficiosa durante ese tiempo. Sin embargo, errores muy perniciosos también estaban siendo difundidos por malos teólogos y clérigos desprevenidos, y cada día ganaban más popularidad, hasta que estos errores fueron adoptados por el Vaticano II.

Uno de los objetivos asignados al Concilio Vaticano II era, en efecto, «completar» la obra del concilio ecuménico precedente, en particular definiendo con precisión el lugar del episcopado en la constitución de la Iglesia. En los años que precedieron al Concilio se produjeron numerosos debates y escritos sobre el episcopado. Muchos esperaban que el concilio diera cierto equilibrio a lo que percibían como un exceso en la definición del primado del Romano Pontífice en 1870. Consideraban que se había exagerado la importancia del papado en detrimento de los obispos y del ecumenismo, cada vez más de moda entre los teólogos y prelados progresistas.

La Nouvelle Théologie, que era un resurgimiento apenas velado del Modernismo condenado por el Papa San Pío X, estaba floreciendo, a pesar de algunos intentos del Papa Pío XII por reprimirla, y estaba infectando los seminarios, los sacerdotes y los obispos. Todo estaba listo para un desastre. El proyecto preparado por los «teólogos romanos», que reflejaba la doctrina tradicional de la Iglesia, fue rechazado por los obispos en el Vaticano II, y se compuso un nuevo texto conforme a sus novedosas ideas.

El 21 de noviembre de 1964 se promulgó la constitución dogmática sobre la Iglesia: Lumen Gentium.

3. Lumen Gentium ofrece un retrato no ortodoxo de la Iglesia.

En lugar de ser la constitución que cabía esperar, es decir, una enseñanza solemne que presentara sistemáticamente la doctrina tradicional de la Iglesia sobre su naturaleza, Lumen Gentium acabó contradiciendo la doctrina tradicional de la Iglesia en muchos puntos. En efecto, este documento enseña que la salvación es posible por medio de sectas no católicas; enseña una negación de la unidad perfecta de la Iglesia, al extender la presencia de la «Iglesia de Cristo» más allá de los confines visibles de la «Iglesia Católica»; enseña la noción herética de «comunión parcial» entre la Iglesia Católica y las sectas cismáticas y heréticas; enseña la doctrina de la colegialidad, que es una nueva doctrina concerniente al episcopado, y es ajena a la Fe Católica.

Ya hemos dedicado un capítulo a la cuestión de la colegialidad. Trataremos ahora de los otros aspectos en los que Lumen Gentium ofende a la fe católica[1]. Sin embargo, antes de tratar de estos cambios, consideramos necesario presentar al lector la doctrina tradicional de la Iglesia sobre la necesidad de la Iglesia Católica para la salvación[2], así como sobre la noción de comunión católica[3].

ARTÍCULO PRIMERO

EL DOGMA CATÓLICO

«FUERA DE LA IGLESIA NO HAY SALVACIÓN»

4. Enseñanza de la Iglesia.

Que fuera de la Iglesia no hay salvación es uno de los dogmas más fundamentales de nuestra Fe. Ha sido enseñado y repetido en numerosas ocasiones. Veamos algunos pronunciamientos del magisterio de la Iglesia sobre esta cuestión.

El Papa Bonifacio VIII (1294-1303) en la bula Unam Sanctam (del 18 de noviembre de 1302) enseña entre otras cosas sobre la Iglesia Católica:

«Firmemente la creemos y simplemente la confesamos, y fuera de ella no hay salvación ni perdón de los pecados, como quiera que el Esposo clama en los cantares: Una sola es mi paloma, una sola es mi perfecta. Única es ella de su madre, la preferida de la que la dio a luz [Cant. VI, 8]. Ella representa un solo cuerpo místico, cuya cabeza es Cristo, y la cabeza de Cristo, Dios. En ella hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo [Ef. IV, 5]. Una sola, en efecto, fue el arca de Noé en tiempo del diluvio, la cual prefiguraba a la única Iglesia, y, con el techo en pendiente de un codo de altura, llevaba un solo rector y gobernador, Noé, y fuera de ella leemos haber sido borrado cuanto existía sobre la tierra»[4].

El Papa Eugenio IV (1431-1447), durante el Concilio de Florencia (1438-1445), promulgó el decreto Cantate Domino (del 4 de febrero de 1441), que contiene lo siguiente:

«Firmemente cree, profesa y predica que nadie que no esté dentro de la Iglesia Católica, no sólo paganos, sino también judíos o herejes y cismáticos, puede hacerse participe de la vida eterna, sino que irá al fuego eterno que está aparejado para el diablo y sus ángeles [Mt. XXV, 41], a no ser que antes de su muerte se uniere con ella; y que es de tanto precio la unidad en el cuerpo de la Iglesia, que sólo a quienes en él permanecen les aprovechan para su salvación los sacramentos y producen premios eternos los ayunos, limosnas y demás oficios de piedad y ejercicios de la milicia cristiana. Y que nadie, por más limosnas que hiciere, aun cuando derramare su sangre por el nombre de Cristo, puede salvarse, si no permaneciere en el seno y unidad de la Iglesia Católica»[5].

El Papa Pío IX, en la encíclica Quanto Conficiamur Moerore (del 10 de agosto de 1863), interviene contra un error de su tiempo, repitiendo el mismo dogma:

«Y aquí, queridos Hijos nuestros y Venerables Hermanos, es menester recordar y reprender nuevamente el gravísimo error en que míseramente se hallan algunos católicos, al opinar que hombres que viven en el error y ajenos a la verdadera fe y a la unidad católica pueden llegar a la eterna salvación. Lo que ciertamente se opone en sumo grado a la doctrina católica. Notoria cosa es a Nos y a vosotros que aquellos que sufren ignorancia invencible acerca de nuestra santísima religión, que cuidadosamente guardan la ley natural y sus preceptos, esculpidos por Dios en los corazones de todos y están dispuestos a obedecer a Dios y llevan vida honesta y recta, pueden conseguir la vida eterna, por la operación de la virtud de la luz divina y de la gracia; pues Dios, que manifiestamente ve, escudriña y sabe la mente, ánimo, pensamientos y costumbres de todos, no consiente en modo alguno, según su suma bondad y clemencia, que nadie sea castigado con eternos suplicios, si no es reo de culpa voluntaria. Pero bien conocido es también el dogma católico, a saber, que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia Católica, y que los contumaces contra la autoridad y definiciones de la misma Iglesia, y los pertinazmente divididos de la unidad de la misma Iglesia y del Romano Pontífice, sucesor de Pedro, a quien fue encomendada por el Salvador la guarda de la viña [Concilio de Calcedonia], no pueden alcanzar la eterna salvación»[6].

El Papa Pío IX ya había explicado esta doctrina en la alocución Singulari Quadam (del 9 de diciembre de 1854)[7]. De esta alocución se tomó la 17ª proposición condenada del syllabus de errores[8].

El Papa Pío XII, en su encíclica Humani Generis (del 12 de agosto de 1950), se manifiesta muy consciente de los numerosos errores que se introducen en la mentalidad de los fieles y el clero católico sobre estas cuestiones:

«Algunos no se creen obligados por la doctrina hace pocos años expuesta en nuestra Carta Encíclica y apoyada en las fuentes de la revelación según la cual el Cuerpo Místico de Cristo y la Iglesia Católica Romana son una sola y misma cosa. Algunos reducen a una fórmula vacía la necesidad de pertenecer a la Iglesia verdadera para alcanzar la salvación eterna»[9].

5. En 1949, el Santo Oficio dio aclaraciones sobre la necesidad de la Iglesia Católica para la salvación.

Durante el pontificado del Papa Pío XII, además de las enseñanzas contenidas en las encíclicas Mystici Corporis (1943) y Humani Generis (1950), la Santa Sede publicó un documento muy importante, con la aprobación de Pío XII. Se trata de una carta del Santo Oficio dirigida al Arzobispo Cushing, de Boston. La carta, titulada Suprema haec sacra, lleva la fecha del 8 de agosto de 1949, pero no se hizo pública hasta 1952.

En la introducción, la carta afirma que trata de una grave controversia suscitada por personas relacionadas con el Centro San Benito y el Boston College. Además, el Santo Oficio considera que la controversia ha surgido, en primer lugar, porque no se ha comprendido y apreciado correctamente el axioma «extra Ecclesiam nulla salus» («fuera de la Iglesia no hay salvación»).

Cualquiera que esté familiarizado con la literatura de la época sabe muy bien que la falta de comprensión adecuada de este dogma estaba muy extendida por todas partes. Si la intervención del Santo Oficio fue ocasionada por la aparición de lo que hoy llamamos comúnmente «feeneyismo», es evidente que la Sagrada Congregación es muy consciente de que este dogma es mal comprendido, y gravemente, por muchos católicos que cayeron en el extremo opuesto de una opinión laxista «reduciendo a una fórmula vacía la necesidad de pertenecer a la Iglesia verdadera para alcanzar la salvación eterna»[10].

En consecuencia, se resolvió presentar una interpretación extensa de este dogma, en el cuerpo de la carta, interpretación que fue aprobada por el Papa Pío XII, en audiencia del 28 de julio de 1949. Esta interpretación oficial es la exposición más completa jamás propuesta por la Iglesia sobre esta cuestión:

«Así pues, lo que hace que esta carta del Santo Oficio sea tan extraordinariamente importante es el hecho de que se propone, no sólo corregir la interpretación básica errónea del dogma hecha por el grupo del Centro San Benito, sino mostrar la calidad doctrinal de la enseñanza y ofrecer un esquema preciso, completo y autorizado de su explicación. En el cumplimiento de su finalidad, la carta del Santo Oficio ha dado a los teólogos católicos, con mucho, la exposición más completa y detallada del dogma de que la Iglesia Católica es necesaria para la salvación que haya salido hasta ahora del magisterio eclesiástico»[11].

Reproduciremos la parte específicamente doctrinal de la carta y a continuación, la comentaremos.

6. La interpretación auténtica doctrinal del dogma «extra Ecclesiam nulla salus» publicada por el Santo Oficio con la aprobación del Papa Pío XII[12].

«Estamos obligados por fe divina y católica a creer todas aquellas cosas contenidas en la palabra de Dios, sea en la Escritura o en la Tradición, y propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, no sólo por juicio solemne sino también por medio del magisterio ordinario y universal (D. 1792).

Ahora bien, entre las cosas que la Iglesia siempre ha predicado y nunca va a dejar de predicar se encuentra la enseñanza infalible que nos enseña que fuera de la Iglesia no hay salvación. De todas formas, este dogma debe ser entendido de la misma forma que la Iglesia lo interpreta, pues Nuestro Salvador entregó las cosas contenidas en el depósito de fe para que fueran explicadas por el magisterio eclesiástico y no por juicios privados.

Ahora bien, en primer lugar, la Iglesia nos enseña que estamos en presencia de un precepto de Jesucristo en el sentido más estricto del término. Puesto que Él ordenó explícitamente a sus Apóstoles el enseñar a todas las naciones a observar todo aquello que Él mismo había mandado (Mt. XXVIII, 19-20).

Ahora bien, entre esos mandamientos, no es el menos importante aquel que nos ordena el incorporarnos al Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, por medio del bautismo y el permanecer unidos a Cristo y a su Vicario, por medio del cual gobierna la Iglesia de manera visible.

Así pues, nadie que conozca que la Iglesia ha sido divinamente establecida por Cristo, y aun así rechaza el someterse a la Iglesia o rehúsa la obediencia al Romano Pontífice, el Vicario de Cristo sobre la tierra, va a salvarse.

El Salvador no sólo dio el precepto de que todas las naciones entraran en la Iglesia, sino que también estableció la Iglesia como medio de salvación, sin la cual nadie puede entrar en el reino de la gloria eterna.

En su infinita misericordia Dios estableció que los efectos necesarios para salvarse, aquellos auxilios dirigidas al último fin del hombre, no por necesidad intrínseca, sino por divina institución, pueden obtenerse también, bajo ciertas circunstancias, con sólo tener el deseo o intención. Esto fue enseñado claramente en el Concilio de Trento, tanto cuando se hace referencia al sacramento del bautismo como al de la confesión (D. 797, 807)[13].

De la misma manera debe afirmarse lo mismo de la Iglesia, en cuanto que la Iglesia es un medio general de salvación[14]. Así pues, para obtener la salvación eterna, no siempre se requiere el ser incorporado en la Iglesia de hecho como miembro, sino que se requiere que esté unido a ella por lo menos de deseo o intención.

De todas formas, no se requiere que este deseo sea explícito, como es el caso de los catecúmenos, pues cuando una persona se encuentra en ignorancia invencible, Dios acepta también un deseo implícito, llamado así porque está incluido en la buena disposición del alma por la cual la persona desea conformar su voluntad a la de Dios.

Estas cosas están claramente enseñadas en la carta dogmática del Soberano Pontífice Pío XII el 23 de junio de 1943 El Cuerpo Místico de Jesucristo (AAS, vol. 35, 1943, p. 193 ss.), ya que en ella distingue claramente entre aquellos que están realmente incorporados a la Iglesia y aquellos unidos a ella sólo por deseo.

Al discutir sobre los miembros de los que está compuesto el Cuerpo Místico aquí en la tierra, el Augusto Pontífice dice: “Entre los miembros de la Iglesia, sólo se han de contar de hecho los que recibieron las aguas regeneradoras del Bautismo y profesan la verdadera fe y ni se han separado ellos mismos miserablemente de la contextura del cuerpo, ni han sido apartados de él por la legítima autoridad a causa de gravísimas culpas”.

Y hacia el final de la misma encíclica, invitando a la unidad en forma muy afectiva a aquellos que no pertenecen al cuerpo de la Iglesia Católica, menciona a aquellos que están “ordenados al Cuerpo Místico por un cierto deseo e intención inconscientes”, a los cuales de ninguna manera excluye de la salvación eterna, sino que por el contrario afirma que están en una condición en la cual “no pueden estar seguros de su salvación”, ya que “todavía carecen de tantas y tan grandes auxilios celestiales que sólo pueden disfrutarse en la Iglesia Católica” (DS 3821).

Con estas sabias palabras reprueba tanto a aquellos que excluyen de la salvación eterna a todos aquellos unidos a la Iglesia sólo por un deseo implícito y a aquellos que afirman falsamente que el hombre puede salvarse igualmente en cualquier religión (cf. Papa Pío IX, Alocución Singulari Quadam, en D. 1641, ss. y Carta Encíclica Quanto Conficiamur Moerore en D. 1677).

No debemos pensar que cualquier clase de intención de entrar en la Iglesia es suficiente para salvarse. Se requiere que la intención por la cual uno se ordena a la Iglesia Católica esté informada por una caridad perfecta; y ningún deseo explícito puede producir su efecto a menos que el hombre tenga fe sobrenatural: “Pues aquel que se acerca a Dios es necesario que crea que Dios existe y que es remunerador de aquellos que le buscan” y el Concilio de Trento declara: “La fe es el principio de la humana salvación, el fundamento y raíz de toda justificación; sin ella es imposible agradar a Dios y llegar al consorcio de sus hijos” (Heb. XI, 6 y D. 801).

De lo dicho se desprende que lo que se propone en la revista “From the Housetops”, fascículo 3, como enseñanza genuina de la Iglesia Católica dista mucho de serlo y es muy perjudicial tanto para los que están dentro de la Iglesia como para los que están fuera de ella».

Saquemos algunas lecciones de esta auténtica aclaración doctrinal.

7. «Extra Ecclesiam nulla salus» es un dogma de fe.

Ya habíamos visto en otros documentos emanados del magisterio supremo de la Iglesia que esta doctrina es un dogma de fe. Esto es digno de mención porque la Iglesia también es infalible al definir verdades que no son dogmas, verdades que no son en sí mismas reveladas, pero que están tan íntimamente conectadas con el depósito de la revelación que la Iglesia no podría actuar como maestra viva e infalible al presentar el mensaje revelado si no fuera también competente para exponer infaliblemente estas verdades conexas. Estas clases de verdades suelen ser clasificadas por los teólogos como pertenecientes al objeto secundario del magisterio infalible de la Iglesia. Incluye verdades filosóficas, conclusiones teológicas, canonizaciones de santos, hechos dogmáticos, leyes disciplinares y litúrgicas universales (en su elemento substancialmente doctrinal), y la aprobación definitiva de órdenes religiosas.

La doctrina de que fuera de la Iglesia no hay salvación, por lo tanto, no es meramente una conclusión o una doctrina de alguna otra manera indirectamente conectada con la revelación divina. Por el contrario, es en sí misma un dogma de fe, fue revelada directamente por Dios, y negarla sería una herejía, en el sentido más estricto de la palabra.

Al afirmar que esta doctrina es un dogma de fe, este documento no enseña nada nuevo. Lo interesante, sin embargo, es la afirmación de que este dogma debe contarse «entre las cosas que la Iglesia ha predicado siempre y no dejará de predicar».

Esta afirmación contiene dos declaraciones muy preciosas de nuestra fe:

(1) La Iglesia nunca dejará de predicar las verdades de fe. Esto forma parte de su indefectibilidad.

(2) En particular, la Iglesia nunca dejará (ni podría dejar) de predicar este dogma de fe: que fuera de la Iglesia no hay salvación. Esto también lo exige su indefectibilidad.

Estas dos afirmaciones son cruciales para nuestra discusión, ya que:

(1) Es evidente que muchos dogmas de fe, aunque no se nieguen directamente, ya no se predican en la religión del Vaticano II.

(2) El dogma «extra Ecclesiam nulla salus» no sólo ya no se predica, sino que es contradicho positivamente por las doctrinas del Vaticano II, tal como veremos.

Por lo tanto, la única solución compatible con la indefectibilidad de la Iglesia es concluir que la negación herética de este dogma contenida en los documentos del Vaticano II no puede proceder de la Iglesia. Debemos negar su autoridad y la de quienes promulgaron estas doctrinas heréticas para no caer abiertamente en contradicción con este principio de fe presentado al principio de esta clarificación doctrinal:

«Ahora bien, entre las cosas que la Iglesia siempre ha predicado y nunca va a dejar de predicar se encuentra la enseñanza infalible que nos enseña que fuera de la Iglesia no hay salvación».

8. La Iglesia no puede callar nunca una doctrina que a los herejes no les gusta oír.

Otra consecuencia significativa de este principio es que la Iglesia no puede guardar silencio a propósito sobre las verdades reveladas por Dios, y que le fueron confiadas por su divino fundador. Modernistas como Congar, Roncalli y muchos otros, lamentaron profundamente, por ejemplo, la definición dogmática de la Asunción de Nuestra Señora porque la veían como un obstáculo para el ecumenismo y el diálogo con los herejes. De manera similar, como veremos en otro capítulo, los directorios oficiales del Vaticano II piden positivamente al clero y a los fieles que no hagan demasiado hincapié en doctrinas que incomoden a herejes y cismáticos, sino que se centren «en lo que une» y no en «lo que divide». Este principio es absolutamente aborrecible para la Fe Católica y es claramente contrario al expuesto en esta carta.

Ya en 1952, Mons. Fenton observó cuán oportuno era esto, en una época en la que los teólogos y prelados liberales hacen los mejores esfuerzos para apartar a la Iglesia de su deber de predicar la fe en su integridad:

«Ahora bien, desde hace mucho tiempo existe la tendencia por parte de algunos escritores católicos a imaginar que ciertos dogmas de la Iglesia tienden a volverse obsoletos y que, en interés de su propio progreso, la Iglesia no insiste con demasiado rigor en aquellas de sus enseñanzas que se representan como fuera de tono con las condiciones modernas. El Papa León XIII reprendió un aspecto de esta tendencia en su carta Testem Benevolentiae. Es perfectamente evidente que el dogma de la Iglesia que sus enemigos considerarían menos acorde con las corrientes del pensamiento moderno es la enseñanza de que fuera de la verdadera Iglesia no hay salvación. Del mismo modo, una mentalidad como la del grupo del Centro San Benito tendería a sostener que, al menos en nuestro tiempo, la Iglesia universal no ha enseñado eficazmente el dogma de su propia necesidad para la salvación eterna del hombre.

Además, esta declaración del Santo Oficio viene a reprender las formas más extremas de la muy desacreditada teoría del “estado de sitio”[15], según la cual la Iglesia ha modificado de algún modo su vida doctrinal desde el Concilio de Trento, adoptando una posición artificialmente defensiva»[16].

Es evidente que la aclaración del Santo Oficio viene a condenar tanto los excesos del «feeneyismo» como el neomodernismo de la Nouvelle Théologie. Lamentablemente, ambos excesos siguen existiendo hoy en día, y están ampliamente difundidos.

9. Tres importantes distinciones teológicas son avaladas por el Santo Oficio.

En la explicación que se da del modo en que la Iglesia entiende y enseña el dogma de su necesidad de salvación, tres distinciones, utilizadas durante mucho tiempo por los teólogos tradicionales, se presentan aquí, por primera vez, de manera clara y decisiva en una declaración auténtica de la Iglesia.

Son (1) la distinción entre necesidad de precepto y necesidad de medio; (2) la distinción entre pertenecer a la Iglesia in re, de hecho y en realidad, y pertenecer a ella in voto, de deseo; y (3) la distinción entre intención o deseo explícito e implícito de entrar en la Iglesia Católica. Repasemos cada una de ellas.

10. ¿Qué necesidad hay de pertenecer a la Iglesia Católica para salvarse?

Lo que se supone en esta cuestión es la distinción entre necesidad de medio y necesidad de precepto.

Muchas cosas en la religión católica son necesarias con necesidad de medio, lo que significa que son un medio tan necesario que uno no podría salvarse sin ellas. Así, estar en estado de gracia es absolutamente necesario para la salvación, de tal manera que es intrínsecamente imposible que alguien en pecado mortal se salve. Eso es cierto por la propia naturaleza de la cosa, y es tan fuerte que ni siquiera Dios podría dispensar de esa necesidad (ni querría, de todos modos). Este tipo de necesidad podría compararse con la necesidad por la que una figura cuadrada no puede ser un círculo. Nadie, ni siquiera Dios, podría hacer otra cosa. De este modo, nadie, ni siquiera Dios, podría conceder la salvación eterna a alguien en estado de pecado mortal.

Por otra parte, muchos mandamientos de la religión católica son necesarios con necesidad de precepto como, por ejemplo, la recepción del sacramento del bautismo o de la penitencia para la justificación. Existe el mandamiento de Cristo de bautizarse, pero uno puede verse impedido de bautizarse por razones de las que no es responsable (como ser condenado a muerte por ser catecúmeno, como es el caso de Santa Emerentiana o de San Rogatiano de Nantes, reconocidos y venerados por la Iglesia como santos, aunque nunca fueron bautizados con agua). Dios no responsabiliza a nadie por no observar un mandamiento que no pudo observar debido a obstáculos independientes de su voluntad. Por la misericordia de Dios, es posible ser justificado y obtener la gracia santificante sin la recepción externa del bautismo, cuando se está impedido. Pero no es posible estar en estado de gracia y negarse positivamente a recibir el bautismo, ya que para estar en estado de gracia hay que desear cumplir los mandamientos de Cristo, entre los cuales no es el menor recibir el sacramento del bautismo. Cuando algo es necesario con necesidad de precepto, uno debe tener al menos implícitamente la intención de cumplirlo, ya que para estar en estado de gracia uno debe tener la intención de cumplir la ley de Dios. Pero no siempre es necesario haber cumplido realmente la ley.

Otro ejemplo de este principio es la recepción de la Sagrada Eucaristía. Cristo ha dicho en términos muy claros:

«En verdad, en verdad, os digo, si no coméis la carne del Hijo del Hombre y bebéis la sangre del mismo, no tenéis vida en vosotros»[17].

Sin embargo, muchas personas no han podido recibir nunca la Sagrada Eucaristía en esta vida, y aun así pudieron salvarse. No se negaron positivamente a recibir la Sagrada Eucaristía, obviamente, pero no pudieron cumplir este precepto antes de morir. Dios no les hizo responsables por no cumplir un precepto que no podían haber cumplido. Dios no nos pide cosas imposibles.

Pero Dios tampoco es capaz de hacer cosas imposibles, en el sentido de que su omnipotencia no significa que pueda hacer cosas contradictorias, como un círculo cuadrado o hacer que alguien en pecado mortal goce de la visión beatífica. Son cosas que ni siquiera Dios puede hacer porque no son realmente cosas, desde el punto de vista de la metafísica, sino contradicciones. No son seres; jamás pueden existir[18].

11. Ser miembro de la Iglesia es necesario con necesidad de precepto.

Si aplicamos ahora estas distinciones a la membresía en la Iglesia, queda claro por la enseñanza de la Iglesia que ser miembro de la Iglesia es, al menos, necesario con necesidad de precepto, como lo es el bautismo:

«El que creyere y fuere bautizado, se salvará; mas el que no creyere, se condenará»[19].

La carta del Santo Oficio nos presenta la obligación de pertenecer a la única y verdadera Iglesia de Cristo a partir de las siguientes palabras de Nuestro Señor:

«Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a conservar todo cuanto os he mandado. Y mirad que Yo con vosotros estoy todos los días, hasta la consumación del siglo»[20].

12. Sin embargo, ser miembro de la Iglesia in re no es necesario con necesidad de medio.

Ser miembro de la Iglesia in re es ser verdadera y propiamente miembro de la Iglesia, mientras que ser miembro de la Iglesia in voto es una expresión utilizada por los teólogos para indicar la situación de quienes no son, propiamente hablando, miembros de la Iglesia, pero están unidos a ella por su deseo de llegar a serlo.

Así, el Papa Pío XII da las siguientes condiciones de pertenencia a la Iglesia:

«Entre los miembros de la Iglesia, sólo se han de contar de hecho los que recibieron las aguas regeneradoras del Bautismo y profesan la verdadera fe y ni se han separado ellos mismos miserablemente de la contextura del cuerpo, ni han sido apartados de él por la legítima autoridad a causa de gravísimas culpas»[21].

Está claro, por ejemplo, que la recepción del sacramento del bautismo es necesaria para llegar a ser miembro de la Iglesia in re. Sin embargo, como habíamos dicho, la Iglesia venera como Santa a Emerentiana, que era catecúmena, y por lo tanto no estaba bautizada al momento en que fue martirizada. Así lo explica la carta del Santo Oficio:

«Y hacia el final de la misma encíclica Mystici Corporis, invitando a la unidad en forma muy afectiva a aquellos que no pertenecen al cuerpo de la Iglesia Católica, menciona a aquellos que están “ordenados al Cuerpo Místico por un cierto deseo e intención inconscientes”, a los cuales de ninguna manera excluye de la salvación eterna»[22].

Evidentemente, es posible no ser miembro de la Iglesia Católica (in re) y salvarse, a causa de una unión existente con la Iglesia por el deseo de entrar en ella. Por lo tanto, la pertenencia in re no es necesaria con necesidad de medio. Este tipo de necesidad significaría que nadie podría salvarse sin ser miembro bautizado de la Iglesia Católica.

13. Sin embargo, al menos el deseo implícito de ser miembro de la Iglesia Católica es necesario con necesidad de medio.

Como se ha explicado anteriormente, es imposible salvarse a menos que se tenga la virtud de la fe y se esté en estado de gracia.

Ahora bien, la virtud de la fe consiste en creer, basado en la autoridad de Dios, todo lo que ha sido revelado por Él. Uno puede ser ignorante de algún dogma de fe y aun así conservar la virtud de la fe. La mayoría de los niños, por ejemplo, serían incapaces de decir si en Cristo hay una o dos voluntades y, sin embargo, la Iglesia ha definido como dogma de fe que Cristo, siendo a la vez Dios y hombre, tiene tanto una voluntad divina como una voluntad humana. La doctrina contraria fue condenada como herejía. Estos niños, tal vez incapaces de decir qué doctrina es verdadera (y realmente revelada por Dios) y qué doctrina es herética, no son herejes; siguen teniendo la virtud de la fe porque con ella creen implícitamente todo lo revelado por Dios. Quien tiene la virtud de la fe cree también implícitamente que la Iglesia Católica es la única y verdadera Iglesia fundada por Cristo, fuera de la cual no hay salvación.

Del mismo modo, el estado de gracia nos exige cumplir la totalidad de la ley de Dios. Por lo tanto, cualquier persona en estado de gracia está fundamentalmente dispuesta a cumplir todos los mandamientos de Dios. Por lo tanto, cualquier persona en estado de gracia necesariamente tendría la intención, al menos implícita, de ser bautizado, y convertirse en miembro de hecho de la verdadera Iglesia de Cristo.

Es inconcebible que alguien pueda tener la virtud de la fe y estar en estado de gracia, y al mismo tiempo negarse positivamente a ser bautizado e incorporarse a la verdadera Iglesia de Cristo.

Tal es el sentido de los siguientes párrafos tomados de la carta del Santo Oficio:

«Así pues, para obtener la salvación eterna, no siempre se requiere el ser incorporado en la Iglesia de hecho como miembro, sino que se requiere que esté unido a ella por lo menos de deseo o intención.

De todas formas, no se requiere que este deseo sea explícito, como es el caso de los catecúmenos, pues cuando una persona se encuentra en ignorancia invencible, Dios acepta también un deseo implícito, llamado así porque está incluido en la buena disposición del alma por la cual la persona desea conformar su voluntad a la de Dios».

Mientras que alguien puede salvarse sin ser miembro de la Iglesia Católica in re, es decir, verdaderamente, por el bautismo y por pertenecer visiblemente a la organización de la Iglesia Católica, es, sin embargo, imposible que alguien se salve sin ser miembro de la Iglesia in voto, es decir, teniendo al menos el deseo implícito de llegar a ser miembro de la Iglesia, y por lo tanto estando ya unido a la Iglesia por el deseo.

14. Esto significa que «extra Ecclesiam nulla salus» debe entenderse en el sentido de que la Iglesia es el único medio de salvación.

Hemos considerado, desde el punto de vista psicológico, cómo alguien con la virtud de la fe y en estado de gracia desearía, necesaria e implícitamente, ser bautizado y convertirse en miembro de hecho de la Iglesia. De esta manera, podemos establecer que nadie se salva sin al menos desear ser miembro de la Iglesia. Esta consideración, desde el punto de vista psicológico de la persona individual, es más bien indirecta, ya que presupone la disposición a cumplir el precepto de Cristo, si fuera conocido.

Pero si consideramos las cosas directamente, desde el punto de vista de Dios, lo que significa es que, así como Cristo es el único Mediador, fuera del cual no hay salvación, de la misma manera, por disposición de Dios, la Iglesia Católica es el único medio de salvación.

De Cristo se dice en efecto:

«Esta es “la piedra que fue desechada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo”; y no hay salvación en ningún otro. Pues debajo del cielo no hay otro nombre dado a los hombres, por medio del cual podemos salvarnos»[23].

Los católicos son miembros del Cuerpo Místico de Cristo, y pueden salvarse en él. Los que no están en el Cuerpo Místico de Cristo están privados de muchas gracias y auxilios que sólo se encuentran mediante la pertenencia (in re) a la Iglesia Católica, pero no se les niega la posibilidad de salvación, gracias a una cierta relación y unión con el Cuerpo Místico de Cristo:

«Pues, aunque por cierto inconsciente deseo y aspiración están ordenados al Cuerpo místico del Redentor, carecen, sin embargo, de tantos y tan grandes dones y socorros celestiales, como sólo en la Iglesia Católica es posible gozar»[24].

Es importante subrayar que estas almas, si se salvan, debe decirse que lo hacen por medio de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, a la que están unidas por su fe y caridad sobrenaturales. Al hacerlo, imitan a esa mujer valiente de la que habla San Mateo en el cap. IX:

«Con que toque solamente su vestido, quedaré sana»[25].

Se benefician de la mediación de la Iglesia, de modo semejante a la Cananea, que al principio fue ignorada por Nuestro Señor porque no era «de la casa de Israel»:

«No está bien tomar el pan de los hijos para echarlo a los cachorros». Y ella dijo: «Sí, Señor, pero los perritos también comen las migajas que caen de la mesa de sus dueños». Entonces Jesús respondiendo le dijo: «Oh mujer, grande es tu fe; hágase como quieres»[26].

Tales almas no se salvan «extra Ecclesiam», «fuera de la Iglesia», sino que se salvan realmente «per Ecclesiam», por medio de la Iglesia. Se salvan «in Ecclesiam» («por la Iglesia») aunque no sean miembros in re «in Ecclesia» («en la Iglesia»): se salvan por medio de la Iglesia, aunque no sean miembros de la Iglesia en el sentido propio y más estricto del término[27].

«Extra Ecclesiam nulla salus» no debe entenderse como la negación de la salvación si no es a través de la estricta membresía en la Iglesia Católica, sino que debe oponerse a la noción de que la salvación es posible fuera de la mediación de la Iglesia.

En otras palabras, «fuera de la Iglesia no hay salvación» no debe entenderse como si «sólo hay salvación dentro de la Iglesia», si por tal se entiende la pertenencia propiamente dicha. Más bien, «fuera de la Iglesia no hay salvación» significa que «sólo hay salvación por medio de la Iglesia» o, mejor, que «la Iglesia Católica es el único medio de salvación».

Así, la membresía en la Iglesia es una necesidad de precepto para la salvación, mientras que la mediación de la Iglesia Católica es una necesidad de medio para la salvación. Así lo afirma la carta del Santo Oficio (énfasis añadido):

«El Salvador no sólo dio el precepto de que todas las naciones entraran en la Iglesia, sino que también estableció la Iglesia como medio de salvación, sin la cual nadie puede entrar en el reino de la gloria eterna [aquí está la necesidad de medio]».

15. ¿Cuál es, pues, la diferencia entre pertenecer a la Iglesia «in re» («de hecho») y pertenecer a la Iglesia «in voto» («de deseo»)?

Quienes cumplen la necesidad de precepto de entrar en la Iglesia Católica pertenecen a ella in re, es decir, real, efectivamente, como verdaderos miembros.

Los requisitos para que los no católicos puedan entrar en la Iglesia en sentido estricto, y convertirse en miembros in re, se encuentran en el Código de Derecho Canónico de 1917[28] y en el Pontifical Romano[29].

En el caso de los infieles, o de los herejes cuyo bautismo era ciertamente inválido, la entrada en la Iglesia se realiza mediante la recepción del bautismo católico. No se requiere abjuración ni absolución sacramental.

Los miembros de sectas heréticas cuyo bautismo es dudoso deben primero hacer una abjuración de sus errores (que se encuentra en el pontifical o en el ritual), luego someterse a un bautismo condicional, después del cual deben confesarse y ser absueltos condicionalmente.

Si, por el contrario, se establece que el bautismo recibido en una secta no católica fue ciertamente válido, no se reitera el sacramento del bautismo, sino que se exige una abjuración de los errores, tras lo cual el penitente es absuelto de sus censuras y recibe la confesión sacramental.

Por lo tanto, está claro que un no católico no entra en la Iglesia Católica in re (es decir, se convierte en miembro real en sentido propio) por una mera decisión interna de hacerlo, sino que debe entrar externamente en la Iglesia mediante la recepción del bautismo y, si es necesario, una abjuración de los errores a los que anteriormente adhirió públicamente.

Los que no pueden entrar en la Iglesia, pero están movidos por un deseo sobrenatural de hacerlo, cumplen, sin embargo, la necesidad de medio, y pertenecen a la Iglesia in voto, es decir, por deseo y anhelo.

Es importante no exagerar el significado de este deseo, y lo examinaremos detenidamente a continuación.

16. El deseo necesario a fin de pertenecer a la Iglesia «in voto» no es un mero deseo ineficaz.

El Santo Oficio compara el deseo de ser miembro de hecho de la Iglesia con el deseo suficiente para la justificación antes del bautismo o de la confesión. Es un deseo movido por la fe y la caridad sobrenaturales. Es, en efecto, un acto de caridad y contrición por el pecado perfectos. Es algo muy serio. Significa un verdadero anhelo del alma por agradar a Dios y hacer lo correcto. No es un simple deseo de alguien que desearía convertirse e ingresar en la verdadera Iglesia, pero que se ve frenado por el apego a los vicios y a los errores. El deseo no se cumple sólo por una imposibilidad extrínseca a la voluntad de la persona.

Por lo tanto, no se debe presumir universalmente que la gente posee tal deseo, e imaginar que todos o casi todos tienen probabilidades de ir al cielo, ya que parecería que nadie rechazaría la verdad si la viera, y ciertamente nadie rechazaría ser salvado. Tal pensamiento sería muy ingenuo. En realidad, la Iglesia establece una presunción jurídica en sentido contrario, a saber, presume que los no católicos se adhieren verdaderamente a los errores de su secta, y por lo tanto les exige una abjuración de los errores cuando se convierten. La Iglesia presume, del mismo modo, que es probable que el pecador no se arrepienta suficientemente de sus pecados, y le prohíbe acercarse al comulgatorio hasta que confiese sus pecados y reciba la absolución sacramental.

Presumir que todos (o la mayoría de) los no católicos están de buena fe es tan ridículo como presumir que todos (o la mayoría de) los pecadores pecan sólo materialmente y de buena fe. Ciertamente, uno no debe juzgar a su prójimo en su relación interna con Dios, pero externamente se presume que uno quiere decir lo que dice y está de acuerdo con lo que hace.

El deseo de convertirse en miembro de la verdadera Iglesia de Cristo es una gracia poco común, sin hablar de la ley natural, que esa persona también debe guardar para salvarse. Cualquiera que haya vivido en el mundo sabe muy bien que hoy, tristemente, la casi universalidad de los no católicos vive en pecado mortal, incluso si sólo se tomara la ley natural como norma de juicio.

Por el lado bueno, vemos también regularmente la obra de la gracia, al convertir quizá a las personas más inverosímiles, sacadas de esa masa de incrédulos y pecadores y conducirlas gradualmente a la verdad de la fe católica y fortalecerlas para reformar enteramente su vida.

17. Este deseo no tiene por qué ser siempre explícito, sino que puede ser sólo implícito.

Explica la carta del Santo Oficio:

«De todas formas, no se requiere que este deseo sea explícito, como es el caso de los catecúmenos, pues cuando una persona se encuentra en ignorancia invencible, Dios acepta también un deseo implícito, llamado así porque está incluido en la buena disposición del alma por la cual la persona desea conformar su voluntad a la de Dios».

Esto significa que la posibilidad de salvarse por medio de la Iglesia Católica, único medio de salvación, no está reservada al deseo explícito de las personas que se preparan activamente para recibir el bautismo, como los catecúmenos, porque han comprobado que la Iglesia Católica es la verdadera Iglesia de Cristo, sino que también se puede encontrar en una persona que está en una falsa iglesia, y que en realidad no está dando ningún paso práctico para convertirse en católico, ya que ni siquiera se ha dado cuenta todavía de que está en una falsa iglesia, y que necesita convertirse en católico.

18. Este deseo no puede ser meramente natural, sino que debe estar motivado por la fe y la caridad sobrenaturales.

El Santo Oficio insiste en la necesidad de una fe divina verdadera y sobrenatural en todo hombre que alcanza la salvación eterna. Si se salva, alcanza la Visión Beatífica como quien ha muerto con auténtica fe divina sobrenatural[30].

Como hemos explicado antes, incluso un niño católico puede ignorar ciertas verdades de fe, como la doctrina de que en Cristo hay una voluntad humana y una voluntad divina, pero el niño cree implícitamente todos los dogmas de fe, porque quiere creer todo lo revelado por Dios. Por lo tanto, no es necesario que la virtud de la fe conozca todos los dogmas de fe. Sin embargo, y este es un punto muy importante, la virtud de la fe no puede existir en una persona (con uso de razón) a menos que haya al menos algunas verdades realmente conocidas y creídas por esa persona.

La Sagrada Escritura exige claramente que al menos dos verdades sean conocidas y creídas:

«Sin fe es imposible ser grato, porque es preciso que el que se llega a Dios crea su ser y que es remunerador de los que le buscan»[31].

Por lo tanto, hay que creer, al menos explícitamente, en la existencia de Dios y en que Dios recompensará el bien y castigará el mal. Esta creencia no debe ser una mera convicción natural. Debe emanar de un acto de fe sobrenatural, motivado por la autoridad de Dios que revela esas verdades.

Inmediatamente se ve que tal deseo implícito no puede encontrarse nunca en un ateo, ni siquiera en un racionalista, ya que por definición rechazan la existencia de Dios o su revelación.

En estos tiempos de confusión, sentimos la necesidad de subrayar esta verdad y repetirla alto y claro: el dogma católico enseña que los ateos irán infaliblemente al infierno, a menos que se conviertan antes de morir. Punto. No hay excepción posible, ni siquiera para los «buenos tipos»[32], ya que uno necesita absolutamente la virtud sobrenatural de la fe para salvarse[33].

Ahora bien, algunos teólogos enseñan que el contenido mínimo explícito de la fe sobrenatural y salvífica incluye no sólo las verdades de la existencia de Dios y de su acción como remunerador del bien y castigador del mal, sino también los misterios de la Santísima Trinidad y de la Encarnación. El magisterio de la Iglesia aún no se ha pronunciado sobre esta cuestión, pero conviene saber que, si siguiéramos esta opinión de los teólogos, tendríamos que concluir que nadie podría salvarse a menos que creyera explícitamente en el misterio de la Santísima Trinidad y de la Encarnación.

Esto, ciertamente, es una consideración importante para aquellos que están tentados de extender este deseo implícito de pertenencia a la Iglesia a todos los paganos e idólatras.

Sin embargo, los teólogos no consideran que el conocimiento de la Iglesia Católica como la verdadera Iglesia de Cristo sea una de las verdades que necesitan ser creídas explícitamente, aunque ciertamente es una verdad revelada por Dios. Por lo tanto, la ignorancia de esta verdad no es intrínsecamente incompatible con la virtud de la fe. Esto explica la posibilidad de que una persona tenga la virtud sobrenatural de la fe y al mismo tiempo desconozca la Iglesia Católica. Pero en este caso de ignorancia invencible de la verdad de la Iglesia Católica todavía debe mantenerse que el don sobrenatural de la fe le es dado por Dios a través de la mediación de la Iglesia Católica, incluso si no hay interacción humana real con esa persona por parte de ninguno de los ministros de Cristo, al igual que la mujer que tocó el borde del manto de Nuestro Señor fue curada por su poder divino, a pesar de pasar desapercibida para su conocimiento humano, y para sorpresa de sus Apóstoles:

«Jesús dijo: «¿Quién me tocó?». Como todos negaban, Pedro le dijo: «Maestro, es la gente que te estrecha y te aprieta». Pero Jesús dijo: «Alguien me tocó, porque he sentido salir virtud de Mí»[34].

19. Una nota al margen sobre la pertenencia a la Iglesia y el sedevacantismo.

La Tesis considera que las reformas del Vaticano II son una falsa religión. En consecuencia, la Tesis cree que los «Papas del Vaticano II» están privados de toda autoridad en la Iglesia, por promulgar una falsa doctrina, una falsa disciplina, un falso culto.

Algunos sedevacantistas afirman, sin embargo, que existe una «Iglesia del Novus Ordo», o una «secta del Vaticano II», jurídicamente distinta de la Iglesia Católica. Creen que los «Papas y obispos del Vaticano II» no sólo están privados de autoridad en la Iglesia, sino que han fundado una secta no católica, totalmente distinta, incluso jurídicamente, de la Iglesia Católica Romana. Discutiremos y refutaremos esta afirmación en detalle en su lugar correspondiente, pero nos gustaría subrayar aquí que, lógicamente, a la luz de la doctrina presentada más arriba, tales sedevacantistas están obligados a concluir que cualquiera que se adhiera externamente a esta secta pierde, por ese mismo hecho, la pertenencia a la Iglesia Católica. Si están de buena fe o no, es totalmente irrelevante. Como hemos explicado, las personas que pertenecen a falsas iglesias no están necesariamente excluidas de la salvación eterna, pero no serían miembros de la Iglesia Católica. Si se convirtieran, tendrían que ser recibidos externa y oficialmente de nuevo en la «verdadera Iglesia Católica».

Es obvio que tales sedevacantistas no llegan a estas conclusiones, y son por lo tanto incoherentes, pues reconocen explícitamente que hay verdaderos católicos (es decir, miembros de la Iglesia Católica) que, de buena fe, asisten a la nueva Misa, y obedecen a los «Papas y obispos del Vaticano II» como sus legítimos pastores.

Sin embargo, al sostener que puede haber verdaderos católicos, engañados de buena fe, en lo que consideran una secta no católica, estos sedevacantistas profesan implícitamente que la pertenencia a la Iglesia de Cristo es compatible con la adhesión externa y la pertenencia a una falsa iglesia, lo cual es una afirmación tan audaz y peligrosa como las doctrinas del Vaticano II que pronto analizaremos, ya que destruye los criterios objetivos de pertenencia al Cuerpo Místico de Cristo, tal como los dio el Papa Pío XII, para reemplazarlos por algo invisible y subjetivo, a saber, la buena fe de una persona.

Como hemos explicado ampliamente, una persona que está en una falsa iglesia podría tener la virtud de la fe y poseer un deseo eficaz de estar en la verdadera Iglesia de Cristo. Sin embargo, no por ello sería miembro de la Iglesia Católica in re.

Alguien que pertenece a una secta no católica no es miembro de la Iglesia Católica en sentido propio (in re), sino que debe ser recibido públicamente en el seno de la Iglesia.

Estos sedevacantistas, por lo tanto, habrían dejado, en algún momento, de ser miembros de la Iglesia in re. ¿Quién los ha recibido entonces de nuevo en la verdadera Iglesia?

¿De qué sirve rechazar los errores del Vaticano II en el campo de la eclesiología (ya sea sobre el episcopado o sobre la pertenencia a la Iglesia) si se cae en los mismos errores por falta de un prudente discernimiento?

En lugar de afirmar que la «Iglesia del Novus Ordo» es una secta jurídicamente distinta de la Iglesia Católica, que estos sedevacantistas reconozcan que la «religión del Vaticano II» está siendo impuesta a los católicos por falsos pastores, que ciertamente están privados de autoridad, pero que han logrado escalar a altas posiciones de autoridad en la Iglesia, como el Papa San Pío X temía que hicieran los modernistas. Estos católicos, sin embargo, que todavía no han llegado a esta conclusión, siguen siendo miembros de la Iglesia Católica, y nunca la han abandonado por una secta no católica. Nosotros mismos estábamos entre ellos.

20. Conclusión sobre esta sección.

La doctrina según la cual «fuera de la Iglesia no hay salvación» es un dogma de nuestra fe revelado por Dios, y es algo que la Iglesia siempre ha predicado, predicará y no podrá dejar de predicar.

Este dogma debe entenderse en el sentido de que la Iglesia Católica es el único medio de salvación. Quien se salva, se salva por la Iglesia Católica.

Quien se salva, debe tener la virtud sobrenatural de la fe y estar en estado de gracia. Estos dones sobrenaturales fueron confiados por Cristo a la Iglesia, y no pueden obtenerse nunca sino a través de la Iglesia.

Además, Cristo ha dado el mandato explícito de entrar en su única y verdadera Iglesia, bajo pena de condenación eterna. Este precepto es de tal fuerza que su cumplimiento debe ser eficazmente deseado por cualquiera para salvarse.

Sin embargo, quienes, sin culpa propia, mueren sin poder cumplir efectivamente este precepto, haciéndose miembros de la Iglesia Católica, no quedan por ello excluidos de la salvación eterna. En efecto, les basta tener el deseo eficaz de ser miembros de la verdadera Iglesia de Cristo, y de este modo se unen a ella de tal manera que pueden salvarse.

Los que están unidos de deseo a la Iglesia Católica no son miembros de la Iglesia en sentido propio (in re). Quien contradiga esto, sosteniendo la idea de que los miembros del Cuerpo Místico de Cristo pueden encontrarse fuera de la Iglesia Católica, se equivoca gravemente y no puede escapar a la condena del Papa Pío XII:

«Por lo cual lamentamos y reprobamos asimismo el funesto error de los que sueñan con una Iglesia ideal, a manera de sociedad alimentada y formada por la caridad, a la que –no sin desdén– oponen otra que llaman jurídica»[35].

Sólo hay una Iglesia de Cristo, que es la Iglesia Católica, y es el Cuerpo Místico de Cristo, fuera del cual no hay salvación.

Cualquiera que establezca algún tipo de sociedad espiritual que se extienda más allá de los límites jurídicos de la Iglesia Católica, por la que las personas están fuera de la Iglesia Católica, están en un grave error. Este error se encuentra en la enseñanza del Vaticano II, tal como veremos, ya que la entidad a la que se hace referencia como la «Iglesia de Cristo», «Cuerpo Místico de Cristo» o «la Iglesia una, santa, católica y apostólica» es algo que se extiende más allá de las barreras jurídicas de la «Iglesia Católica» en la que la subsiste «Iglesia de Cristo».

Lamentablemente, una observación similar debe hacerse sobre aquellos que aplican erróneamente la distinción de cuerpo y alma aplicada analógicamente a la Iglesia por San Roberto Belarmino, para imaginar una especie de «alma de la Iglesia» que se extiende más allá de los confines del «cuerpo de la Iglesia» (en el que subsistiría el «alma de la Iglesia»), de tal manera que se dice que alguien podría ser «miembro del alma de la Iglesia» sin ser «miembro del cuerpo de la Iglesia». A la luz de la enseñanza del Papa Pío XII estamos de acuerdo con Mons. Fenton en que tales expresiones ya no pueden tolerarse[36]. De hecho, implícitamente retratan el mismo error que el Vaticano II sobre la pertenencia a la Iglesia.

Hay un uso verdadero y legítimo de los términos «cuerpo» y «alma» aplicados a la Iglesia, tal como veremos cuando tratemos la doctrina de la comunión, pero ni el Papa Pío XII ni el Santo Oficio han hecho uso alguno de estas expresiones en términos de pertenencia a la Iglesia. Ciertamente, el Papa Pío XII ha repetido la enseñanza de León XIII diciendo que el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, pero no ha usado de otra manera la analogía del cuerpo y el alma, excepto precisamente en el contexto de condenar la distinción de algún tipo de «sociedad de caridad» invisible que se extendería más allá de la «Iglesia jurídica». El Papa Pío XII enseña, en efecto, la perfecta coordinación de los aspectos divino y humano de la Iglesia:

«No puede haber, por consiguiente, ninguna verdadera oposición o pugna entre la misión invisible del Espíritu Santo y el oficio jurídico que los Pastores y Doctores han recibido de Cristo; pues estas dos realidades –como en nosotros el cuerpo y el alma se completan– se perfeccionan mutuamente»[37].

Por lo tanto, los no católicos que están en estado de gracia, por la fe y la ignorancia invencible, no son propiamente miembros de la Iglesia, pero están unidos a ella de deseo y pueden ser salvados por ella[38].

ARTÍCULO SEGUNDO

LA NOCIÓN CATÓLICA DE COMUNIÓN

21. La comunión del Cuerpo Místico de Cristo.

La noción de comunión concierne evidentemente a la unidad de la Iglesia Católica y es totalmente incomprensible sin ella. Pues la comunión es una unio cum (unión con), y esta unión con algo implica la unión en una sola cosa de muchas cosas diferentes. Las muchas cosas diferentes en este caso son los miembros de la Iglesia Católica; están unidos en una sola cosa, a saber, la Iglesia Católica. Dado que estos miembros, por lo demás dispares, están unidos en una sola entidad, la Iglesia Católica, gozan entre sí de una comunión, un vínculo mutuo, que fluye directamente de su constitución en un solo Cuerpo de Cristo.

El Papa León XIII habló de la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo en su encíclica Satis Cognitum:

«Es preciso añadir que el Hijo de Dios decretó que la Iglesia fuese su propio Cuerpo Místico, al que se uniría para ser su Cabeza, del mismo modo que en el cuerpo humano, que tomó por la Encarnación, la cabeza mantiene a los miembros en una necesaria y natural unión. Y así como tomó un cuerpo mortal único que entregó a los tormentos y a la muerte para pagar el rescate de los hombres, así también tiene un Cuerpo místico único en el que y por medio del cual hizo participar a los hombres de la santidad y de la salvación eterna. “Dios le hizo (a Cristo) jefe de toda la Iglesia, que es su cuerpo” (Ef. I, 22-23). Los miembros separados y dispersos no pueden unirse a una sola y misma cabeza para formar un solo cuerpo. Pues San Pablo dice: “Todos los miembros del cuerpo, aunque numerosos, no son sino un solo cuerpo: así también Cristo” (I Cor. XII, 12). Y es por esto por lo que nos dice también que este cuerpo está unido y ligado. “Cristo es la cabeza, en virtud del que todo el cuerpo, unido y ligado por todas sus coyunturas que se prestan mutuo auxilio por medio de operaciones proporcionadas a cada miembro, recibe su acrecentamiento para ser edificado en la caridad” (Ef. IV, 16). Así, pues, si algunos miembros están separados y alejados de los otros miembros, no podrán pertenecer a la misma cabeza como el resto del cuerpo. “Hay –dice San Cipriano– un solo Dios, un solo Cristo, una sola Iglesia de Cristo, una sola fe, un solo pueblo que, por el vínculo de la concordia, está fundado en la unidad sólida de un mismo cuerpo. La unidad no puede ser amputada; un cuerpo, para permanecer único, no puede dividirse por el fraccionamiento de su organismo” (San Cipriano, De Cath. Eccl. Unitate, n. 23). Para mejor declarar la unidad de su Iglesia, Dios nos la presenta bajo la imagen de un cuerpo animado, cuyos miembros no pueden vivir sino a condición de estar unidos con la cabeza y de tomar sin cesar de ésta su fuerza vital; separados, han de morir necesariamente. “No puede (la Iglesia) ser dividida en pedazos por el desgarramiento de sus miembros y de sus entrañas. Todo lo que se separe del centro de la vida no podrá vivir por sí solo ni respirar” (ibid.). Ahora bien: ¿en qué se parece un cadáver a un ser vivo? “Nadie jamás ha odiado a su carne, sino que la alimenta y la cuida como Cristo a la Iglesia, porque somos los miembros de su cuerpo formados de su carne y de sus huesos” (Ef. V, 29-30)»[39].

El Papa Pío XII dedicó toda una encíclica a la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo, titulada Mystici Corporis, en la que afirma:

«Ahora bien: para definir y describir esta verdadera Iglesia de Cristo –que es la Iglesia santa, católica, apostólica, Romana– nada hay más noble, nada más excelente, nada más divino que aquella frase con que se la llama el Cuerpo místico de Cristo; expresión que brota y aun germina de todo lo que en las Sagradas Escrituras y en los escritos de los Santos Padres frecuentemente se enseña»[40].

El Papa Pío XII desarrolla esta doctrina en la encíclica, trazando toda la analogía de la Iglesia con el Cuerpo de Cristo.

22. La unidad de comunión es la unidad de la Iglesia en cuanto Cuerpo Místico de Cristo.

El Papa León XIII enseña que la unidad de la Iglesia es triple: (1) unidad de fe, (2) unidad de gobierno y (3) unidad de comunión[41]. La unidad de fe es la que se realiza por la creencia común y la profesión de las mismas verdades reveladas por Dios y enseñadas por la Iglesia Católica; la unidad de gobierno es la que se realiza mediante la sumisión de todos los fieles al Romano Pontífice; la unidad de comunión, que aquí nos interesa especialmente, es la que se realiza por la unidad de gobierno, y son los lazos mutuos que existen entre los fieles, resultantes de su relación con una cabeza.

«En fin, Cuerpo de Cristo, Cuerpo místico, sin duda, pero vivo siempre, perfectamente formado y compuesto de gran número de miembros, cuya función es diferente, pero ligados entre sí y unidos bajo el imperio de la Cabeza, que todo lo dirige»[42].

El Papa señala además a los Padres para apoyar este estrecho vínculo entre la unidad de gobierno y la unidad de comunión:

«Lo mismo San Cipriano: “Estar en comunión con Cornelio es estar en comunión con la Iglesia Católica” (San Cipriano, Ep. LV, n.1). El Abad Máximo enseña igualmente que el sello de la verdadera fe y de la verdadera comunión consiste en estar sometido al Pontífice Romano. “Quien no quiera ser hereje ni sentar plaza de tal no trate de satisfacer a éste ni al otro… Apresúrese a satisfacer en todo a la Sede de Roma. Satisfecha la Sede de Roma, en todas partes y a una sola voz le proclamarán pío y ortodoxo”»[43].

La enseñanza del Papa León es, por lo tanto, que la unidad de comunión es la unidad de la Iglesia Católica considerada como cuerpo de los fieles. El Papa Pío XII señala además que, como Cuerpo Místico, los lazos de unión que existen entre los diversos miembros de la Iglesia son sobrenaturales y superiores a los que se encuentran en las sociedades humanas ordinarias:

«Y si comparamos el Cuerpo místico con el moral, entonces observaremos que la diferencia existente entre ambos no es pequeña, sino de suma importancia y trascendencia. Porque en el cuerpo que llamamos moral el principio de unidad no es sino el fin común y la cooperación común de todos a un mismo fin por medio de la autoridad social; mientras que en el Cuerpo místico, de que tratamos, a esta cooperación se añade otro principio interno que, existiendo de hecho y actuando en toda la contextura y en cada una de sus partes, es de tal excelencia que por sí mismo sobrepuja inmensamente a todos los vínculos de unidad que sirven para la trabazón del cuerpo físico o moral. Es éste, como dijimos arriba, un principio no de orden natural, sino sobrenatural, más aún, absolutamente infinito e increado en sí mismo, a saber, el Espíritu divino, quien, como dice el Angélico, «siendo uno y el mismo numéricamente, llena y une a toda la Iglesia»»[44].

Los Papas también suelen utilizar el término comunión para indicar a los obispos que están unidos a la Santa Sede. Así dice el Papa León en Satis Cognitum:

«Estas consideraciones hacen que se comprenda el plan y el designio de Dios en la constitución de la sociedad cristiana. Este plan es el siguiente: el Autor divino de la Iglesia, al decretar dar a ésta la unidad de la fe, de gobierno y de comunión, ha escogido a Pedro y a sus sucesores para establecer en ellos el principio y como el centro de la unidad… Nadie, pues, puede tener parte en la autoridad si no está unido a Pedro, pues sería absurdo pretender que un hombre excluido de la Iglesia tuviese autoridad en la Iglesia… Pero el orden episcopal no puede ser mirado como verdaderamente unido a Pedro, de la manera que Cristo lo ha querido, sino en cuanto está sometido y obedece a Pedro; sin esto, se dispersa necesariamente en una multitud en la que reinan la confusión y el desorden»[45].

23. Excomunión y comunión.

La noción de comunión puede deducirse también de la excomunión. En la legislación anterior a 1917, las excomuniones eran mayores o menores. Las excomuniones mayores tenían el efecto de poner fin a la membresía en la Iglesia Católica, mientras que las menores simplemente privaban al excomulgado de los beneficios espirituales de la Iglesia. Con la introducción del Código de 1917 se suprimió la diferencia entre mayor y menor, pero la mayoría de los canonistas y teólogos la definen claramente como la censura «por la que se excluye a alguien de la comunión de los fieles»[46].

En el rito de la recepción de los conversos en la Iglesia Católica se ordena al sacerdote que pronuncie la siguiente fórmula sobre ellos, una vez que hayan completado su abjuración del error:

«Por la autoridad apostólica de que gozo en esta materia, te absuelvo de las cadenas de excomunión en que (tal vez) hayas incurrido, y te restituyo a los santísimos sacramentos de la Iglesia, a la comunión y a la unidad de los fieles en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo»[47].

24. La triple unidad de la Iglesia, tal como la describen comúnmente los teólogos.

La doctrina común de los teólogos sobre la unidad de la Iglesia es que goza de una triple unidad: de fe, de gobierno y de culto[48].

En efecto, toda religión se caracteriza por un triple aspecto: enseña un sistema de filosofía o creencia («doctrina»), indica un modo de vida («disciplina») y prescribe alguna forma de culto a Dios («liturgia»).

A la Iglesia Católica se le ha dado autoridad para enseñar la verdadera religión revelada por Dios, y por lo tanto tiene la autoridad de Cristo en estos tres aspectos, según las solemnes palabras de Cristo con las que termina el Evangelio de San Mateo:

«Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos [DOCTRINA] bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo [LITURGIA]; enseñándoles a conservar todo cuanto os he mandado [DISCIPLINA]. Y mirad que Yo con vosotros estoy todos los días, hasta la consumación del siglo»[49].

San Pablo expresó de manera similar que la nota de unidad debe encontrarse en la Iglesia:

«Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo»[50].

Con estas palabras expresó la unidad de gobierno (disciplina), la unidad de fe (doctrina) y la unidad de sacramentos (liturgia).

Por la unidad de fe, todos creen en las mismas verdades sobrenaturales y están dispuestos a creer todo lo que la Iglesia enseñe en el futuro como divinamente revelado. Por la unidad de gobierno, todos los católicos están sometidos a una sola Cabeza visible, el Papa. Por la unidad de culto, todos los fieles se adhieren al mismo acto esencial de culto, el Santo Sacrificio de la Misa, y a los mismos sacramentos. La comunión eclesiástica para estos autores es la unión entre los fieles que resulta de ser miembros todos de la misma Iglesia, unidos por estos tres principios de unidad.

«Estas tres cosas deben tomarse juntas y formalmente: juntas, porque a menos que se lo haga, no muestran a la Iglesia una y entera; formalmente, porque el hecho material debe adherirse al principio firme, estable y constitutivo de la unidad. Así, en su unidad de fe, jerarquía y culto, la Iglesia permanece indivisa en sí misma y dividida de todo lo demás»[51].

Aunque ésta es la forma común de presentar la unidad de la Iglesia, algunos teólogos explican las cosas de una manera ligeramente diferente, que en realidad arrojará luz sobre la noción de comunión.

25. La enseñanza del Cardenal Franzelin.

El Cardenal Franzelin habla de la comunión en su De Ecclesia Christi[52] y describe en primer lugar la triple unidad de la Iglesia Católica. La primera es la unidad de fe y profesión en la Iglesia universal, por la que todos adhieren y profesan las mismas verdades católicas. La segunda es la unidad de sacramentos, por la que todos los fieles se unen y forman un solo cuerpo de Cristo. La tercera es la unidad de comunión en la vida social, por la que todas las iglesias particulares y los fieles individuales se muestran teórica y prácticamente como miembros de una única sociedad religiosa y son reconocidos como tales. Estas tres unidades corresponden al triple poder concedido a la Iglesia por Cristo: (1) el poder de enseñar, (2) el poder de santificar y (3) el poder de gobernar. La comunión eclesiástica significa, para el Cardenal Franzelin, una cosa: estar en la Iglesia Católica, que es el Cuerpo Místico de Cristo.

«Se trata de una comunión de todos los fieles entre sí, con los Apóstoles, con Cristo Cabeza [de la Iglesia] y con Dios: “Para que también vosotros tengáis comunión con nosotros y nuestra comunión sea con el Padre y con el Hijo suyo Jesucristo” (I Jn. I, 3)»[53].

26. La enseñanza del Cardenal Billot.

El Cardenal Billot distingue la triple unidad de régimen, fe y comunión. La unidad de régimen es la ausencia de división en el gobierno de la Iglesia, es decir, que está regida por una sola persona, el Papa.

«[La unidad de comunión consiste] en la cohesión de todos los individuos y grupos particulares entre sí, a la manera de las partes compactas de un cuerpo moral individual, del que hay bienes comunes, un sacrificio común y un apoyo común»[54].

Se ocupa en señalar que la comunión implica no sólo la sumisión de los individuos al Romano Pontífice, sino también y al mismo tiempo su coordinación entre sí. Porque es posible que muchos estén sometidos a una cabeza, pero no unidos entre sí. Por esta razón, Santo Tomás muestra[55] que el cisma es posible de dos maneras, o bien negándose a someterse al Romano Pontífice, o bien negándose a estar en comunión con los miembros de la Iglesia sometidos a él.

La unidad de fe consiste en que todos asienten a los artículos de fe propuestos por la Iglesia y estén dispuestos a creer todo lo que pueda proponer el magisterio de la Iglesia para ser creído.

27. La enseñanza del DTC.

A. Michel, en el Dictionnaire de Théologie Catholique[56] («DTC»), habla de la misma triple unidad que el Cardenal Billot, es decir, de fe, régimen y comunión[57].

Su descripción de la comunión es muy útil para el tema que nos ocupa:

«Existe, por último, una unidad de comunión entre pastores y fieles, y de los fieles entre sí. “Para que sean perfectos en uno” (Jn. XVII, 23). Esta unidad es una unión en la caridad mutua de los miembros bajo la dirección de sus jefes y no puede realizarse sino por la vida de Cristo, Cabeza de la Iglesia, que circula en los miembros de su Cuerpo Místico (parábola de la vid y los sarmientos, Jn. XV, 1-12). Interiormente, por lo tanto, la comunión presupone la participación de las almas en la vida de Cristo. Exteriormente implica, en primer lugar, la adhesión de las inteligencias a una misma fe, así como la cohesión de las voluntades bajo el impulso de la Cabeza Suprema: así, a la unidad exterior de fe y gobierno se añade también la coherencia de los miembros entre sí, singuli alter alterius membra, como diría San Pablo»[58].

De las palabras del autor se deduce claramente que la comunión de los miembros con la cabeza y entre sí depende de la pertenencia al Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia Católica. De aquí se puede inferir legítimamente que declarar que se está en comunión con alguien es declarar que se está en el mismo Cuerpo Místico de Cristo, y en la misma Iglesia Católica.

28. La enseñanza del Cardenal Mazella.

El Cardenal Mazzella[59] distingue la unidad de fe y la unidad de régimen, y dice que la unidad de comunión es el efecto natural de las dos primeras, y es la unión de los miembros de la Iglesia entre sí, e implica una mutua concurrencia de todos los miembros hacia el mismo fin a través de los mismos medios bajo la dirección de un único y mismo gobierno. Señala además que existe una unidad de culto, por la cual todos observan los mismos ritos esenciales, los mismos sacramentos, el mismo sacrificio, pero que esta unidad se deriva de la unidad de fe y de régimen, ya que la unidad de rito no puede faltar si existe unidad de fe y de régimen. Concluye, por lo tanto, que la unidad de fe y de régimen son las dos unidades esenciales de la Iglesia Católica.

La comunión, por lo tanto, es para el Cardenal Mazzella un efecto natural de la pertenencia a la Iglesia Católica.

29. La enseñanza del P. Palmieri.

El P. Domingo Palmieri S.J. distingue la unidad de comunión, de fe y de culto. Para él, la unidad de comunión es la unidad social de la Iglesia Católica que surge del hecho de que todos los fieles constituyen una sociedad, todos cooperando mutuamente hacia el mismo fin bajo la autoridad de un gobierno. Comenta:

«[Esta unidad] excluye la multiplicidad de Iglesias, donde cada una sería una sociedad completa en sí misma, cada una con su propio gobierno»[60].

La unidad de comunión es lo que constituye a la Iglesia como una única sociedad. Añade, además:

«Y por lo tanto cualquier hombre o grupo que no fuera miembro o parte de ella, no sería en modo alguno la Iglesia de Cristo o de la Iglesia de Cristo»[61].

30. La analogía del cuerpo y del alma se aplica a la noción de comunión.

Al hablar de la Iglesia, hay que tener siempre presente que es análoga al cuerpo humano, en cuanto que está compuesta de una parte material y de una parte espiritual. La parte espiritual del hombre es la forma que da al cuerpo su naturaleza y especie humanas, y es su principio vital. La parte espiritual y sobrenatural de la Iglesia, por analogía, es su fe, su caridad, su gracia, su poder divino y la autoridad que Dios le ha dado, así como toda la influencia espiritual de Cristo y del Espíritu Santo. En cambio, la parte material de la Iglesia es su sociedad visible, con sus miembros e instituciones[62].

Por consiguiente, hay que distinguir entre el aspecto interno, espiritual de la comunión y su aspecto externo, corpóreo. Se cometen muchos errores al confundir estos dos modos de estar en comunión.

Esta distinción explica la posibilidad de salvación de quienes no son propiamente miembros de la Iglesia Católica, ya que, a través de su deseo, al menos implícito, de pertenecer a la verdadera Iglesia, les es posible alcanzar el estado de gracia santificante y unirse así a la verdadera Iglesia. De esta manera, su adhesión a la sociedad visible de la Iglesia no es de hecho (in re), sino de deseo (in voto). En ellos la comunión con la Iglesia está realmente presente en su aspecto interno. Externamente, sin embargo, la unión con la Iglesia sólo existe de deseo.

Sin embargo, es importante señalar en este punto que sólo hay una comunión. Así como sólo hay un Cristo y una Iglesia, y así como el Cuerpo y el Alma de Cristo están perpetuamente unidos, al igual que el cuerpo y el alma de la Iglesia, de la misma manera sólo puede haber una comunión. O se está en comunión con la Iglesia o no se está. Existe, sin embargo, un doble aspecto de la comunión, uno interno y otro externo. Se está en comunión con la Iglesia internamente si se está en estado de gracia santificante, es decir, si se es justificado por la fe y caridad sobrenaturales, pues es imposible estarlo sin la comunión con la Iglesia. La comunión externa consiste en los mutuos vínculos externos entre los fieles, que resultan de su relación con una cabeza visible. La comunión externa, por lo tanto, es causada por el bautismo sacramental válido, que tiene el efecto de incorporar al bautizado al Cuerpo Místico de Cristo. Este efecto continúa hasta que se interpone algún obstáculo en su camino: excomunión, herejía notoria o cisma.

La comunión interna es invisible e indetectable. La Iglesia nunca emite juicio alguno sobre ella. Cuando la Iglesia habla de comunión, lo hace siempre en el sentido de una comunión externa real, es decir, de la pertenencia efectiva al Cuerpo místico de Cristo. Porque incluso la unión interna con la Iglesia presupone al menos el deseo implícito de la comunión externa y de la pertenencia de hecho a la Iglesia Católica.

Así lo explica el Cardenal Billot:

«El otro [principio] es que nadie tiene la gracia habitual o puede tenerla, si no pertenece de algún modo al cuerpo visible de la Iglesia, pues en tal caso carece de los medios necesarios para la salvación, y por lo tanto para la justificación y la gracia de las que la salvación se sigue per se como efecto»[63].

Continúa diciendo que el defecto de adhesión in re puede suplirse con una adhesión in voto. Este punto es de extrema importancia, a saber, que no se puede separar la justificación interior de la adhesión, en cierto modo, al menos in voto, al cuerpo de la Iglesia. Pues no se puede dividir el cuerpo y el alma de la Iglesia; se distinguen, pero no se separan. La vida interior de la gracia depende de la sociedad exterior y visible de la Iglesia.

31. Conclusión y resumen sobre la noción católica de comunión.

La comunión consiste, por lo tanto, en una relación de miembro a cabeza y de miembro a miembro del Cuerpo místico. Esta relación se funda en el acto de incorporación al Cuerpo Místico mediante (1) el Bautismo válido (2) la profesión de la Fe Católica, y (3) la sumisión al Papa, autoridad de la Iglesia Católica. Las tres cosas son necesarias para la incorporación; la ausencia de una de ellas produciría la separación del Cuerpo Místico[64].

Los términos de la relación son el miembro individual, por un lado, y la Cabeza (Cristo y su Vicario) por otro, o el miembro y el miembro. La relación es mutua, es decir, ambos son sujeto y término el uno del otro.

La comunión depende de esta mutualidad para sobrevivir, ya que la incorporación provoca necesariamente una relación. Si se rompe en uno u otro lado, toda la relación se derrumba, ya que su fundamento, su causa, que es la incorporación, no puede producir la relación sólo en un lado. Así como la generación debe producir necesariamente una relación mutua, por ejemplo, de padre e hijo, lo mismo sucede con la comunión con el Cuerpo Místico, de miembro a Cabeza, o de miembro a miembro. Por lo tanto, si la comunión se rompe por un lado, necesariamente se rompe por el otro. Si el Romano Pontífice negara la comunión a alguien, esa persona dejaría de estar en comunión con el Romano Pontífice, ya que la relación debe ser mutua o bilateral. Estaría, por lo tanto, fuera de la Iglesia ya que la comunión es un efecto necesario de la incorporación y no se puede estar incorporado sin estar en comunión.

ARTÍCULO TERCERO

VISIÓN DE CONJUNTO DE LA ECLESIOLOGÍA DEL VATICANO II

32. La nueva noción de «Cuerpo Místico de Cristo» según el Vaticano II.

El error central del Vaticano II es la no identificación exclusiva del Cuerpo Místico de Cristo con la Iglesia Católica. El Vaticano II considera que el Cuerpo Místico de Cristo son todos los que se profesan cristianos:

«La santa Iglesia Católica, que es el Cuerpo místico de Cristo, consta de fieles que se unen orgánicamente en el Espíritu Santo por la misma fe, por los mismos sacramentos y por el mismo gobierno. Estos fieles, reuniéndose en varias agrupaciones unidas a la jerarquía, constituyen las Iglesias particulares o ritos»[65].

Nótese que esta definición es lo suficientemente amplia como para ser aceptable tanto para los ortodoxos como para los protestantes. Según el Vaticano II, el Cuerpo Místico ha sido escandalosamente despedazado en muchas partes a lo largo de los siglos:

«En esta una y única Iglesia de Dios, ya desde los primeros tiempos, se efectuaron algunas escisiones que el Apóstol condena con severidad, pero en tiempos sucesivos surgieron discrepancias mayores, separándose de la plena comunión de la Iglesia no pocas Comunidades [sic], a veces no sin responsabilidad de ambas partes»[66].

Pero el Espíritu de Cristo permanece en estos «cuerpos eclesiales» separados, y los utiliza como medios de santificación, dice el Vaticano II:

«El Espíritu de Cristo no ha rehusado servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de la gracia y de la verdad que se confió a la Iglesia»[67].

Por lo tanto, es deber de estos cuerpos unirse, del mismo modo que un cuerpo humano desmembrado debe ser cosido por los cirujanos, para que el Cuerpo Místico de Cristo deje de estar «dividido». Así, según la visión del Vaticano II, el Cuerpo Místico de Cristo es mucho más amplio que la Iglesia Católica Romana, ya que se extiende a las comunidades de los luteranos, presbiterianos, ortodoxos griegos o anglicanos. Todos son miembros de este gran Cuerpo Místico de Cristo. Así como el alma humana está presente en todo el cuerpo y completamente en cada una de sus partes, de la misma manera el Espíritu de Cristo, en la eclesiología del Vaticano II, está presente y activo en todo el Cuerpo Místico y en cada una de sus partes. Todas las partes son verdaderamente el Cuerpo de Cristo. Deben superar sus diferencias para que la comunión entre ellos ya no sea «parcial», sino «plena».

«Se están realizando múltiples esfuerzos mediante la oración, la palabra y la acción para alcanzar esa plenitud de unidad que Jesucristo desea»[68].

Presentaremos a continuación la enseñanza oficial del Vaticano II, del Código de Derecho Canónico de 1983, así como de algunos otros documentos que han sido promulgados a lo largo del tiempo, después del Vaticano II, y que confirman aún más la importación herética de la nueva doctrina del Vaticano II.

33. Enseñanza del Vaticano II.

«Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia Católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él»[69].

«División que abiertamente repugna a la voluntad de Cristo y es piedra de escándalo para el mundo y obstáculo para la causa de la difusión del Evangelio por todo el mundo»[70].

«Fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica»[71].

«Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera»[72].

«La Iglesia se reconoce unida por muchas razones con quienes, estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos, pero no profesan la fe en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro… con estos cristianos existe una cierta verdadera unión en el Espíritu Santo, ya que Él ejerce en ellos su virtud santificadora con los dones y gracias y a algunos de entre ellos los fortaleció hasta la efusión de la sangre»[73].

34. Algunos cánones relevantes del Código de Derecho Canónico de 1983.

«Can. 204 § 1: Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el pueblo de Dios, y hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo».

«§ 2: Esta Iglesia, constituida y ordenada como sociedad en este mundo, subsiste en la Iglesia Católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él».

«Can 205: Se encuentran en plena comunión con la Iglesia Católica, en esta tierra, los bautizados que se unen a Cristo dentro de la estructura visible de aquélla, es decir, por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos y del régimen eclesiástico».

«Can. 844 § 1: Los ministros católicos administran los sacramentos lícitamente sólo a los fieles católicos, los cuales, a su vez, sólo los reciben lícitamente de los ministros católicos, salvo lo establecido en los §§ 2, 3 y 4 de este canon, y en el can. 861 § 2 [Énfasis añadido]».

35. Comentario preliminar a lo que precede.

De estos pasajes, que no son en absoluto exhaustivos, vemos surgir la imagen de la eclesiología del Vaticano II: la «Super-iglesia», es decir, «los fieles de Cristo», el «Pueblo de Dios», la «Iglesia de Cristo», compuesta por todos aquellos que miran con fe hacia Jesús, y que se ha escindido escandalosamente en varias Iglesias, en las que se encuentran muchos elementos de santificación y de verdad, que son utilizados por el Espíritu de Cristo como medios de salvación. Esta Iglesia de Cristo «subsiste en» (nótese que no dice es) la Iglesia Católica Romana, la cual está unida de muchas maneras a otros cristianos que no profesan la fe católica en su totalidad (léase protestantes).

En el Código de 1983, la Super-iglesia se distingue de la Iglesia Católica, que es la Super-iglesia que subsiste en una organización en la tierra. Se establece una distinción, al menos en algunos cánones, entre fieles católicos y fieles de Cristo (christifideles catholici vs. christifideles).

Explicaremos minuciosamente los siguientes errores del Vaticano II uno tras otro:

(1) La distinción herética entre la «Iglesia de Cristo» y la «Iglesia Católica».

(2) El herético sistema teológico de comunión eclesial.

(3) La enseñanza herética de que las falsas iglesias pueden ser usadas por el Espíritu Santo como medios de salvación.

Hemos calificado estos errores con la palabra «herejía», que no somos propensos a usar a la ligera. En efecto, demostraremos diligentemente que la eclesiología enseñada por el Vaticano II es propiamente herética, es decir, contraria a la verdad de fe revelada por Dios, y propuesta como tal por la Iglesia Católica.

ARTÍCULO CUARTO

LA DISTINCIÓN HERÉTICA ENTRE «IGLESIA DE CRISTO E «IGLESIA CATÓLICA»

36. La noción «fieles de Cristo» es explícitamente más amplia que los miembros de la Iglesia Católica en el Vaticano II y el Código de 1983.

Como hemos mostrado anteriormente, el canon 204 del Código de 1983 describe a los «fieles de Cristo» como el «pueblo de Dios». Estos términos se aplican a todos los bautizados:

«Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el pueblo de Dios»[74].

Es muy importante notar que tanto la constitución dogmática sobre la Iglesia del Vaticano II, Lumen Gentium, como el Código de Derecho Canónico de 1983, proceden a describir primero la «Iglesia de Cristo» como «pueblo de Dios» antes de describir la organización interna y jerárquica propia de la Iglesia Católica. Las expresiones «pueblo de Dios» e «Iglesia de Cristo» se aplican a todos los bautizados y no deben entenderse todavía como una sociedad organizada. De hecho, «pueblo de Dios» se extiende más allá de las fronteras jurídicas de la Iglesia Católica. Sin embargo, a este pueblo de Dios o Iglesia de Cr1isto se le ha concedido una constitución divinamente organizada en la Iglesia Católica, en la que subsiste. Tal es la enseñanza de Lumen Gentium, y tal es el contenido del siguiente párrafo del Código de 1983:

«Esta Iglesia, constituida y ordenada como sociedad en este mundo, subsiste en la Iglesia Católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él».

37. Los comentarios dados por comentaristas aprobados y reconocidos confirman nuestra interpretación.

Un distinguido comentario sobre este canon dice lo siguiente:

«El párrafo segundo, citando Lumen Gentium 8, expresa un principio teológico fundamental para una eclesiología communio, a saber, el hecho de que los dos términos “Iglesia de Cristo” e “Iglesia Católica” no son idénticos entre sí, sino que «la Iglesia (de Cristo)… subsiste en la Iglesia Católica»»[75].

Comentando la primera parte de este canon, el mismo comentario aclara que la expresión «fieles de Cristo» tenía una extensión más amplia que la mera designación de los católicos:

«Todos los bautizados constituyen, por lo tanto, los fieles cristianos, los Christi fideles. Al igual que los demás sacramentos, el bautismo tiene efectos sociales e individuales, en la medida en que los sacramentos influyen no sólo en la relación entre Dios y un individuo concreto, sino que implican necesariamente a una comunidad de fe específica»[76].

«Los efectos y consecuencias del bautismo expresados en el § 1 se aplican a todos los bautizados, sean católicos o no»[77].

De ahí que los términos «christifideles», «pueblo de Dios» e «Iglesia de Cristo», se apliquen a todos los bautizados, «sean católicos o no».

Sin embargo, el mismo comentario nos advierte de que el término christifideles, en el resto del Código, suele referirse únicamente a los católicos:

«Específicamente dentro del código, aparte de declaraciones teológicas como las de este párrafo, el término “fieles cristianos” (Christifideles) se aplica a los bautizados que viven en plena comunión con la Iglesia Católica»[78].

Otro comentario dice algo parecido:

«El hereje y el cismático no están en plena comunión con la Iglesia, pues sus acciones afectan a su misma condición de miembros de los fieles. No son miembros de los fieles ni discípulos del Señor plenamente, sino en algún grado incompleto. Son miembros de la Iglesia y de los fieles, pero separados»[79].

«Jurídicamente, esta situación implica la suspensión de derechos y obligaciones específicamente eclesiásticos, con excepción de los que se refieren a la reincorporación a la plena comunión eclesiástica. Es la caridad, y no la justicia, la que permite que herejes y cismáticos sean admitidos a participar en el culto católico o en algunos sacramentos…»[80].

Presentamos de nuevo el testimonio de un tercer comentario del Código de 1983, para dejar en claro que en modo alguno estamos sacando las cosas fuera de contexto, ni interpretándolas en un sentido que nunca se pretendió:

«La Iglesia no debe entenderse únicamente como una realidad invisible y espiritual, sino también como una sociedad humana organizada. Se dice que esta sociedad “subsiste” en la Iglesia Católica. El Vaticano II optó deliberadamente por utilizar este término, no queriendo identificar la Iglesia de Cristo con la Iglesia Católica de un modo que excluyera a otras iglesias y comunidades cristianas. Reconoce que algunos elementos eclesiales de santificación y verdad se encuentran fuera de la Iglesia Católica. El uso de la palabra “subsiste” es, pues, una declaración positiva de identidad sin ser excluyente»[81].

38. La interpretación oficial dada por la Congregación para la Doctrina de la Fe en 2007 confirma la distinción entre «Iglesia de Cristo» e «Iglesia Católica».

El 29 de junio de 2007, la Congregación para la Doctrina de la Fe, con la aprobación de Benedicto XVI, publicó una interpretación oficial de las palabras «subsistit in» del Vaticano II. Después de asegurarnos que la doctrina no ha cambiado, la Congregación nos explica por qué se cambió de hecho la doctrina de una identificación completa y exclusiva entre la «Iglesia de Cristo» y la «Iglesia Católica» a la noción del «subsistit in». En efecto, repite una explicación ya dada por Juan Pablo II[82]:

«Es posible, según la doctrina católica, afirmar correctamente que la Iglesia de Cristo está presente y operativa en las Iglesias y Comunidades eclesiales que todavía no están plenamente en comunión con la Iglesia Católica, en razón de los elementos de santificación y de verdad que están presentes en ellas».

En otras palabras, la «Iglesia de Cristo», si bien sólo está plenamente presente o «subsiste» en la «Iglesia Católica», también está presente en otras Iglesias y Comunidades, es decir, fuera de la Iglesia Católica. Así, aunque la Iglesia Católica se identifique con la Iglesia de Cristo, ello no excluye que la Iglesia de Cristo pueda estar de algún modo presente fuera de la Iglesia Católica. La doctrina del Vaticano II es que la Iglesia de Cristo no se limita exclusivamente a la Iglesia Católica, si bien sólo subsiste, con plena presencia, en la Iglesia Católica.

Comentando el cambio de expresión que dice que la Iglesia de Cristo es la Iglesia Católica a la expresión que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia Católica, la Congregación para la Doctrina de la fe explica:

«Ha sido precisamente este cambio de terminología en la descripción de la relación entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica lo que ha dado lugar a las más variadas ilaciones, sobre todo en el campo ecuménico. En realidad, los Padres conciliares tuvieron la simple intención de reconocer la presencia de elementos eclesiales propios de la Iglesia de Cristo en las Comunidades cristianas no Católicas en cuanto tales. En consecuencia, la identificación de la Iglesia de Cristo con la Iglesia Católica no se puede entender como si fuera de la Iglesia Católica hubiera un “vacío eclesial”»[83].

Aquí se confiesa explícitamente un «cambio de terminología». Se niega un cambio de doctrina, pero en realidad la congregación admite que este cambio de terminología se hizo por razones doctrinales. Por lo tanto, cabe preguntarse, ¿por qué habría que cambiar la terminología para reflejar correctamente la doctrina, si esa misma doctrina no ha cambiado? Evidentemente, no tiene ningún sentido. La doctrina ha cambiado, y es muy claro. Siempre se ha entendido que las expresiones «Iglesia de Cristo» e «Iglesia Católica» significan exactamente lo mismo, mientras que en los documentos del Vaticano II tienen dos significados diferentes. La doctrina que el Vaticano II pretende mantener es que la Iglesia Católica se identifica con la Iglesia de Cristo. Lo que admite abiertamente que ha cambiado es que esta identificación ya no se considera exclusiva, como si fuera de la Iglesia Católica hubiera «un vacío eclesial»:

«Por consiguiente, la substitución de “est” por “subsistit in”, contra tantas interpretaciones infundadas, no significa que la Iglesia Católica renuncie a su convicción de ser la única verdadera Iglesia de Cristo. Indica más bien una mayor apertura a las exigencias del ecumenismo: se trata de reconocer el carácter y dimensión realmente eclesiales de las Comunidades cristianas que no están en plena comunión con la Iglesia Católica, a causa de los “plura elementa sanctificationis et veritatis” presentes en ellas. En consecuencia, aunque la Iglesia sea solamente una y “subsista” en un único sujeto histórico, también fuera de este sujeto visible existen verdaderas realidades eclesiales»[84].

De ahí que debamos creer en una especie de «eclesialidad» (la «Iglesia de Cristo» ideal y abstracta, tal como fue querida por Cristo) presente plena y subsistentemente sólo en la Iglesia Católica, pero también presente parcialmente y por participación en las otras iglesias, ya que fuera de la Iglesia Católica no hay «vacío eclesial».

39. La negación de la perfecta y exclusiva identificación de la Iglesia de Cristo con la Iglesia Católica es una herejía.

Que la Iglesia Católica se identifica perfecta y exclusivamente con la Iglesia de Cristo es un dogma tan básico que es muy triste observar que hoy se niega abiertamente con tanta audacia. Por supuesto, los modernistas afirman que siguen identificando la Iglesia de Cristo con la Iglesia Católica, pero no es así, como hemos visto. Para ellos, los términos «Iglesia Católica» e «Iglesia de Cristo» no son del todo sinónimos, sino que tienen una connotación diferente.

En la doctrina católica, sin embargo, son sinónimos, se refieren exactamente a la misma noción, y por lo tanto se pueden utilizar uno en lugar de otro. Todo lo que puede decirse de la Iglesia de Cristo puede predicarse de la Iglesia Católica, y viceversa. Es obvio, sin embargo, que los innovadores han enseñado a propósito la presencia de la Iglesia de Cristo fuera de los confines de la Iglesia Católica para complacer a los cismáticos y herejes, reconociéndolos como miembros de la Iglesia de Cristo, algo que siempre les ha sido negado.

Por eso decimos que la negación del Vaticano II de la identificación exclusiva de la Iglesia de Cristo con la Iglesia Católica es una herejía.

Creen que algunos de los «fieles de Cristo», aunque no sean miembros de la Iglesia Católica, son miembros del «pueblo de Dios» que es la «Iglesia de Cristo». Si la pertenencia a la «Iglesia de Cristo» no coincide con la pertenencia a la «Iglesia Católica» entonces está claro que la «Iglesia de Cristo» no significa exactamente lo mismo, y no se refiere a las mismas personas que la «Iglesia Católica».

40. Algunas declaraciones del magisterio de la Iglesia.

Aduzcamos ahora algunos textos del magisterio de la Iglesia, que muestran que la Iglesia de Cristo siempre ha sido considerada como exclusivamente la Iglesia Católica, y no puede encontrarse en modo alguno fuera de ella, es decir, en las sectas no católicas.

Pío IX: «Ahora bien, quien quiera examinar con cuidado y meditar sobre la condición de las diversas sociedades religiosas divididas entre sí y separadas de la Iglesia Católica… se convencerá fácilmente de que ninguna de estas sociedades ni todas ellas juntas constituyen ni son en modo alguno aquella única Iglesia Católica que Nuestro Señor fundó, estableció y quiso crear. Ni es posible, tampoco, decir que estas sociedades sean miembro o parte de esta misma Iglesia, puesto que están visiblemente separadas de la unidad católica»[85].

León XIII: «Todos los que disienten de las Escrituras acerca de Cristo, aunque se encuentren en todos los lugares en que se halla la Iglesia, no están en la Iglesia; y tampoco están en la Iglesia todos los que están de acuerdo con las Escrituras acerca de la Cabeza, y no comulgan en la unidad de la Iglesia»[86].

Pío XI: «Ahora bien, los que profesan ser cristianos no pueden dejar de creer, según nos parece, que hay una Iglesia, y sólo una Iglesia, fundada por Cristo; pero si se les pregunta además cuál debe ser, según la voluntad del Fundador, esta Iglesia, ya no se ponen de acuerdo. Muchos entre ellos, por ejemplo, niegan que la Iglesia de Cristo deba ser una sociedad externa y visible, y que deba presentar la apariencia de un solo cuerpo de fieles, todos unidos en una misma fe bajo una sola autoridad docente y de gobierno. Por el contrario, entienden que la Iglesia externa y visible no es más que una Federación formada por diversas comunidades cristianas, que se adhieren a doctrinas diferentes –y a veces contradictorias»[87].

Pío XI: «Si [los fieles] acudieran [a las reuniones ecuménicas], estarían atribuyendo autoridad a una forma errónea de la religión cristiana, totalmente ajena a la única Iglesia de Cristo»[88].

Pío XI: «Nadie está en la Iglesia de Cristo ni permanece en ella, si no reconoce y acepta con obediencia la autoridad y potestad de Pedro y de sus legítimos sucesores»[89].

Pío XII: «Entre los miembros de la Iglesia, sólo se han de contar de hecho los que recibieron las aguas regeneradoras del Bautismo y profesan la verdadera fe y ni se han separado ellos mismos miserablemente de la contextura del cuerpo, ni han sido apartados de él por la legítima autoridad a causa de gravísimas culpas»[90].

Pío XII: «Así que, como en la verdadera congregación de los fieles existe un solo Cuerpo, un solo Espíritu, un solo Señor y un solo Bautismo, así no puede haber sino una sola fe; y, por lo tanto, quien rehusare oír a la Iglesia, según el mandato del Señor, ha de ser tenido por gentil y publicano. Por lo cual, los que están separados entre sí por la fe o por la autoridad, no pueden vivir en este único Cuerpo, ni tampoco, por lo tanto, de este su único Espíritu»[91].

Pío XII: «Hállanse, pues, en un peligroso error quienes piensan que pueden abrazar a Cristo, Cabeza de la Iglesia, sin adherirse fielmente a su Vicario en la tierra»[92].

Pío XII: «La Iglesia establecida sobre Pedro y sus sucesores, y sólo ella, debe ser la Iglesia de Cristo, una en sí misma y destinada a permanecer hasta el fin de los tiempos mediante la sumisión a una Cabeza personal y visible»[93].

Pío XII: «Algunos no se creen obligados por la doctrina hace pocos años expuesta en nuestra Carta Encíclica y apoyada en las fuentes de la revelación según la cual el Cuerpo Místico de Cristo y la Iglesia Católica Romana son una sola y misma cosa. Algunos reducen a una fórmula vacía la necesidad de pertenecer a la Iglesia verdadera para alcanzar la salvación eterna»[94].

Pío XII: «Para ser cristiano hay que ser romano; hay que reconocer la unicidad de la Iglesia de Cristo, que es gobernada por un solo sucesor del Príncipe de los Apóstoles, que es el Obispo de Roma, Vicario de Cristo en la tierra»[95].

Pío IX: «Quien abandona esta Sede [romana] no puede esperar permanecer dentro de la Iglesia; quien come del cordero fuera de ella no tiene parte con Dios»[96].

41. Conclusión de esta sección.

Es evidente que la fe inmutable de la Iglesia es que Cristo instituyó una Iglesia para ser el único medio de salvación. Esta Iglesia de Cristo es la Iglesia Católica, con exclusión de todas las demás «iglesias» y «comunidades» de «cristianos».

La Iglesia de Cristo no se encuentra, en modo alguno, fuera de la Iglesia Católica, porque la Iglesia Católica es la Iglesia establecida por Cristo. La mera insinuación de que existe una distinción (de no exclusividad) entre la Iglesia establecida por Cristo y la Iglesia Católica es una blasfemia, de hecho, una blasfemia herética. Contradice la fe inmutable en algo tan importante y central para nuestra religión católica, que desafía la comprensión de que alguien se atreva a proferirlo.

En 1870, el Concilio Vaticano repitió solemnemente este dogma:

«La Iglesia de Cristo es un solo rebaño bajo un solo pastor supremo. Tal es la doctrina de la verdad católica, de la que nadie puede desviarse sin menoscabo de su fe y salvación»[97].

ARTÍCULO QUINTO

LA ECLESIOLOGÍA HERÉTICA DE LA COMUNIÓN

42. ¿Puede haber comunión entre la Iglesia Católica y los no católicos?

Hemos demostrado que la Iglesia Católica puede describirse acertadamente como una comunión, tan fuertes son los lazos que unen a sus miembros. En efecto, en la Iglesia Católica existen vínculos externos e internos.

El Espíritu Santo, descrito por los Papas León XIII y Pío XII como el «alma de la Iglesia», es el vínculo más fuerte que jamás se haya podido pensar, ya que no es nada creado, ni siquiera algo sobrenatural como la unión de la fe y la caridad, sino el Espíritu Santo mismo. Al igual que alma de la Iglesia, está presente enteramente en la Iglesia en su conjunto y enteramente en cada uno de sus miembros vivos. El misterio de la inhabitación del Espíritu Santo en el alma del justo no debe considerarse separado del misterio de que el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. De ahí que podamos decir que esta comunión es fuerte con la misma fuerza de Dios, pues el vínculo es Dios mismo.

Por debajo de la comunión de la inhabitación del Espíritu Santo está la comunión de los dones sobrenaturales creados y, también, la comunión externa de ser miembros de esa sociedad, a saber, la Iglesia Católica.

Ahora bien, el Papa Pío XII ha establecido claramente que la Iglesia Católica comparte efectivamente una comunión con algunas personas que no son sus miembros:

«Pues, aunque por cierto inconsciente deseo y aspiración están ordenados al Cuerpo místico del Redentor, carecen, sin embargo, de tantos y tan grandes dones y socorros celestiales, como sólo en la Iglesia Católica es posible gozar»[98].

En este pasaje el Papa Pío XII habla de «los que están unidos a la Iglesia sólo por deseo»[99], de los que ya hemos hablado en la primera parte de este capítulo al explicar el dogma «extra Ecclesiam nulla salus».

Hemos demostrado que estas personas podrían efectivamente salvarse, siempre que tuvieran las virtudes sobrenaturales de la fe y la caridad, pero, si se salvan, es precisamente por estar unidas a la Iglesia Católica, al menos por un deseo implícito de pertenencia.

Hay, pues, una unión de fe y caridad con estas personas, pero esta comunión sobrenatural sólo puede darse porque existe también un verdadero deseo de comunión externa y de pertenencia a la Iglesia Católica. Nadie puede salvarse sin al menos el deseo de la pertenencia externa a la Iglesia Católica.

Si es verdad que la Iglesia Católica puede tener comunión con los no católicos, debe entenderse así: éstos no son miembros de la Iglesia Católica de hecho, pero desean verdaderamente serlo.

Pero la Iglesia Católica no tiene comunión con personas que no tienen ninguna relación de pertenencia, ni siquiera el deseo de serlo. La Iglesia Católica no tiene comunión con quien rechaza positivamente la pertenencia a la Iglesia Católica.

43. ¿Puede haber comunión entre la Iglesia Católica y las iglesias y comunidades no católicas?

Hay una diferencia esencial entre los individuos y las iglesias organizadas.

Los individuos pueden estar en ignorancia invencible y por lo tanto pueden ser excusados de la pertenencia y salvarse por un deseo implícito de pertenencia a la Iglesia Católica. Esto es cierto porque en su vida moral los individuos están obligados a seguir su conciencia (bien informada), que es una norma subjetiva que pretende aplicar la ley objetiva de la moralidad a las circunstancias individuales. Sin embargo, esta norma subjetiva de moralidad a menudo se equivoca sobre cuál es la ley objetiva de moralidad que debe seguirse. La mayoría de las veces este error es imputable al individuo, que fue negligente o responsable de alguna manera por no haber descubierto la verdad. Pero también sucede que una persona puede ser excusada por ignorancia invencible: uno fue incapaz de conocer la verdad a causa de obstáculos totalmente independientes de su voluntad. En ese caso, no sería responsable, moralmente hablando, de algo de lo que no tiene ninguna responsabilidad.

No se puede decir lo mismo de las sociedades religiosas. Las sociedades religiosas son algo muy objetivo: ¿es esta iglesia la Iglesia que instituyó Cristo? Esta pregunta espera una respuesta afirmativa o negativa. Es algo objetivo, independiente de la posible buena fe de sus miembros.

Objetivamente, una iglesia no católica está separada de la Iglesia Católica. Hemos dicho que nadie puede salvarse por un rechazo positivo a pertenecer a la Iglesia Católica. Pero, precisamente, una Iglesia no católica es en su esencia la encarnación del rechazo de la pertenencia a la Iglesia Católica.

Por lo tanto, no se puede aplicar a las iglesias no católicas la posibilidad de un deseo implícito de una persona de hacerse católica.

Tal persona será excusada de estar en una falsa iglesia de la misma manera que uno puede ser excusado del pecado: por ignorancia e inadvertencia. En otras palabras, la adhesión al pecado o a una falsa iglesia era sólo material.

Obviamente, esto no puede decirse de la falsa iglesia en sí. Es algo objetivo, y es una organización objetiva que rechaza ser católico.

Las falsas iglesias no son la Iglesia de Cristo, y no tienen comunión con ella, del mismo modo que un dios falso no es el Dios verdadero y no tiene «elementos de comunión» con Él, del mismo modo que la ramera y la amante adúltera no es la esposa legítima, por mucho que se le parezca.

44. La Teoría de la Rama fue precursora de la nueva eclesiología de comunión.

El esfuerzo por encontrar una forma de integrar teológicamente de algún modo a las falsas iglesias en la Iglesia de Cristo no es nuevo. Se han hecho muchos intentos, y siempre han sido condenados por la Iglesia. De ellos, el sistema de la «Teoría de la Rama», aunque no es perfectamente idéntico a la doctrina del Vaticano II, es ciertamente uno de sus precursores más próximos. Por lo tanto, vale la pena explicar este error, y por qué fue condenado, para luego entender cómo, a pesar de alguna diferencia, la eclesiología de comunión propuesta por el Vaticano II debe ser igualmente rechazada por los católicos, ya que propone el mismo error esencial, sólo que con un revestimiento ligeramente diferente.

La Teoría de la Rama fue un sistema propuesto por los anglicanos en el siglo XIX, que sostenía que la «Iglesia Universal» constaba de tres Ramas: la católica romana, la ortodoxa y la anglicana. Aunque no están en comunión entre sí, son, sin embargo, parte de la «Iglesia Universal». Estos anglicanos identifican la «Iglesia Universal» con el Cuerpo Místico de Cristo, que, como tal, no tiene régimen visible, y por lo tanto no tiene cabeza visible. Con lo cual no identificarán a ninguna «Iglesia» existente exclusivamente con el Cuerpo Místico o «Iglesia Universal».

Comentando este error, el Cardenal Mazzella cita a un anglicano llamado Litton, que suena igual que el Vaticano II:

«Las Iglesias particulares, separadas en algunos aspectos, son una por la común relación con la única y verdadera Iglesia, es decir, con el Cuerpo Místico de Cristo, y por su conexión con él»[100].

Según el Cardenal, dicen que la unidad de gobierno de la Iglesia Católica es mejor, y posiblemente incluso entra dentro del precepto, pero no es en absoluto esencial, y por lo tanto puede faltar, sin perjuicio de ser la Iglesia. Cuando se produce el cisma dentro de esta «Iglesia Universal», es decir, cuando una Iglesia se separa de otra, como en el caso de los ortodoxos y anglicanos con respecto a la Iglesia Católica Romana, la separación no es total y perfecta, ni siquiera es una separación de la Iglesia Católica Romana en cuanto verdadera, sino sólo en cuanto corrompida en el terreno de la fe o la moral. Por lo tanto, sigue existiendo, según esta teoría, una comunión esencial en aquellas cosas que son verdaderas y rectas, mientras que la comunión es rechazada en el ámbito de la doctrina errónea, en el culto supersticioso o en el gobierno tiránico.

45. Nota al margen de la comparación entre la posición R&R y la Teoría de la Rama.

Entre paréntesis, esta idea protestante de estar en comunión con lo que está bien, y no estar en comunión con lo que está mal, es exactamente la posición de la Sociedad de San Pío X con respecto al Vaticano II y a los «Papas del Vaticano II». Por lo tanto, aceptan ciertas doctrinas y disciplinas de la Nueva Religión, mientras que rechazan otras. Están en comunión con el «Papa» cuando habla como católico, y no lo están cuando habla como no católico.

46. Condena de la teoría de la Rama por parte de la Iglesia.

En 1857 se fundó en Londres una sociedad llamada Asociación para la Promoción de la Unión de la Cristiandad. En 1864, el Santo Oficio emitió una carta prohibiendo a los católicos participar en ella. En la carta, el Cardenal Patrizi mencionaba que los miembros del grupo estaban llamados a rezar y ofrecer «misas» con la intención de que las tres «mencionadas comuniones cristianas, puesto que, según se supone, todas juntas constituyen ya la Iglesia Católica, se reúnan por fin un día para formar un solo cuerpo»[101].

Abrumados de dolor por el golpe, 198 teólogos anglicanos escribieron al Cardenal Patrizi pidiéndole que recapacitara, diciendo que no pedían otra cosa a Dios que aquella «intercomunión ecuménica que existía antes del cisma de Oriente y Occidente». Su Eminencia respondió el 8 de noviembre de 1865:

«La Sagrada Congregación lamenta vehementemente que se os ocurra pensar que esos grupos cristianos son partes de la verdadera Iglesia de Jesucristo, que se jactan de tener la herencia de un sacerdocio y el nombre de católicos, aunque estén separados de la Sede Apostólica de Pedro. Nada más contrario a la verdadera noción de Iglesia Católica. Pues la Iglesia Católica… es la que está fundada en Pedro y que forma un solo cuerpo unido y compactado por la unidad de la fe y de la caridad»[102].

Esta misma condena fue incluida en el esquema sobre la Iglesia (escrito por Joseph Kleutgen S.J.) que fue elaborado por los Padres en el Concilio Vaticano de 1870:

«Si alguno dijere que todas o algunas de las sectas que disienten de la Iglesia Romana componen con ella la Iglesia universal de Cristo, sea anatema»[103].

Este canon nunca fue votado debido a la guerra franco-prusiana y a la invasión de Garibaldi. Sin embargo, refleja la fe universal de la Iglesia de la época, ya que este punto no fue objeto de ninguna discusión entre los católicos.

47. Lo que tienen en común la Teoría de la Rama y la «teología de la comunión» del Vaticano II.

Ambos sistemas encarnan los mismos errores fundamentales:

(1) La Iglesia universal de Cristo, su Cuerpo Místico, de alguna manera no se identifica perfecta y exclusivamente con la Iglesia Católica, sino que puede estar presente de alguna manera fuera de ella.

(2) Las otras Iglesias están de alguna manera en comunión parcial con la Iglesia Católica.

Ambas teorías coinciden en estos principios, aunque difieren ligeramente a la hora de explicar este «de alguna manera», es decir, cómo sucede realmente. Es importante entender que ambos principios son heréticos en sí mismos, independientemente de cómo se entienda el «de alguna manera».

Ambos principios fueron condenados y rechazados en la condena de la Teoría de la Rama. La Carta del Santo Oficio denuncia esta nueva teoría como muy peligrosa y perniciosa:

«Esta novedad es tanto más peligrosa cuanto que se presenta bajo apariencias de piedad y de ansiosa solicitud por la unidad de la sociedad cristiana. El fundamento sobre el que se construye es tal que destruye de un golpe la divina constitución de la Iglesia».

La Carta condena a continuación el primer principio que hemos enumerado, a saber, que la Iglesia de Cristo no se identifica exacta y exclusivamente con la Iglesia Católica Romana:

«Toda ella, en efecto, consiste en suponer que la verdadera Iglesia de Jesucristo conste en parte por la Iglesia Romana difundida y propagada por todo el orbe, en parte por el cisma de Focio y de la herejía anglicana, para las que, al igual que para la Iglesia Romana, hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo».

De nuevo concedemos que esta «partición» y «composición» no es entendida por el Vaticano II de la misma manera que la Teoría de la Rama, pero, tal como pronto explicaremos, la partición y composición están presentes en ambos errores. La Carta obviamente rechaza cualquier idea de comunión o presencia parcial de la Iglesia de Cristo en falsas iglesias:

«No hay más Iglesia Católica que ésta que, edificada sobre Pedro solo, se levanta como un cuerpo compacto, unido por los lazos de la fe y de la caridad. Esto es lo que San Cipriano profesó con toda sinceridad cuando se dirigió en estos términos al Papa Cornelio: “Para que nuestros colegas prueben firmemente y se adhieran a ti y a tu comunión, que es la unidad, así como la caridad de la Iglesia Católica”».

Evidentemente, el Santo Oficio no está muy impresionado con el reconocimiento de «elementos de verdad» que tienen un «significado salvífico» en las falsas iglesias:

«Otra razón para que los fieles deben permanecer fuera de la Sociedad de Londres se encuentra en el hecho de que sus miembros favorecen el indiferentismo y son causa de escándalo. Esta Sociedad, o al menos sus fundadores y directores, profesan que el focianismo y el anglicanismo son dos formas de la verdadera religión cristiana en las que es posible agradar a Dios, como en la Iglesia Católica; que, si estas diferentes comuniones cristianas son presa de disensiones, no es pérdida para la fe, pues la fe sigue siendo una y la misma para todas las comuniones. Pero esto es el colmo del más pernicioso indiferentismo en materia religiosa, que en nuestros tiempos sobre todo va en aumento, con gran daño de las almas».

Es evidente que los principios en que se basan tanto la Teoría de la Rama como la «teología de la comunión» del Vaticano II son ajenos a la Fe católica y «destruyen de un golpe la divina constitución de la Iglesia».

48. ¿En qué se diferencian la Teoría de la Rama y la «teología de la comunión» del Vaticano II?

En aras de la precisión, y para que la comparación que establecemos entre el Vaticano II y la Teoría de la Rama no sea gratuitamente rechazada bajo el pretexto de que existe una diferencia entre ambos sistemas, señalaremos con precisión sus diferencias. Una vez establecidas las diferencias, el hecho de que estos errores son equivalentemente heréticos será tanto más evidente y llamativo para el lector.

Ambos sistemas admiten que la Iglesia de Cristo, el Cuerpo Místico de Cristo, está de alguna manera presente en otras iglesias distintas de la Iglesia Católica.

Este «de alguna manera», en la Teoría de la Rama, se asemeja a una composición física, mientras que en el sistema del Vaticano II se asemeja a una composición metafísica. Expliquémonos.

49. La Teoría de la Rama establece una especie de composición física en el Cuerpo Místico de Cristo.

Obviamente, estos conceptos deben entenderse analógicamente. Una sociedad se asemeja a un cuerpo, pero no es un cuerpo humano real. El tipo de división y composición utilizado en la Teoría de la Rama puede compararse, por analogía, a lo que es una composición física en un hombre.

Así, en la Teoría de la Rama, los Anglicanos, los Católicos y los Focianos, son tres ramas del mismo árbol, o miembros del mismo Cuerpo Místico. El alma de este cuerpo es común a todos ellos. Así también en el cuerpo humano hay una composición física de varios órganos, aunque el alma se encuentra en todos los miembros del cuerpo.

50. La «teología de la comunión» del Vaticano II establece una especie de composición metafísica en el Cuerpo Místico de Cristo.

En este sistema, las diferentes iglesias no son partes integrantes del mismo cuerpo, como en la Teoría de la Rama.

Más bien, se nos dice, la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia Católica, pero no en las otras Iglesias. En las otras Iglesias está presente sólo parcialmente, por participación:

«Por eso, también en estas Iglesias está presente y operante la Iglesia de Cristo, si bien falte la plena comunión con la Iglesia Católica al rehusar la doctrina católica del Primado, que por voluntad de Dios posee y ejercita objetivamente sobre toda la Iglesia el Obispo de Roma»[104].

Este sistema convierte a la Iglesia de Cristo en una especie de forma o perfección en la que se puede participar. A esta «Iglesia de Cristo» abstracta, que puede estar presente de diferentes maneras, podríamos llamarla «eclesialidad» en aras de la simplicidad. Esta perfección de la «eclesialidad» es subsistente en la Iglesia Católica, que es, por así decirlo, la eclesialidad subsistente, mientras que las otras iglesias sólo tienen una participación de «eclesialidad»:

«Los elementos de esta Iglesia ya dada existen, juntos en su plenitud, en la Iglesia Católica y, sin esta plenitud, en las otras Comunidades»[105].

Esta idea es similar a la teoría de las ideas subsistentes de Platón: en un lugar celestial se encuentran todas las perfecciones, que sirven de modelo al mundo creado. En este mundo imaginario se encuentra el azul subsistente, por ejemplo, mientras que en la Tierra sólo se encuentra como participado. En la tierra, el azul siempre se encuentra en las cosas: se ve un coche azul, un cielo azul, un bolígrafo azul, etc. Nunca se ve el azul solo, sin que esté en algo. Esto se debe a que el azul es una perfección accidental, lo que en filosofía se denomina forma secundaria. Todos estos azules diferentes no dan el ejemplo completo y la perfección de lo que es el azul. Son sólo instancias y ejemplos de algo azul. Pero Platón tenía la teoría según la cual existía un mundo celestial en el que todas las ideas y perfecciones existían sin ser recibidas en ningún sujeto. En este mundo imaginario de Platón se encontraría el azul subsistente por sí mismo; no una «cosa azul», sino «azul» a secas. Éste sería el azul subsistente, el azul perfecto, el azul pleno. Todas las cosas azules existentes en la tierra serían imitaciones imperfectas y parciales del azul subsistente perfecto.

Por analogía, el Vaticano II establece una «eclesialidad» subsistente, que es la Iglesia Católica. Es la eclesialidad perfecta, plena, subsistente, que existe por sí sola, sin ser participada de otra cosa. Las demás iglesias tendrían sólo una eclesialidad parcial, una eclesialidad participada, en mayor o menor intensidad. La doctrina oficial habla de «esferas de pertenencia», como si se pudiera aumentar o disminuir en la perfección de la eclesialidad:

«En estos encuentros verdaderamente plenarios [léase: ecuménicos], las comunidades eclesiales de los diversos países hacen realidad el fundamental capítulo segundo de Lumen Gentium, que trata de los numerosos “ámbitos” de pertenencia a la Iglesia como Pueblo de Dios y del vínculo que existe con ella, incluso por parte de quienes todavía no forman parte de ella»[106].

La eclesialidad estaría presente en las falsas iglesias, pero no perfectamente, en su plenitud. Si se quisiera buscar la eclesialidad, se seguiría señalando a la Iglesia Católica como la única eclesialidad, de cuya plenitud participan e imitan todas las demás.

Pedimos disculpas al lector por presentar un sistema tan mitológico, pero queríamos mostrar que entendemos que el sistema del Vaticano II no está diciendo que la Iglesia de Cristo esté compuesta de partes como lo explicaría una composición física. Más bien, el sistema del Vaticano II tendría que ser categorizado como un sistema de participación metafísica en la eclesialidad; eclesialidad que puede ser más o menos intensa en las falsas iglesias, mientras que la Iglesia Católica sería la encarnación de una eclesialidad perfectamente plena e ilimitada, subsistente.

Puede sonar muy inteligente y elaborado, y los modernistas insisten mucho en el hecho de que gracias a la «teología de la comunión» han superado la teología de la membresía (que excluía claramente cualquier tipo de composición física). Pensaron que utilizando la analogía de participación metafísica podrían de alguna manera incluir a las falsas iglesias en el Cuerpo Místico y salirse con la suya.

No hace falta decir que este sistema es tan herético como la «Teoría de la Rama», ya que sigue negando la identificación exclusiva de la Iglesia de Cristo con la Iglesia Católica, y reivindica una especie de participación y presencia de la Iglesia de Cristo en las falsas iglesias.

51. El matrimonio es una imagen de la unión de Cristo y su Iglesia.

No todo puede ser participado y hallarse imperfectamente en otras cosas. Ciertamente, ser la esposa legítima no es algo que admita grados de intensidad y perfección. Una mujer o es legítima esposa o no lo es. No puede ser parcialmente esposa, a causa de «elementos de la esposa» que se encontrarían en ella.

Imaginemos a un marido diciéndole a su esposa que «no se abstiene de usarlas», es decir, a otras mujeres, porque se parecen a ella, y porque algunas de ellas incluso están vestidas con la ropa de la esposa, y adornadas con sus joyas (que le robaron a la verdadera esposa), y tienen otros muchos elementos de la esposa, que ciertamente, no carecen del precioso significado de «esposidad». Por eso, le dice, aunque es la única esposa verdadera, en la que subsiste plenamente la «esposidad», no debe pensar que fuera de ella hay un «vacío de esposidad». Además, añade, siempre que tiene una relación íntima con estas mujeres, la esposa se «hace presente» de todos modos.

Pedimos disculpas por esta analogía, que traduce las doctrinas del Vaticano II en términos de la relación entre marido y mujer. Sin embargo, por horrible que pueda parecer, el matrimonio no es más que la imagen imperfecta de la unión de Cristo y su única y verdadera Iglesia, la Iglesia Católica. Al hacer este paralelismo, hemos sido muy fieles a los conceptos de la «teología de la comunión» y no hemos exagerado nada. En cambio, la enseñanza del Vaticano II es mucho más perversa, y es una blasfemia espantosa que pretende que Cristo sería infiel a su única esposa, la Iglesia Católica Romana, y que encontraría elementos de desposorio en otras iglesias y comunidades.

San Pablo compara, en efecto, la unión del marido y la mujer con la unión de Cristo y su Iglesia. La esposa se asemeja al cuerpo del esposo, así como la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo:

«Así también los varones deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie jamás tuvo odio a su propia carne, sino que la sustenta y regala, como también Cristo a la Iglesia, puesto que somos miembros de su cuerpo. “A causa de esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se adherirá a su mujer, y los dos serán una carne”. Este misterio es grande; mas yo lo digo en orden a Cristo y a la Iglesia»[107].

Siguiendo esta analogía, el Papa León XIII hace suya la enseñanza de San Cipriano, diciendo:

«Quien se separa de la Iglesia se une a una adúltera»[108].

Lo que se deduce de documentos como la carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe es que el Vaticano II no quiso negar directamente que la Iglesia Católica es la verdadera Iglesia.

Lo que quiso cambiar en esta doctrina es la exclusividad de esta identificación de la Iglesia Católica. Es similar a un marido que pretende permanecer fiel a su esposa, asegurándole que será siempre la única esposa plenamente verdadera, mientras niega su exclusividad, y le explica cómo otras mujeres tienen elementos de «esposidad» que no puede ignorar, y que justifican sus relaciones ocasionales con ellas.

La exclusividad, en efecto, es de la esencia del sacramento del matrimonio. Y también lo es en la relación entre Cristo y la Iglesia Católica.

La exclusividad de la esposa es negada si el marido tiene muchas esposas, y la exclusividad de ser la verdadera Iglesia es negada a la Iglesia Católica de manera similar por la Teoría de la Rama.

Pero también se niega la exclusividad a la esposa si el marido encuentra elementos de la esposa en otras mujeres, con las que mantendría una comunión matrimonial parcial. Así también el Vaticano II niega a la Iglesia Católica la exclusividad absoluta de ser la única y verdadera Iglesia establecida por Cristo, y esto es una herejía que nunca subscribiremos.

52. El Vaticano II no considera la sumisión al Romano Pontífice como una necesidad absoluta para permanecer en la Iglesia de Cristo.

El Vaticano II dice, en particular, muy poco sobre la sumisión al Romano Pontífice. En lugar de ser absolutamente esencial para la salvación (Bonifacio VIII), en el sistema del Vaticano II se puede negar sin perder toda comunión con la «Iglesia de Cristo». Simplemente estaría «herida», pero ciertamente seguiría teniendo una verdadera sucesión apostólica:

«Por eso, también en estas Iglesias está presente y operante la Iglesia de Cristo, si bien falte la plena comunión con la Iglesia Católica al rehusar la doctrina católica del Primado, que por voluntad de Dios posee y ejercita objetivamente sobre toda la Iglesia el Obispo de Roma»[109].

«Esta comunión existe especialmente con las Iglesias orientales ortodoxas, las cuales, aunque separadas de la Sede de Pedro, permanecen unidas a la Iglesia Católica mediante estrechísimos vínculos, como son la sucesión apostólica y la Eucaristía válida, y merecen por eso el título de Iglesias particulares»[110].

«La Iglesia universal es por lo tanto el cuerpo de las Iglesias [es decir, de las Iglesias particulares]»[111].

Por lo tanto, está claro que las iglesias cismáticas tienen una verdadera sucesión apostólica, son verdaderas iglesias, y deben ser contadas en la universal «Iglesia de Cristo».

Gran parte de esta doctrina se justifica por la doctrina de la colegialidad. En efecto, según la doctrina católica, el Papa confiere a los obispos la jurisdicción sobre determinadas iglesias. Es así como los obispos son propiamente sucesores de los Apóstoles. Por el contrario, en el sistema del Vaticano II, los obispos son sucesores de los Apóstoles por la consagración episcopal, a la que se atribuye la triple función de enseñar, gobernar y santificar a la Iglesia.

Según la doctrina católica, la apostolicidad de los obispos depende de su relación con el Romano Pontífice, cuya sede se llama, por eso mismo, Sede Apostólica, y de la que emana la apostolicidad de la Iglesia.

Por el contrario, en el sistema del Vaticano II, la negación del primado y el rechazo de la obediencia del Romano Pontífice se consideran simplemente como una herida, y no eliminarían la sucesión apostólica.

53. La enseñanza de la Iglesia es incompatible con la «teología de la comunión» del Vaticano II.

La fe de la Iglesia es muy clara: no hay comunión alguna con las iglesias heréticas y cismáticas. La Iglesia de Cristo no se encuentra en ellas, ni siquiera un poco, y no están en la Iglesia de Cristo, ni siquiera en lo más mínimo. También está muy claro que la negación del primado y a someterse al Romano Pontífice hacen que se abandone la Iglesia por completo.

Presentemos aquí algunos ejemplos del magisterio de la Iglesia para ilustrar nuestro argumento.

«Quien abandona esta Sede [Romana] no puede esperar permanecer dentro de la Iglesia; quien come del cordero fuera de ella no tiene parte con Dios»[112].

«Cualquiera que luego fije su atención y reflexione sobre la situación en la que se encuentran las diversas sociedades religiosas, en desacuerdo entre ellas y separadas de la Iglesia Católica… tendrá que convencerse fácilmente de que, en ninguna de esas sociedades, y ni siquiera en su conjunto, se puede reconocer de ninguna manera esa única Iglesia Católica que es Cristo el Señor construido, constituido, y quería que existiera. Tampoco se puede decir que son miembros y parte de esa Iglesia mientras permanezcan visiblemente separados de la unidad católica»[113].

«Quien abandona la Cátedra de Pedro sobre la que se funda la Iglesia, se persuade falsamente de que está en la Iglesia, puesto que ya es un pecador y un cismático que levanta una cátedra contra la única Cátedra de Pedro, de la que fluyen para todos los demás los sagrados derechos de comunión»[114].

«Los fundamentos de la doctrina católica enseñan que nadie puede ser considerado obispo legítimo si no está unido por la comunión de la fe y de la caridad a la Roca sobre la que está edificada la Iglesia de Cristo, si no se adhiere al Pastor Supremo, a quien están confiadas todas las ovejas para que las apaciente, y si no está vinculado a aquel que tiene el oficio de confirmar a sus hermanos que están en el mundo»[115].

«Penetrada plenamente de estos principios, y cuidadosa de su deber, la Iglesia nada ha deseado con tanto ardor ni procurado con tanto esfuerzo como conservar del modo más perfecto la integridad de la fe. Por esto ha mirado como a rebeldes declarados y ha lanzado de su seno a todos los que no piensan como ella sobre cualquier punto de su doctrina. Los arrianos, los montanistas, los novacianos, los cuartodecimanos, los eutiquianos no abandonaron, seguramente, toda la doctrina católica, sino solamente tal o cual parte, y, sin embargo, ¿quién ignora que fueron declarados herejes y arrojados del seno de la Iglesia?»[116].

«Si [los fieles] acudieran [a las reuniones ecuménicas], estarían atribuyendo autoridad a una forma errónea de la religión cristiana, totalmente ajena a la única Iglesia de Cristo»[117].

«La unión de los cristianos no se puede fomentar de otro modo que procurando el retorno de los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo, de la cual un día desdichadamente se alejaron»[118].

«Necedad es decir que el Cuerpo Místico puede constar de miembros divididos y separados; quien, pues, no está unido con él no es miembro suyo, ni está unido con su cabeza, que es Cristo»[119].

«Nadie vive y nadie persevera, a menos que reconozca y acepte con obediencia la suprema autoridad de Pedro y de sus legítimos sucesores»[120].

«Por lo cual se apartan de la verdad divina aquellos que se forjan la Iglesia de tal manera, que no pueda ni tocarse ni verse, siendo solamente un ser neumático, como dicen, en el que muchas comunidades de cristianos, aunque separadas mutuamente en la fe, se junten, sin embargo, por un lazo invisible»[121].

«Por eso, puesto que fuera de la Iglesia Católica no hay nada sin mancha, declarando el Apóstol que “todo lo que no es de fe es pecado”, no nos asemejamos en nada a los que están divididos de la unidad del Cuerpo de Cristo; no estamos unidos en ninguna comunión»[122].

«Quien se separa de esta Sede se convierte en un extraño a la religión cristiana, pues deja de formar parte de su estructura» (San Bonifacio I, Ep. 14)[123].

54. Conclusión de esta sección.

Es evidente que la fe inmutable de la Iglesia enseña que abandonar a la Iglesia Católica es abandonar a la Iglesia de Cristo, puesto que la Iglesia de Cristo es –exclusivamente– la Iglesia Católica.

La Iglesia Católica no comparte comunión eclesiástica alguna con las falsas iglesias. En efecto, las falsas iglesias son llamadas «iglesias» por el uso del lenguaje, ya que son consideradas como una verdadera iglesia por personas engañadas, del mismo modo que los falsos dioses son llamados así porque son considerados y calificados como verdaderos dioses por personas engañadas. Pero, de la misma manera que un dios falso no tiene absolutamente nada del Dios verdadero, excepto la falsa percepción a los ojos de los hombres, así también las falsas iglesias no tienen nada de la Iglesia verdadera, excepto la falsa percepción a los ojos de los hombres. Pero ante Dios y en realidad, las falsas iglesias no son iglesia en absoluto, no tienen existencia eclesiástica alguna, no son más que una reunión de personas engañadas. Del mismo modo, un dios falso no es dios en absoluto, sino simplemente una criatura, y el hecho de que sea considerado erróneamente por algunos como un dios verdadero no les da absolutamente nada de la esencia de Dios. Todo lo contrario.

Las falsas iglesias no tienen más valor eclesiástico que los niños que deciden «jugar a la iglesia» para recrearse. No tienen más valor que un teatro o una película. Son una farsa.

Contrariamente a lo que ha enseñado la Congregación para la Doctrina de la Fe del «Novus Ordo», fuera de la Iglesia Católica sí hay un «vacío eclesial».

Pensar lo contrario contradice la solemne enseñanza del Concilio Vaticano de 1870:

«La Iglesia de Cristo es un solo rebaño bajo un solo pastor supremo. Tal es la doctrina de la verdad católica, de la que nadie puede desviarse sin menoscabo de su fe y salvación»[124].

ARTÍCULO SEXTO

LA DOCTRINA HERÉTICA DEL VATICANO II

QUE ENSEÑA QUE LAS FALSAS IGLESIAS SON MEDIOS DE SALVACIÓN

55. La enseñanza del Vaticano II.

La enseñanza del Vaticano II sobre esta cuestión se basa en los errores presentados anteriormente, y es su consecuencia lógica:

«Por consiguiente, aunque creamos que las Iglesias y comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no ha rehusado servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de la gracia y de la verdad que se confió a la Iglesia»[125].

56. Una falsa iglesia no es un medio de salvación, sino un medio de condenación.

Una falsa iglesia está separada de la Iglesia Católica. Por lo tanto, la pertenencia a una falsa iglesia excluye la pertenencia a la Iglesia Católica. Pero la pertenencia a la Iglesia Católica es necesaria para la salvación con necesidad de precepto, como hemos explicado. Hemos dicho que nadie puede salvarse por un rechazo positivo de la pertenencia a la Iglesia Católica; pero, precisamente, una iglesia no católica es, en su misma esencia, la encarnación del rechazo de la pertenencia a la Iglesia Católica.

En otras palabras, «negarse a ser miembro de la Iglesia Católica» está incluido en «ser miembro de una iglesia no Católica». De ahí que alguien que pertenezca a una falsa iglesia sólo pueda salvarse si, entre otras cosas, su adhesión es meramente material, del mismo modo que alguien será excusado de pecar si su pecado es sólo material. Es decir: no se dio cuenta de que era un pecado, de que era una falsa iglesia.

Decir que una falsa iglesia es un medio de salvación es lo mismo que decir que el adulterio es un medio de salvación. De hecho, este es el paralelismo hecho por San Cipriano, y respaldado por el Papa León XIII:

«Quien se separa de la Iglesia se une a una adúltera»[126].

Así, lejos de ser un medio de salvación, la adhesión a una falsa iglesia es lo mismo que un pecado objetivo: la persona será excusada sólo si la adhesión fue material, y la persona tiene realmente la intención de hacerse católica (por un deseo al menos implícito).

57. Comparación con el dogma «extra Ecclesiam nulla salus».

Así como la membresía es necesaria para la salvación hasta el punto de que nadie puede salvarse si no tiene al menos el deseo implícito de ser miembro de la Iglesia Católica, del mismo modo, y por la misma razón, es necesario para la salvación no ser miembro de una falsa iglesia, hasta el punto de que la pertenencia a una falsa iglesia debe ser absolutamente rechazada, si no de hecho, al menos de deseo.

Lo que el Vaticano II considera medio de salvación debe, según la doctrina católica, ser absolutamente excluido, al menos en intención, para que alguien pueda salvarse.

En efecto, en el primer artículo de este capítulo, y basándonos en la Carta del Santo Oficio de 1949, hemos explicado cómo el dogma «extra Ecclesiam nulla salus» se desarrolla en dos principios:

(1) La membresía en la Iglesia es de necesidad de precepto para la salvación.

(2) La mediación de la Iglesia Católica es de necesidad de medio para la salvación. Esto se logra mediante el deseo de unirse a la Iglesia Católica.

La carta del Santo Oficio de 1949 vincula estos dos principios de la siguiente manera:

«El Salvador no sólo dio el precepto de que todas las naciones entraran en la Iglesia [aquí está la necesidad de precepto], sino que también estableció la Iglesia como medio de salvación, sin la cual nadie puede entrar en el reino de la gloria eterna [aquí está la necesidad de medio]».

Utilizando la misma terminología, y las estrictas leyes de la lógica, podemos extraer los siguientes principios:

(1) La no-membresía en una falsa iglesia es de necesidad de precepto para la salvación.

(2) El deseo de no ser miembro de una falsa iglesia es de necesidad de medio para la salvación.

Redactado de una manera diferente, pero totalmente equivalente, podríamos presentar de nuevo los dos principios siguientes:

(1) La pertenencia a una falsa iglesia es un medio de perdición, en virtud de una necesidad de precepto.

(2) La pertenencia a una falsa iglesia es un medio de perdición, en virtud de una necesidad de medio, con la única excepción posible de la ignorancia invencible.

Esto significa que la membresía en una falsa iglesia está condenada y prohibida bajo pena de condenación eterna, y sólo puede ser excusada por ignorancia invencible. Ciertamente, nadie en su sano juicio llamaría a eso un «medio de salvación».

Además, considerar a las falsas iglesias como posibles medios de salvación es lo mismo que decir que la Iglesia Católica no es el único y exclusivo medio de salvación.

Es obvio, pues, que esta doctrina del Vaticano II contradice el dogma «extra Ecclesiam nulla salus» en el sentido auténtico que le ha dado el magisterio de la Iglesia. Y puesto que esta verdad es un dogma de fe, cualquier doctrina que la niegue, o modifique su significado, debe ser considerada como herética.

58. La enseñanza de la Iglesia es que ella es el único medio de salvación, y que las falsas iglesias son medios de condenación.

La fe de la Iglesia es muy clara: nadie puede salvarse si no es a través de la Iglesia Católica. Esto es un dogma: extra Ecclesiam nulla salus.

Presentemos aquí algunas muestras del magisterio de la Iglesia para ilustrar nuestro argumento.

«En efecto, Vos sabéis tan bien como Nosotros, Venerable Hermano, con qué constancia se esforzaron nuestros padres en inculcar este artículo de fe que estos innovadores se atreven a negar, a saber, la necesidad de la fe y la unidad católicas para obtener la salvación. Esto es lo que enseñó uno de los más famosos discípulos de los Apóstoles, San Ignacio Mártir, en su Epístola a los Filadelfos: “No os engañéis –les escribió– quien se adhiere al autor de un cisma no poseerá el reino de Dios”. San Agustín y los demás obispos de África, reunidos en 412 en el Concilio de Cirta se expresaron en los siguientes términos sobre este tema: “Quien se separa del cuerpo de la Iglesia Católica, por loable que pueda parecer su conducta, nunca gozará de la vida eterna, y la ira de Dios permanece sobre él por razón del crimen de que es culpable al vivir separado de Cristo” (Epíst. 141). Y sin citar aquí el testimonio de otros casi innumerables Padres antiguos, Nos limitaremos a citar a nuestro glorioso predecesor, San Gregorio Magno, que da testimonio explícito de que tal es la enseñanza de la Iglesia Católica sobre este punto: “La santa Iglesia universal –dice– enseña que Dios no puede ser verdaderamente adorado sino dentro de su redil: afirma que no se salvarán los que se separen de ella”[127].

«Con la ayuda de Dios, vuestro clero no tendrá nunca otra preocupación más apremiante que la de predicar la verdadera fe católica: quien no la conserve íntegra y sin error, indudablemente se perderá. Procurarán, por lo tanto, favorecer la unión con la Iglesia Católica, pues quien está separado de ella no tendrá vida eterna»[128].

«Los que quieran salvarse acudan a esta columna, a este fundamento de la verdad que es la Iglesia, acudan a la verdadera Iglesia de Cristo que, en sus Obispos y en el Romano Pontífice, cabeza suprema de todos, posee la sucesión ininterrumpida de la autoridad apostólica… Nunca escatimaremos ni Nuestros esfuerzos ni Nuestros trabajos para reconducir, por la gracia del mismo Jesucristo, al único camino de verdad y salvación, a los que están en la ignorancia y en el error»[129].

«La Iglesia Católica, porque guarda el verdadero culto, es el santuario inviolable de la fe y el templo de Dios, fuera del cual, salvo con la excusa de una ignorancia invencible, no hay esperanza de vida ni de salvación»[130].

«Y aquí, queridos Hijos nuestros y Venerables Hermanos, es menester recordar y reprender nuevamente el gravísimo error en que míseramente se hallan algunos católicos, al opinar que hombres que viven en el error y ajenos a la verdadera fe y a la unidad católica pueden llegar a la eterna salvación. Lo que ciertamente se opone en sumo grado a la doctrina católica. Notoria cosa es a Nos y a vosotros que aquellos que sufren ignorancia invencible acerca de nuestra santísima religión, que cuidadosamente guardan la ley natural y sus preceptos, esculpidos por Dios en los corazones de todos y están dispuestos a obedecer a Dios y llevan vida honesta y recta, pueden conseguir la vida eterna, por la operación de la virtud de la luz divina y de la gracia… Pero bien conocido es también el dogma católico, a saber, que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia Católica, y que los contumaces contra la autoridad y definiciones de la misma Iglesia, y los pertinazmente divididos de la unidad de la misma Iglesia y del Romano Pontífice, sucesor de Pedro, “a quien fue encomendada por el Salvador la guarda de la viña”, no pueden alcanzar la eterna salvación»[131].

«La Iglesia de Cristo es, pues, única y, además, perpetua; quien se separa de ella se aparta de la voluntad y de la orden de Jesucristo nuestro Señor, deja el camino de salvación y corre a su perdición eterna»[132].

«En consecuencia, todos los que quieren alcanzar la salvación fuera de la Iglesia, se equivocan de camino y se empeñan en un esfuerzo vano»[133].

«Y que Dios, autor y amante de la paz, en cuyo poder están los tiempos y los momentos, apresure el día en que los pueblos de Oriente vuelvan a la unidad católica y, unidos de nuevo a la Sede Apostólica, repudiando su error, entren en el puerto de la salvación eterna»[134].

«Algunos no se creen obligados por la doctrina hace pocos años expuesta en nuestra Carta Encíclica y apoyada en las fuentes de la revelación según la cual el Cuerpo Místico de Cristo y la Iglesia Católica Romana son una sola y misma cosa. Algunos reducen a una fórmula vacía la necesidad de pertenecer a la Iglesia verdadera para alcanzar la salvación eterna»[135].

Evidentemente, no hay forma posible de conciliar la doctrina del Vaticano II con la enseñanza de la Iglesia Católica. Se podría, sin embargo, intentar justificar el texto del Vaticano II diciendo que lo que realmente quiere decir es que las falsas iglesias pueden ser medios de salvación gracias a las cosas católicas que se encuentran en ellas. Debemos abordar ahora esta objeción.

59. Objeción: En estas iglesias se pueden encontrar medios de salvación, como sacramentos válidos y ciertas verdades de fe.

Al administrar los sacramentos y predicar las verdades de fe, ¿no son estas falsas iglesias medios de salvación?

60. Respuesta: Aunque es cierto que algunas falsas iglesias tienen algunos sacramentos válidos, y han mantenido ciertas verdades de fe, esto de ninguna manera convierte a las falsas iglesias en sí mismas, en cuanto iglesias, como medio de salvación.

Es importante comprender que el texto del Vaticano II no hablaba de individuos, sino de iglesias organizadas. Reproduzcamos aquí el texto original para comprender bien su alcance:

«Por consiguiente, aunque creamos que las Iglesias y comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no ha rehusado servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de la gracia y de la verdad que se confió a la Iglesia»[136].

Es evidente que las falsas Iglesias son consideradas medios de salvación en cuanto iglesias. Esto es obvio puesto que es en cuanto iglesias que se dice que «no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación»; esto es así porque las falsas iglesias, en cuanto iglesias, «derivan su virtud de la misma plenitud de la gracia y de la verdad que se confió a la Iglesia».

Ya hemos explicado cómo, según el Vaticano II, la plenitud de la Iglesia Católica es una especie de «eclesialidad» subsistente de la Iglesia de Cristo, de la que deriva la participación metafísica de la «eclesialidad» en las falsas iglesias. Esta doctrina es absolutamente inaceptable. La redacción del documento es muy clara, es en la medida en que son iglesias que las falsas iglesias tienen algún «significado» de «salvación», y tienen de hecho la «eficacia» de los medios de salvación. Se dice que esta eficacia proviene de la plenitud de la Iglesia Católica, lo concedemos, pero esta consideración no salva nada, del mismo modo que decir que la «esposidad» que un marido adúltero encuentra en una ramera proviene de la plenitud de la esposa no le excusará en absoluto, sino que sólo añadirá el insulto de la esposa al adulterio.

Ahora bien, el hecho de que en las falsas iglesias puedan encontrarse a veces sacramentos válidos y ciertas verdades de fe, no las convierte en medios de salvación en cuanto iglesias. Es necesario explicar esto paso a paso.

61. Los individuos pueden ser instrumentos de salvación.

Si bien es cierto que un individuo puede ser el instrumento de la salvación de alguien, la persona sigue siendo salvada por los medios de la Iglesia Católica, y no por los medios de la falsa iglesia.

Es posible que un bebé sea bautizado por un miembro de una falsa iglesia, y muera poco después. Dado que nunca adhirió a los errores de la secta en la que fue bautizado, se salva en virtud del bautismo. Sin embargo, el bautismo administrado a un bebé no le convierte en miembro de la falsa iglesia en la que es bautizado (en contra de lo que enseña el magisterio del Vaticano II, hay que decirlo). Por el contrario, tales bebés son considerados por la ley de la Iglesia como católicos, como miembros de la Iglesia Católica. Cuando alcanzan el uso de razón, pueden renunciar a su pertenencia a la Iglesia Católica adhiriéndose a su falsa iglesia. Si permanecen en una falsa iglesia, entonces se presume por ley que han adherido sinceramente a ella, y ya no se cuentan entre los miembros de la Iglesia Católica, incluso si por hipótesis está en ignorancia invencible. Tal persona podría unirse ahora a la Iglesia Católica sólo por deseo, tal como hemos explicado.

Del mismo modo, es posible, incluso para un hereje, ser de alguna manera instrumental en la salvación de alguien predicando ciertas verdades de fe. Es posible que esa persona sea llevada a encontrar la verdadera Iglesia y se haga católica, por ejemplo. También es posible que alguien en una falsa iglesia tenga la verdadera virtud de la fe, a pesar de la ignorancia de ciertas verdades, y esté en estado de gracia, e implícitamente desee ser miembro de la verdadera Iglesia de Cristo, que es la Iglesia Católica. Por hipótesis, tal persona podría salvarse, si está en invencible ignorancia de la verdadera Iglesia, y observa la ley moral según su leal saber y entender.

62. Las falsas iglesias no son medios de salvación.

Ya hemos explicado que las personas que están en falsas iglesias, pero en ignorancia invencible, y observan la ley moral, sólo se salvan por medio de la Iglesia Católica, ya que estaban unidas a ella por un deseo al menos implícito.

Ahora bien, podría señalarse que la persona que bautizó al bebé lo hizo porque estaba observando la ley de su iglesia. Del mismo modo, el predicador que enseñó las verdades de fe y contribuyó a la conversión de alguien, lo hizo a causa de la misión que le había encomendado su falsa iglesia. ¿No deberíamos decir, pues, que las falsas iglesias son, al menos en este sentido, medios de salvación?

La respuesta es un no rotundo, y por dos razones:

En primer lugar, como hemos explicado anteriormente, las falsas iglesias no son iglesias en absoluto. No existen en cuanto iglesias. No son más que un grupo de personas que deciden arbitrariamente qué hacer. Si hay que dar algún crédito por la salvación de alguien, entonces hay que dárselo a los individuos, no a las falsas iglesias en cuanto tales, ya que en este sentido ni siquiera existen.

En segundo lugar, estos grupos organizados, en cuanto organización, no pueden considerarse nunca como causa de la salvación de nadie. A lo sumo son la ocasión de la salvación. Más aún, podemos añadir que, en la medida en que son iglesias, alguien se salva a pesar de ellas. Expliquémonos.

La causa de algo es lo que produce esa cosa como efecto propio. Así, una causa de salvación produce propiamente la salvación. Esto debe distinguirse de una ocasión, que no produce por sí misma el efecto, pero podría haber motivado, de alguna manera, la causa propia para producir su efecto.

Por ejemplo, el pecado original ha sido la ocasión de la Encarnación del Verbo de Dios, y de la Redención. Según muchos teólogos, Cristo no se habría hecho hombre si Adán no hubiera cometido el pecado original. Ciertamente, la Encarnación y la Redención son dones inestimables de Dios, pero eso es lo que son, dones procedentes de la misericordia y bondad de Dios. El pecado de Adán fue la ocasión de tal misericordia, pero sería erróneo llamar al pecado original la causa de la Encarnación. Así, pues, debemos nuestra gratitud por la Encarnación sólo a Dios, y no al pecado de Adán.

De ahí que las herejías hayan sido muchas veces ocasión de grandes pronunciamientos doctrinales por parte del magisterio de la Iglesia. Nadie en su sano juicio daría crédito a los herejes por la gracia de una clara exposición de la Fe. Si fuera por los herejes, nunca habría tal exposición de la Fe. Es gracias a que la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, no pudo ser pervertida por sus errores que la Fe fue definida contra ellos.

Que la adhesión a una falsa iglesia fue la ocasión por la cual los herejes bautizaron a su bebé, podemos concederlo. Que la adhesión a una falsa iglesia fue la ocasión por la cual los herejes predicaron ciertas verdades de fe, por cuya predicación uno podría convertirse y tener la verdadera virtud de la fe, también podríamos concederlo. Pero en estos casos los individuos eran la causa instrumental del bautismo o del conocimiento de la verdadera fe. La adhesión a una falsa iglesia era meramente la ocasión que hacía que el ministro herético bautizara o predicara. Las falsas iglesias, en cuanto iglesias, no son causa de salvación alguna.

La noción de causa implica un cierto flujo del ser, de la causa a su efecto. El calor, por ejemplo, se transmite al agua que hierve en el fuego. La gracia se transmite al alma por la administración de los sacramentos. Los sacramentos son la causa de la gracia, la producen; la gracia fluye de ellos. Sería obviamente erróneo, e incluso blasfemo, decir que el pecado de Adán es la causa de la gracia recibida de los sacramentos. El pecado de Adán fue la ocasión de la Redención y de la institución de los siete sacramentos, pero no se puede decir que fueron causados por el pecado de Adán, como si brotara de él.

Ahora bien, cuando se habla de «medios de salvación» se refiere naturalmente a una causa de salvación, y no meramente a una ocasión. Que el Vaticano II se refiere realmente a las falsas iglesias como causa de salvación se confirma además por el hecho de que se les concede «eficacia», «significación» e «importancia» en el misterio de la salvación.

De ahí que el Vaticano II considere a las falsas iglesias como produciendo alguna causa de salvación, y esto es totalmente inaceptable.

En realidad, las falsas iglesias son, en sí mismas, causa de condenación, ya que si uno se adhiere a ellas sinceramente, es conducido infaliblemente a la condenación. Para salvarse hay que rechazar de hecho la adhesión a ellas, al menos de manera implícita.

63. La gracia guarda siempre alguna relación con la verdadera Iglesia de Cristo.

La gracia nunca se da a causa de una falsa iglesia, sino que, por el contrario, siempre tiene alguna referencia a la Iglesia Católica. Esto lo explica muy bien el Cardenal Franzelin:

«Así como las gracias se conceden fuera de la Iglesia para formar miembros de la Iglesia, si los hombres quieren cooperar con ellas, así también puede decirse con toda verdad que todas estas gracias se dan con vistas a la Iglesia. Quien, pues, es llevado a la fe y a la caridad fuera del cuerpo de la Iglesia, y parece así poder salvarse fuera de la Iglesia, llega realmente a estas disposiciones sobrenaturales, y por consiguiente a la justificación y a la salvación, sólo por la palabra de la Iglesia, como guardiana del depósito, y por la gracia de la Iglesia. La Iglesia no es simplemente la dispensadora de estas gracias, sino más bien el fin próximo para el cual y en vista del cual estas gracias son otorgadas por Dios»[137].

Si todas y cada una de las gracias se conceden siempre a través del medio único de la Iglesia Católica, con mayor razón toda salvación se concede siempre a través de la Iglesia Católica como medio único de salvación.

64. El Papa León XIII habla de la administración de sacramentos válidos fuera de la Iglesia.

La enseñanza del Papa León XIII es muy esclarecedora sobre esta cuestión. Discute el caso de la Petite Eglise, que era una secta cismática que originalmente tenía sacerdotes válidos, y que más tarde se constituyó sólo por laicos. El Papa León XIII es muy explícito al negar la eficacia salvífica de los sacramentos de la Iglesia Católica utilizados en falsas iglesias:

«De esto se sigue también que no pueden prometerse a sí mismos ninguna de las gracias y frutos del sacrificio perpetuo y de los sacramentos que, aunque se administren sacrílegamente, son sin embargo válidos y sirven en alguna medida a esa forma y apariencia de piedad que menciona San Pablo (I Cor. XIII, 3) y de la que habla más extensamente San Agustín: “Puede darse la forma visible del sarmiento aun fuera de la parra, pero la vida invisible no puede tener raíces sino en la parra. Así, los ritos sagrados visibles, que poseen y celebran también los que se han separado de la unidad del Cuerpo de Cristo, pueden mostrar una forma externa de piedad; pero la eficacia de la piedad invisible y espiritual no puede darse en ellos, como la sensación ya no acompaña al órgano humano cuando ha sido amputado del cuerpo” (Serm. LXXI, in Matth., 32). Pero como ya no tienen sacramentos, a excepción del bautismo, que confieren, según se dice, sin ceremonias a los niños; bautismo fecundo para éstos, con tal de que una vez alcanzada la edad de la razón no abracen el cisma; pero mortal para quienes lo administran, pues al conferirlo actúan voluntariamente en el cisma»[138].

Santo Tomás enseña de manera similar:

«En las oraciones de la misa el sacerdote habla en nombre de la Iglesia, a la que está unido. Pero en la consagración del sacramento habla en nombre del mismo Cristo, de quien es vicario por la potestad del orden. Por lo tanto, si el sacerdote separado de la unidad de la Iglesia celebra la misa, puesto que no pierde la potestad del orden, consagra el verdadero cuerpo y sangre de Cristo, pero, por estar separado de la unidad de la Iglesia, sus oraciones no tienen eficacia»[139].

65. Conclusión sobre esta sección.

La enseñanza de la Iglesia es clara: no cabe esperar salvación alguna de las falsas Iglesias. De hecho, hemos demostrado que puede decirse que las falsas iglesias son un medio necesario de condenación, hasta tal punto de que (al menos) el deseo de desprenderse de ellas es positivamente necesario para salvarse.

La adhesión a una falsa iglesia es una profesión de que la Iglesia Católica no es la verdadera Iglesia de Cristo, y equivale a un repudio de la Fe Católica, según la solemne enseñanza del Concilio Vaticano de 1870:

«La Iglesia de Cristo es un solo rebaño bajo un solo Pastor Supremo mediante la conservación de la unidad tanto de comunión como de profesión de la misma fe con el Romano Pontífice. Esta es la enseñanza de la verdad católica, de la que nadie puede apartarse sin pérdida de la fe y de la salvación»[140].

ARTÍCULO SÉPTIMO

¿A DÓNDE CONDUCE LA NUEVA ECLESIOLOGÍA?

66. Que el árbol no nos impida ver el bosque.

Cuando se les pregunta por los motivos de su rechazo del Vaticano II, muchos católicos llamados «tradicionales» enumerarán a menudo una serie de cambios doctrinales muy significativos como la colegialidad, la salvación fuera de la Iglesia, el ecumenismo y la libertad religiosa. Muchos aludirán también al hecho de que el Vaticano II, en su conjunto, está impregnado de una mentalidad modernista. Esto es absolutamente cierto. Sin embargo, como a menudo se afirma de manera vaga, nos gustaría ofrecer aquí un ejemplo de esa «mentalidad modernista» en la eclesiología.

En efecto, quienes defienden el Vaticano II se centran a menudo exclusivamente en algunos pasajes y citas del Vaticano II, y hacen todo lo posible por darle un giro tradicional. A menudo esto es imposible, pero el apologista del Vaticano II no suele ver el bosque al ver los árboles. Centrados como están en unas pocas palabras de un documento, no se dan cuenta de que todo el Vaticano II está impregnado de modernismo. Rechazan este hecho como un ataque vago y gratuito. Se empeñan en reconciliar el Vaticano II con la doctrina católica, pero generalmente admiten dificultades y ambigüedades en ciertas fórmulas del Vaticano II, que no pueden comprender realmente. No captan la profundidad del cambio doctrinal operado por el Vaticano II porque no están suficientemente familiarizados con el modernismo y la nueva teología desarrollada antes del Vaticano II. Todos los pasajes que resultan obscuros y difíciles para un católico que intenta reconciliarlos con la doctrina católica se vuelven repentinamente claros cuando uno está familiarizado con los escritos de Congar, Ratzinger, De Lubac, Rahner y otras inspiraciones teológicas del Concilio. En efecto, los textos del Concilio no deben ser torcidos por comentaristas no aprobados que intentan hacerlos concordar con la fe católica (lo que de todos modos no funciona). En lugar de eso, deberíamos fijarnos en el significado pretendido por los Padres del Concilio, en la interpretación auténtica dada por el magisterio del «Novus Ordo», en la aplicación práctica hecha por los «Papas del Vaticano II» de estos textos, y en la interpretación dada por teólogos aprobados y alabados por el magisterio. Una vez hecho esto, el significado del Vaticano II deja de ser obscuro y ambiguo. Pero no es la fe católica.

Nos esforzaremos en mostrar cómo el modernismo ha impregnado la nueva eclesiología del Vaticano II, y cómo este análisis nos ayuda a comprender por qué el Vaticano II hizo los cambios doctrinales que hizo.

67. La Nouvelle Théologie conduce de nuevo al modernismo.

Al preguntarnos adónde conduce la nueva eclesiología, copiábamos el título de un artículo escrito por el P. Réginald Garrigou-Lagrange O.P. en 1946, y publicado en la revista Angelicum de la Pontificia Universidad Santo Tomás de Aquino, en Roma, titulado La nouvelle théologie où va-t-elle?[141], es decir, ¿Adónde va la nueva teología? La respuesta del eminente teólogo fue que la Nouvelle Théologie conducía de nuevo al modernismo condenado por San Pío X a principios de siglo.

Esto se debió principalmente a su relativización de la verdad y de las fórmulas dogmáticas. En efecto, la nueva teología que apareció en los años 40 y 50 era una teología que abandonaba la escolástica y adoptaba los valores y filosofías del mundo moderno como sistema operativo de la teología. En consecuencia, estos teólogos consideraron que las definiciones dogmáticas de la Iglesia, aunque verdaderas, son relativas a la filosofía de la época. Afirmando que los misterios de la fe nunca pueden expresarse adecuadamente con palabras, sostenían que las fórmulas dogmáticas son sólo intentos de expresar parcialmente dichos misterios en un momento dado de la historia. De ahí que las fórmulas dogmáticas puedan ser a veces opuestas y contradictorias, en la medida en que muestran y expresan diferentes aspectos de un misterio que no puede expresarse adecuadamente con palabras, y que se comprende en diferentes nociones filosóficas a lo largo del tiempo.

La Nouvelle Théologie destruye los fundamentos de la fe, ya que niega lógicamente tanto la posibilidad del creyente de conocer verdaderamente los misterios de la fe, como la capacidad de la Iglesia de definirlos adecuadamente y con absoluta certeza. Los dogmas se convierten en vagas expresiones de la religión, que fluctúan y cambian con el tiempo, mientras que la experiencia religiosa central expresada en estas cambiantes fórmulas dogmáticas es lo único que importa.

En este sistema, la idea misma de símbolos de fe, definiciones dogmáticas y condena de la herejía se vuelve absurda. Ya podemos percibir cómo alguien imbuido de esta mentalidad no querría que un concilio general definiera verdades de fe por medio de la promulgación de nuevos dogmas y anatemas, sino que más bien querría que dicho concilio expresara la fe, no dogmáticamente, sino de un modo adaptado al «hombre moderno», adecuado a la fenomenología, agnosticismo e indiferentismo modernos. La «naturaleza pastoral» del Vaticano II es ya, en ese sentido, un signo seguro de modernismo, tal como hemos explicado en su capítulo correspondiente.

El ecumenismo se ve impulsado por la Nouvelle Théologie, ya que, lógicamente, hay que reconocer que la misma experiencia de fe puede ser vivida de forma diferente por distintas personas, y expresada de forma diferente por distintas iglesias. De ello se deduce que habría que tener en cuenta el punto de vista de los no católicos, que de hecho es ahora parte obligatoria de la formación teológica en el «Novus Ordo». Incluso habría que dar la bienvenida a este «enriquecimiento» y reconocer que los misterios de la fe podrían entenderse o vivirse mejor en comunidades religiosas no católicas. De nuevo, esto se admite e impone de hecho en los directorios ecuménicos oficiales, como veremos en su capítulo correspondiente.

68. La inmutabilidad del dogma y de las fórmulas dogmáticas.

Se puede decir con verdad que el corazón de la lucha teológica contra esta segunda ola de modernismo llamada Nouvelle Théologie, que prevaleció en el Vaticano II, fue, bajo el reinado del Papa Pío XII, sobre la inmutabilidad de las fórmulas dogmáticas. El mismo Papa Pío XII era consciente de ello, y lo denunció en diversas ocasiones, como en una alocución del 17 de septiembre de 1946:

«Pero que nadie perturbe ni cambie lo que es inmutable. Mucho se ha dicho, pero no lo suficiente, después de la debida consideración, sobre la “Nueva Teología”, la cual, puesto que todas las cosas están siempre evolucionando, evoluciona junto con ellas, buscando siempre, y nunca alcanzando su meta. Si hubiera que abrazar tal opinión, ¿qué sería de los dogmas católicos, que nunca deben cambiar? ¿Qué sería de la unidad y estabilidad de la fe?»[142].

La Nouvelle Théologie sostenía que las nociones en las que se expresan los dogmas de fe, por ejemplo, la noción de «transubstanciación» o las nociones de «persona», «naturaleza» u otros conceptos filosóficos como «materia» y «forma», son ajenas a la Revelación Divina, y que, aunque la fe se exprese a través de ellas en algún momento, pueden ser abandonadas en favor de otras nuevas, que serían más adecuadas para el hombre moderno[143].

Como hemos aludido, el teólogo dominico Garrigou-Lagrange combatió valientemente este asalto a la fe católica. Publicó muchos escritos refutando a los nuevos teólogos y defendiendo la inmutabilidad absoluta de la fe y de las expresiones dogmáticas de la fe[144].

El teólogo estadounidense Mons. Fenton también observó el desarrollo de estas nuevas ideas y las denunció con razón:

«La creencia de que los términos técnicos, aunque no totalmente ajenos al depósito original de la revelación, son principalmente expresiones de conceptos asimilados al cuerpo de la doctrina cristiana para servir como instrumentos “contingentes” en la propuesta y defensa de esa doctrina, ha atraído cierta notoriedad en nuestros días…

Los partidarios de este punto de vista sostienen que estos conceptos filosóficos siguen siendo “contingentes”, incluso después de haber sido integrados en las fórmulas dogmáticas de la Iglesia. De ahí que crean que el progreso de la teología sagrada en nuestro tiempo debe implicar el abandono de aquellos conceptos que han dejado de ser “vitales”, y la substitución de estas nociones por otras más acordes con el pensamiento moderno»[145].

Mons. Fenton explica en qué consiste el error fundamental de este sistema:

«La afirmación de que estas nuevas expresiones técnicas, tal como se sitúan en el tejido de la doctrina cristiana, expresan en realidad ideas objetivamente ajenas al contenido original de la revelación pública divina, lleva consigo la consecuencia totalmente inaceptable de que la enseñanza de la Iglesia, en un momento dado de su historia, no es real y objetivamente confiada a la Iglesia por Nuestro Señor»[146].

En otras palabras, al definir los dogmas, la Iglesia no estaría imponiendo una exposición adecuada de los misterios de la fe, sino simplemente una expresión imperfecta, ligada al tiempo y al lugar, cuya expresión podría ser abandonada más tarde en favor de nuevos conceptos. Esto es absolutamente inaceptable ya que niega la posibilidad misma de las definiciones dogmáticas y de un plumazo ataca todas las definiciones dogmáticas de la Iglesia. Si el misterio de la Presencia Real de la Sagrada Eucaristía, por ejemplo, definido por el Concilio de Trento con la noción de transubstanciación, tuviera que ser expresado en adelante con nociones diferentes, entonces la definición del Concilio de Trento ha perdido todo su valor, y ya no es verdadera. Pero si ya no es verdadera, entonces nunca lo fue como norma objetiva y absoluta de fe.

Este sistema destruye la verdad objetiva y absoluta de todos los credos de fe y fórmulas dogmáticas, y pide que sean reevaluados. Por el contrario, la noción católica de evolución del dogma es que, aunque nunca cambian, la Iglesia los define cada vez con mayor precisión y exactitud. Las viejas fórmulas definidas por concilios anteriores nunca dejan de ser pertinentes, pero es cierto que la doctrina de la Iglesia se hace cada vez más precisa con el paso del tiempo.

«El resultado [del progreso de la teología] no es ni puede ser una adición de conceptos objetivamente distintos de los anteriormente contenidos en la enseñanza católica, sino una captación más perfecta de los antiguos conceptos y una expresión exacta de los mismos en términos de nuestros días»[147].

69. ¿Es posible mantener la enseñanza de los concilios ecuménicos abandonando las nociones consagradas por ellos en favor de otras nuevas que se consideran «equivalentes»?

La respuesta es negativa. Las nociones definidas en los concilios no son modelos e hipótesis provisionales, como la de Ptolomeo en astronomía. Tal hipótesis no se propone como absolutamente verdadera, objetivamente, sino sólo como modelo, es decir, como medio que da cuenta de los fenómenos observables de las estrellas y los planetas. Una vez que se demuestra que esta clase de hipótesis es falsa, se abandona en favor de otro modelo. Es posible, en las ciencias experimentales, que modelos diferentes den cuenta de fenómenos diferentes, completándose, de esta manera, mutuamente. Santo Tomás dice:

«En astronomía, establecidos los excéntricos y los epiciclos, son explicables las manifestaciones del movimiento en el firmamento. Sin embargo, estas suposiciones no son pruebas demostrativas ya que, establecida otra hipótesis, pueden darse otras explicaciones»[148].

Si dijéramos que las fórmulas dogmáticas equivalen a estas hipótesis científicas, caeríamos en el Modernismo condenado por San Pío X, ya que, si las nociones dogmáticas son sólo una explicación de los fenómenos y no expresan adecuadamente la esencia de un misterio divino, entonces las definiciones dogmáticas se convierten en una mera norma de comportamiento. Esta idea modernista fue condenada en la proposición 26 de Lamentabili:

«26. Los dogmas de fe deben retenerse solamente según el sentido práctico, esto es, como norma preceptiva de obrar, mas no como norma de fe»[149].

Una fórmula dogmática, como cualquier proposición, se compone de palabras que significan nociones, unidas por la estructura de la proposición. Si hay que abandonar una noción de esta fórmula, se abandona la fórmula misma.

Esto es cierto no sólo para las fórmulas dogmáticas, sino para cualquier enunciado. Por ejemplo, si digo que «mi coche es azul», predico el color azul de mi coche. Al hacerlo, digo que la noción «azul» pertenece a «mi coche». Pero si se abandonara la noción de «azul», bien porque la palabra «azul» ya no se refiriere al mismo color, bien porque se hubiera abandonado por completo el sentido de la vista y la noción de los colores, entonces se abandonaría mi afirmación. Si «azul» ya no es lo que era, entonces ya no puedo sostener que mi coche es azul y volvemos a estar en completa ignorancia sobre el color de mi coche. Pues en la proposición «mi coche es azul» el verbo «es» une el concepto «azul» al concepto «mi coche». Ese es el significado de esta afirmación. En consecuencia, si se abandona una de estas dos nociones (ya sea «azul» o «mi coche»), se abandona el enunciado que las une.

Por eso, cuando los nuevos teólogos empezaron a relativizar la definición de la gracia santificante del Concilio de Trento como «causa formal de la justificación», el P. Garrigou-Lagrange dejó muy claro que no se puede abandonar la noción de «causa formal» como contingente y sin sentido, sin abandonar también la definición misma.

«No se puede conservar el “sentido de la proposición del Concilio” abandonando la noción de causa formal porque el sentido de la declaración conciliar es inseparable de la noción de causa formal, que es el predicado de dicha proposición. Si la noción es inestable, el enunciado conciliar también lo es, pues no es sino la unión de esta noción con el sujeto mediante el verbo ser…

Sólo sería verdad decir: en la época del Concilio de Trento era verdad decir: “La gracia es la causa formal de la justificación”, pero hoy hay que renunciar a esta noción y concebir las cosas de otro modo…

Para mantener el sentido de una proposición conciliar que une dos nociones mediante el verbo ser, las dos nociones deben mantenerse por sí mismas. Si una de ellas es reemplazada por una nueva noción, aunque sea análoga, entonces ya no se trata del mismo juicio, y no se mantiene el “sentido” del Concilio»[150].

Este error nos remite, una vez más, al principio operativo central del Modernismo en teología, tal como ha sido descrito y condenado por el Papa San Pío X:

«Porque, hablando ya del simbolismo, como quiera que los símbolos son tales respecto del objeto, pero respecto del creyente son instrumentos, el creyente ha de tener –dicen– ante todo buen cuidado de no adherirse más de lo debido a la fórmula en cuanto fórmula, sino que ha de usar de ella únicamente para unirse a la verdad absoluta que la fórmula descubre y encubre juntamente y que se esfuerza en expresar sin conseguirlo jamás. Añaden además que tales fórmulas ha de emplearlas el creyente tanto cuanto le ayuden, pues para su comodidad han sido dadas, no para su estorbo; eso sí, sin tocar para nada al honor que por respeto social se debe a las fórmulas que el magisterio público haya juzgado aptas para expresar la conciencia común, mientras, se entiende, el magisterio no mandare otra cosa»[151].

70. El Vaticano II: el paso de una definición esencial de la naturaleza de la Iglesia a una pluralidad de modelos eclesiológicos.

El mayor logro del Vaticano II en el campo de la eclesiología no son tanto las aclaraciones dadas a un punto concreto, como la cuestión del episcopado, sino más bien el cambio completo de enfoque de la eclesiología.

El Vaticano II pudo abandonar el método escolástico tradicional de eclesiología para reemplazarlo por el método de la Nouvelle Théologie presentado más arriba.

El esquema preparatorio sobre la Iglesia, propuesto por el Santo Oficio, seguía un esquema tradicional. Comenzaba, en su primer capítulo, titulado «la naturaleza de la Iglesia militante», para describir y definir a la Iglesia tal como es objetivamente, tal como la Iglesia ha definido los misterios de la fe a lo largo de los siglos[152].

Precisamente por eso, este esquema fue rechazado por los Padres conciliares y reemplazado por un documento totalmente nuevo, urdido por una comisión cuya mayoría estaba infectada por las ideas de la Nouvelle Théologie. El primer capítulo del nuevo documento, que se convertiría en Lumen Gentium, ya no trataba de definir la naturaleza de la Iglesia, sino que se titulaba «el misterio de la Iglesia».

Ciertamente, la Iglesia es un misterio de nuestra fe, una institución divina. Sin embargo, como todos los misterios de la fe, la Iglesia ha sabido definir su naturaleza y su divina constitución en términos cada vez más precisos. La Santísima Trinidad es el misterio más elevado de todos, y los primeros concilios ecuménicos lo definieron con fórmulas dogmáticas muy precisas. El misterio de la Encarnación también ha sido propuesto por la Iglesia de manera muy detallada. La Iglesia ha condenado las herejías opuestas a sus definiciones.

Sin embargo, lo que significa el cambio de un documento que define la naturaleza de la Iglesia por un nuevo documento que presenta a la Iglesia como un misterio es la negativa a dar fórmulas dogmáticas absolutas e inmutables. El esquema presentado por el Santo Oficio fue rechazado porque procedía a hacer exactamente esto: definir la naturaleza de la Iglesia, determinar quiénes son sus miembros, cuál es su jerarquía, etc. Todo ello pretendía ser un desarrollo de la doctrina que la Iglesia Católica ya había propuesto en el pasado.

Lo que los Padres conciliares deseaban, sin embargo, era el abandono del modelo de sociedad perfecta e institución jurídica que había sido utilizado en el pasado por el magisterio. Así lo explica el Cardenal Suenens:

«El Santo Oficio había elaborado un esquema impregnado de una eclesiología fuertemente marcada por el aspecto canónico y estructural de la Iglesia, sin subrayar antes sus aspectos espirituales y evangélicos. Era importante, en nuestra opinión, pasar de una eclesiología jurídica a una eclesiología de comunión, centrada en el misterio mismo de la Iglesia en su profundidad trinitaria»[153].

Por piadoso que pueda parecer, el énfasis en los «aspectos espirituales» de la Iglesia se construye sobre el rechazo de su naturaleza estructural. Esto equivaldría a una defensa de la divinidad de Cristo basada en el rechazo a definir que Cristo tenía una naturaleza humana perfecta e íntegra. El Cardenal Suenens, como tantos de estos nuevos teólogos, establece una oposición donde no la hay. Cuando se define a la Iglesia como una sociedad perfecta, dotada de una jerarquía jurídica, no se niega su naturaleza y origen sobrenaturales.

Al contrario: Dios es glorificado en la obra de la institución divina de la Iglesia, por la cual una sociedad compuesta de hombres, y que tiene una organización jurídica, es continuamente conducida y vivificada por el Espíritu Santo; así como el misterio de la Encarnación da gloria a Dios, por cuyo misterio la naturaleza humana es asumida por una persona divina. Si Cristo no posee una naturaleza humana perfecta, entonces se niega el misterio de la Encarnación y se hace imposible la Redención. Pues precisamente porque la naturaleza humana fue asumida por una Persona divina, este hombre, Cristo, pudo sufrir y morir, dando gloria infinita a Dios. Así también da gloria a Dios que la Iglesia sea una sociedad sobrenatural, vivificada por el Espíritu Santo, y sin embargo visible y compuesta de elementos humanos, teniendo todas las características de una sociedad humana perfecta, así como Cristo tuvo todas las características de una naturaleza humana íntegra.

Con el pretexto de dejar espacio al misterio, los Padres progresistas del Vaticano II negaron y abandonaron precisamente lo que hay de más sublime en este misterio, porque lo que entienden por «misterio» es el sistema operativo de la Nouvelle Théologie, es decir, la idea de que las fórmulas dogmáticas no nos proporcionan una descripción objetiva y absoluta de los misterios de la fe, sino que son más bien instrumentos que ayudan a los creyentes a describir estos misterios, de tal manera, sin embargo,

«que el creyente no haga demasiado hincapié en la fórmula, sino que se sirva de ella sólo con el fin de unirse a la verdad absoluta que la fórmula revela y oculta a la vez, es decir, que intenta expresar sin conseguirlo»[154].

De ahí que, en lugar de hacer una presentación sistemática de los misterios de la fe, los nuevos teólogos propongan diversos «modelos», semejantes a lo que es el modelo de Ptolomeo en astronomía. Estos modelos describen un misterio de la fe sin definirlo nunca de manera absoluta. Se supone que hay que coordinar diferentes modelos, que expresan diferentes aspectos del misterio.

La Iglesia, como otras estructuras complejas, tiene una pluralidad de caras. Su realidad supera su imagen, e incluso su modelo. Así lo ha entendido la Iglesia Católica, especialmente en el Concilio Vaticano II (1962-1965). En aquella ocasión se le recordó de la manera más solemne que la realidad de la Iglesia es demasiado rica para una sola fórmula. En lugar de proponer una definición completa de la Iglesia, los Padres del Concilio han formulado un primer capítulo, titulado «el misterio de la Iglesia» (LG 1)[155].

En consecuencia, el Vaticano II ha aprobado oficialmente en su enseñanza la «teología de la comunión» y la teología de la «Iglesia como sacramento». Esto es una concesión a los nuevos teólogos que habían estado desarrollando antes del Vaticano II como alternativa al «modelo institucional» (es decir, la doctrina tradicional de que la Iglesia es una sociedad perfecta), los «modelos» de «comunión» y «sacramento». Explicaremos brevemente estos nuevos modelos eclesiológicos.

71. Una eclesiología de modelos.

Sin duda, uno de los mejores exponentes de esta nueva eclesiología es Avery Dulles[156], teólogo estadounidense que fue nombrado Cardenal por Juan Pablo II como premio por su contribución a la teología. Su libro Models of the Church es leído en los seminarios y reconocido por todos como una referencia de la eclesiología posterior al Vaticano II. En este libro, el autor abraza y defiende el error de la Nouvelle Théologie, que hemos presentado más arriba, con una franqueza y sencillez desconcertantes. Explica por qué la nueva eclesiología recurre a modelos más que a fórmulas absolutas:

«Al elegir el término “modelos” en lugar de “aspectos” o “dimensiones”, quiero indicar mi convicción de que la Iglesia, como otras realidades teológicas, es un misterio. Los misterios son realidades de las que no podemos hablar directamente…

La peculiaridad de los modelos, en contraste con los aspectos, es que no podemos integrarlos en una única visión sintética en el plano del pensamiento articulado y categórico. Para hacer justicia a los diversos aspectos de la Iglesia como realidad compleja debemos trabajar simultáneamente con diferentes modelos. Mediante una especie de malabarismo mental, tenemos que mantener en el aire varios modelos a la vez»[157].

El mismo autor procede luego a explicar la metodología del uso de modelos en eclesiología, y es evidente que la considera como una herramienta, del mismo modo que el modelo de Ptolomeo era una herramienta científica:

«En el plano explicativo, los modelos sirven para sintetizar lo que ya sabemos o al menos estamos inclinados a creer. Un modelo se acepta si da cuenta de un gran número de datos bíblicos y tradicionales y concuerda con lo que la historia y la experiencia nos dicen sobre la vida cristiana»[158].

En otras palabras, un modelo no tiene un valor objetivo y absoluto, sino que es una herramienta capaz de relacionar distintos fenómenos y observaciones obtenidos de la revelación divina y de la experiencia religiosa, del mismo modo que la hipótesis de Ptolomeo era una herramienta capaz de dar cuenta de ciertas observaciones. Los modelos tienen límites y están destinados a complementarse:

«Dado que su correspondencia con el misterio de la Iglesia no es más que parcial y funcional, los modelos son necesariamente inadecuados. Iluminan ciertos fenómenos, pero no otros»[159].

«Cuantas más aplicaciones tiene un determinado modelo, más sugiere un isomorfismo real entre la Iglesia y la realidad que se utiliza como análoga. La analogía nunca será perfecta porque la Iglesia, como misterio de gracia, tiene propiedades que no tienen comparación con nada que pueda conocerse fuera de la fe»[160].

Es importante comprender este contexto teológico al analizar los documentos del Vaticano II porque en ellos encontramos un respaldo a la Nouvelle Théologie, evidente para alguien familiarizado con las controversias que condujeron al concilio, pero que resultaría muy obscuro para alguien que nunca antes hubiera oído hablar de ella. Avery Dulles continúa:

«El Concilio Vaticano II, en su Constitución sobre la Iglesia, utilizó ampliamente los modelos del Cuerpo de Cristo y del Sacramento, pero su modelo dominante fue más bien el del Pueblo de Dios. Este paradigma centraba la atención en la Iglesia como red de relaciones interpersonales, en la Iglesia como comunidad. Este sigue siendo el modelo dominante para muchos católicos romanos que se consideran progresistas e invocan la enseñanza del Vaticano II como su autoridad»[161].

El autor enumerará más adelante la «institución» (es decir, la doctrina tradicional según la cual la Iglesia es una sociedad perfecta) como uno de los modelos. Esto significa que la Iglesia se asemejaría a una sociedad perfecta, al menos en algunos aspectos, pero que no es realmente tal, ya que «es un misterio».

Equivalentemente, los modernistas podrían negar la realidad de la humanidad de Cristo o de su resurrección corporal reduciendo todas las expresiones de la fe al nivel de «modelos». No es de extrañar que Avery Dulles pida que esta metodología se aplique a todos los campos de la teología, y no sólo a la eclesiología:

«El método de los modelos es aplicable a toda la teología, y no simplemente a la eclesiología»[162].

Ahora bien, puesto que los modelos no son más que reflejos imperfectos del misterio de la Iglesia, ninguno de ellos es perfecto y debe seguirse en todas sus partes:

«Si se sigue solo, cualquier modelo conducirá a distorsiones. Colocará mal el acento y, por lo tanto, acarreará consecuencias que no son válidas»[163].

¿Cómo saber entonces qué modelo utilizar en cada cuestión concreta de eclesiología, como la pertenencia a la Iglesia o el ecumenismo? Se descarta la deducción y la lógica, y se da como brújula la experiencia religiosa:

«La deducción queda descartada porque no tenemos conceptos abstractos claros de la Iglesia que puedan proporcionar términos para un silogismo»[164].

«Dado que el misterio de la Iglesia actúa en el corazón de los cristianos comprometidos, como algo en lo que participan vitalmente, pueden evaluar la adecuación y los límites de los diversos modelos consultando su propia experiencia. El reconocimiento de la dimensión interior y sobrenatural de la epistemología teológica es uno de los grandes avances de nuestro tiempo»[165].

Con este último comentario, el autor reconoce que la experiencia religiosa es ahora reconocida como criterio de doctrina, lo cual es ciertamente un «gran avance», ya que pasa de ser condenada como uno de los componentes clave de la «síntesis de todas las herejías»[166] a ser promovida como método oficial de discernimiento de la doctrina[167].

72. El abandono del «modelo institucional».

Todas las definiciones sobre la Iglesia, el Papado y la pertenencia a la Iglesia dadas por los concilios y los Romanos Pontífices que describen a la Iglesia como una sociedad perfecta con una jerarquía divina, con una distinción entre la potestad de orden y la potestad de jurisdicción, todo esto, se nos dice que creamos que no es más que un «modelo» que describe a la Iglesia. En otras palabras, es comparable al sistema de Ptolomeo, y tiene sus ventajas, pero no debe llevarse demasiado lejos. Los nuevos teólogos insisten mucho en afirmar que, sobre todo a partir del Concilio de Trento, la teología y la enseñanza católicas han exagerado el énfasis en el «modelo institucional», utilizándolo como si describiera de forma exacta y absoluta la naturaleza de la Iglesia. Esto, consideran, es olvidar la naturaleza misteriosa de la Iglesia. Dejemos que Avery Dulles nos lo explique:

«A medida que un modelo consigue tratar con éxito una serie de problemas diferentes, se convierte en objeto de confianza, a veces hasta tal punto que los teólogos casi dejan de cuestionar su idoneidad para casi cualquier problema que pueda surgir. En el escolasticismo de la época de la Contrarreforma, la Iglesia se presentaba tan exclusivamente en analogía con el Estado secular que este modelo se convirtió, a efectos prácticos, en el único en vigor teológico católico romano. Incluso hoy, muchos católicos de mediana edad se sienten muy incómodos con cualquier otro paradigma de la Iglesia que no sea la societas perfecta. Pero, en realidad, este modelo de societas ha sido desplazado del centro de la teología católica desde aproximadamente 1940»[168].

Desde aproximadamente 1940, en efecto, los nuevos teólogos han intentado por todos los medios difundir el abandono del «modelo institucional» en favor de otros, como el modelo de la «comunión» o el modelo de la «Iglesia-sacramento».

Muchos vieron en la enseñanza del Papa Pío XII el comienzo de un cambio oficial de modelo eclesiológico cuando definió a la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo. De hecho, suelen considerar que esta imagen del Cuerpo Místico de Cristo pertenece más a la eclesiología de la «comunión» que a la eclesiología de la «institución». Esto es falso, obviamente. La Iglesia es a la vez una institución y el Cuerpo Místico de Cristo, y es también una comunión. Todas estas nociones pueden utilizarse para describir a la Iglesia de forma perfectamente ortodoxa y armoniosa, pero los nuevos teólogos establecen oposiciones donde no las hay, como hemos explicado, y ven estos diferentes aspectos de la Iglesia como imágenes que no expresan adecuadamente lo que es la Iglesia, y que en cierto modo concuerdan entre sí, aunque también se contradicen en algunas cosas, porque la naturaleza de la Iglesia es un misterio que nunca puede definirse categóricamente, tal como dicen.

El modelo de la «institución» es el primero que analiza Avery Dulles, y el lector comprende rápidamente que no es su favorito. Se dice que tiene «una base comparativamente exigua en las Escrituras y en la tradición de la Iglesia primitiva»[169]; que «tiende a exagerar el papel de la autoridad humana y, por lo tanto, a convertir el Evangelio en una nueva ley»[170]; que «pone obstáculos a una teología creativa y fructífera»[171] porque «vincula la teología demasiado exclusivamente a la defensa de las posiciones oficiales actuales»[172], lo que significa que obliga a los teólogos a ajustarse a la auténtica enseñanza del magisterio de la Iglesia. Avery Dulles explica también cómo este modelo no puede cuadrar satisfactoriamente con el ecumenismo:

«Desde el punto de vista ecuménico, esta eclesiología es estéril. Como se verá en un capítulo posterior, el modelo institucional no da cuenta de la vitalidad espiritual de las iglesias no católicas»[173].

En el capítulo IX, Avery Dulles demuestra que, en efecto, comprende perfectamente las consecuencias del «modelo institucional» cuando se trata del ecumenismo y de las iglesias no católicas:

«El modelo institucional, tomado aisladamente, es el menos favorable al ecumenismo… Si se sostiene, por las razones que se acaban de exponer, que no hay más que una Iglesia en el pleno sentido teológico del término, y se combina esto con la afirmación de que la Iglesia es necesariamente una sociedad organizada, entonces se deduce que no hay más que un cuerpo confesional que pueda pretender legítimamente ser la Iglesia de Cristo. Para cualquiera que acepte la eclesiología post-tridentina, como puede llamarse, esta lógica debería ser evidente»[174].

Y continúa:

«Ninguna otra posición parecería coherente con la enseñanza de Humani Generis de que el “Cuerpo Místico de Cristo y la Iglesia Católica Romana son una y la misma cosa”. Los adeptos de este institucionalismo exclusivista tendrán una comprensión distintiva del apostolado de la unidad cristiana. Esto se expresó de forma clásica en la encíclica de Pío XI, Mortalium Animos (1928), una enérgica condena del movimiento ecuménico tal como aparecía entonces a los ojos romanos»[175].

El mismo autor explica cómo el Vaticano II pudo desprenderse de esta doctrina clara y lógica:

«Sosteniendo una ecuación perfecta entre Cuerpo Místico y sociedad visiblemente organizada de la Iglesia, la Mystici Corporis enseñaba que cualquiera fuera de la Iglesia Católica Romana está en esa medida fuera del Cuerpo Místico… En el Vaticano II, el esquema preconciliar De Ecclesia habría reafirmado la co-extensividad de la Iglesia como sociedad (ecclesia societas) y Cuerpo místico de Cristo. Sin embargo, los Padres conciliares se quejaron de que el esquema no hacía justicia a la dimensión mística de la Iglesia, sino que la reducía demasiado a lo jurídico»[176].

Como consecuencia, el esquema original fue desechado y se redactó un nuevo texto, conforme a los postulados de los nuevos teólogos. Negaba la perfecta co-extensividad de la sociedad de la Iglesia y del Cuerpo Místico de Cristo. Avery Dulles comenta además este otro «gran avance» del Vaticano II:

«Este punto de vista tiene importantes ramificaciones respecto al estatus de las comuniones no católicas romanas. Abre la posibilidad de que, a pesar de cualquier defecto institucional que puedan tener, puedan verificar en un grado muy alto la naturaleza de la Iglesia como comunión. Aun suponiendo, por lo tanto, que la Iglesia Católica Romana y sólo ella tenga lo «substancial» que se requiere desde el punto de vista institucional, no se puede inferir legítimamente que sólo ella sea la Iglesia, o que supere en todos los aspectos a todas las demás iglesias»[177].

La aprobación del modelo de la Iglesia como «comunión» por parte del Vaticano II fue, pues, un instrumento para justificar el ecumenismo:

«Según el modelo institucional, no podía haber posibilidad de reunión orgánica, sino sólo de conversión. No podía haber nada positivamente cristiano en otras tradiciones que el catolicismo romano no pretendiera tener en un grado aún mayor. Así, todos los cambios y concesiones tendrían que venir del lado no católico, en dirección a la alineación con la «verdadera Iglesia». En el modelo de la comunión, la unidad visible no se consideraba esencial para la verdadera realización de la Iglesia o comunión espiritual, aunque sí una manifestación deseable»[178].

El modelo que quizá sea el más favorable a las reuniones ecuménicas y a la manifestación visible de la unidad, que el modelo de la «comunión» demuestra que ya está presente entre las diferentes Iglesias, es el modelo de Iglesia como «sacramento». Con ello se quiere decir que la Iglesia es a la vez visible e invisible, y que el aspecto visible de la Iglesia es un medio para alcanzar su aspecto espiritual. Significa también que la Iglesia es un signo que da la presencia de Cristo al mundo. La Iglesia también se concibe, desde este punto de vista, como un signo del don de Dios al mundo. En este modelo, la unidad visible se convierte en una manifestación y un medio para realizar la comunión ya existente entre los cristianos:

«Desde el punto de vista sacramental, se puede reconocer que los grupos cristianos que no están en unión con Roma pertenecen visiblemente a la Iglesia, porque la Iglesia de Cristo se realiza hoy históricamente en muchas iglesias, algunas de las cuales no están en unión con Roma. Estas muchas Iglesias, a causa de su división mutua, no muestran la unidad de la única Iglesia, y en este sentido son deficientes como signo de Cristo. Para que la unidad de la Iglesia se realice de un modo sacramentalmente apropiado, debe haber reconciliación entre las Iglesias; deben restablecer la comunión visible entre sí. La reunión de los cristianos se concibe, pues, no como el retorno de las ovejas descarriadas al verdadero redil (como en el primer modelo), ni como la manifestación de algo que ya existe de manera oculta (como en el segundo), sino como un restablecimiento de la comunión visible entre grupos de cristianos que se necesitan mutuamente para que cualquiera de ellos pueda llegar a ser menos inadecuadamente el sacramento de Jesucristo»[179].

73. Los modelos eclesiológicos del Vaticano II.

Hasta ahora hemos aducido principalmente testimonios de teólogos y no los propios textos del Vaticano II para explicar cómo pasó el concilio de la eclesiología tradicional a un método más acorde con la llamada Nouvelle Théologie. Esto era necesario para comprender cómo deben entenderse expresiones tales como «teología de la comunión» e «Iglesia como sacramento» en el contexto del siglo XX. Estas expresiones, utilizadas por el magisterio del Vaticano II, no pueden sino percibirse como un respaldo directo a los desarrollos teológicos realizados por los nuevos teólogos, quienes fueron ganando cada vez más influencia antes del Concilio; fueron los principales intelectuales del Concilio; fueron sus principales comentaristas después; y muchos de ellos fueron nombrados cardenales como muestra de honor y gratitud por su contribución. No es de extrañar que los textos del Concilio reflejen su teología y concuerden perfectamente con ella.

De ahí que expresiones que parecerían carecer de importancia para el neófito deban tener ahora mucho sentido para el lector.

Entre los modelos eclesiológicos utilizados por el Vaticano II encontramos los de «pueblo de Dios», «comunión» e «Iglesia-sacramento». Sin estudiar en toda su importancia estos diferentes modelos[180], bastará con mostrar que el magisterio del Vaticano II hace referencia a ellos. En efecto, esto basta para explicar que, dejado de lado el modelo de una Iglesia institucional, se hicieran posibles las novedades del ecumenismo, comunión con las falsas Iglesias, libertad religiosa y colegialidad.

74. El Vaticano II y el modelo eclesiológico del «pueblo de Dios».

Este modelo es el favorito de la constitución dogmática Lumen Gentium. En efecto, el capítulo II se titula El pueblo de Dios. El mismo título tiene el segundo libro del Código de Derecho Canónico de 1983 y comienza con una parte sobre los «fieles de Cristo», que incluye a todos los bautizados, sean católicos o no. En efecto, el modelo de «pueblo de Dios» es más amplio que la Iglesia Católica institucional. Está formado por todos los que se profesan «cristianos». Este modelo tiene la ventaja, para los nuevos teólogos, de situar la idea de la Iglesia como comunidad de creyentes como su característica fundamental, antes de cualquier referencia a una jerarquía. La expresión «pueblo de Dios» aparece no menos de 41 veces en Lumen Gentium. Como hemos dicho, el primer capítulo describe la Iglesia como un misterio, con la connotación de que no puede definirse adecuadamente. Inmediatamente después viene el capítulo sobre el «pueblo de Dios», antes de abordar la noción de jerarquía. El mismo patrón se observa en el Código de Derecho Canónico de 1983. El énfasis y la prioridad que se da a la Iglesia como «comunidad» del «pueblo de Dios» sobre la institución jerárquica es una llamativa desviación de la tradición, que no es más que una aplicación de la decisión de relegar a un segundo plano el modelo de la Iglesia como institución. También deja claro el primado de la «Iglesia de Cristo», de la que se dice que son miembros todos los cristianos, sobre la institución organizada conocida como Iglesia Católica Romana.

En un concilio ecuménico donde se discute cada palabra, estos detalles son muy significativos y se eligen con un propósito.

La imagen de «pueblo de Dios» conduce a la «teología de la comunión», que Avery Dulles clasifica de hecho en conjunto[181].

75. El Vaticano II y el modelo de «comunión».

Una carta publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1992 expone con todo detalle este modelo eclesiológico y su interpretación por el Vaticano II. Por lo tanto, no sentimos la necesidad de probar nuestro punto de vista, si un documento tan oficial lo avala y defiende públicamente.

En efecto, el primer párrafo de esta carta confirma en pocas líneas que el Vaticano II ha utilizado nuevos modelos eclesiológicos:

«El concepto de comunión (koinonía), ya puesto de relieve en los textos del Concilio Vaticano II, es muy adecuado para expresar el núcleo profundo del Misterio de la Iglesia y, ciertamente, puede ser una clave de lectura para una renovada eclesiología católica. La profundización en la realidad de la Iglesia como Comunión es, en efecto, una tarea particularmente importante, que ofrece amplio espacio a la reflexión teológica sobre el misterio de la Iglesia, “cuya naturaleza es tal que admite siempre nuevas y más profundas investigaciones”. Sin embargo, algunas visiones eclesiológicas manifiestan una insuficiente comprensión de la Iglesia en cuanto misterio de comunión, especialmente por la falta de una adecuada integración del concepto de comunión con los de Pueblo de Dios y de Cuerpo de Cristo, y también por un insuficiente relieve atribuido a la relación entre la Iglesia como comunión y la Iglesia como sacramento»[182].

Esto demuestra claramente que el Vaticano II utiliza efectivamente los diferentes modelos eclesiológicos presentados anteriormente, subrayando la importancia de equilibrarlos entre sí. El «modelo institucional» está notablemente ausente en esta presentación.

Las referencias, proporcionadas por la propia Congregación, que indican dónde utiliza el Vaticano II la «teología de la comunión» son las siguientes: Const. Lumen Gentium, nn. 4, 8, 13-15, 18, 21, 24-25; Const. Dei Verbum, n. 10; Const. Gaudium et Spes, n. 32; Decr. Unitatis redintegratio, nn. 2-4, 14-15, 17-19, 22.

El núcleo de esta teología de la comunión, que ya hemos analizado, se presenta en el decreto del Vaticano II sobre el ecumenismo:

«Quienes creen en Cristo y recibieron el bautismo debidamente, quedan constituidos en alguna comunión, aunque no sea perfecta, con la Iglesia Católica. Efectivamente, por causa de las varias discrepancias existentes entre ellos y la Iglesia Católica, ya en cuanto a la doctrina, y a veces también en cuanto a la disciplina, ya en lo relativo a la estructura de la Iglesia, se interponen a la plena comunión eclesiástica no pocos obstáculos, a veces muy graves»[183].

El modelo de «comunión» es la base teológica del ecumenismo. También se dice que es la base teológica de la colegialidad.

76. El Vaticano II y el modelo de la «Iglesia como sacramento».

La carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la comunión subrayaba la importancia de entender la eclesiología de comunión junto con la de la «Iglesia como sacramento de salvación». Este énfasis se hace para subrayar la necesidad de establecer una comunión visible como signo o sacramento de la comunión interna. Así lo explica la carta:

«Esta relación entre los elementos invisibles y visibles de la comunión eclesial es constitutiva de la Iglesia como Sacramento de salvación»[184].

Esto no debe entenderse, sin embargo, como una necesidad de que todos los no católicos vuelvan a la unidad y comunión católicas. Este «ecumenismo del retorno» ha sido oficialmente abandonado por el Vaticano II. De lo que se trata, en cambio, es de establecer una unidad visible cada vez mayor entre las diferentes Iglesias y comunidades eclesiales. Unidad no significa uniformidad, diría Congar. La unidad visible de los cristianos, en el magisterio del Vaticano II, se hace necesaria para el perfecto anuncio del Evangelio. En otras palabras, la unidad visible de los cristianos se convierte en un signo de ser discípulos de Cristo, y de este modo la unidad visible de la Iglesia se convierte en un «sacramento» de Cristo. Este es el tema desarrollado, por ejemplo, por Juan Pablo II, en su Encíclica Ut Unum Sint de 1995. El ecumenismo es reconocido como el camino a seguir para manifestar la unidad profunda de la Iglesia y, de este modo, anunciar eficazmente el Evangelio siendo «sacramento» de Cristo:

«Participan en este movimiento de unidad, llamado ecuménico, los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús como Señor y Salvador; y no sólo individualmente, sino también reunidos en grupos, en los que han oído el Evangelio y a los que consideran como su Iglesia y de Dios. No obstante, casi todos, aunque de manera diferente, aspiran a una Iglesia de Dios única y visible, que sea verdaderamente universal y enviada a todo el mundo, a fin de que el mundo se convierta al Evangelio y así se salve para gloria de Dios»[185].

Es evidente que Juan Pablo II no considera el retorno de los descarriados a la Iglesia Católica como el camino hacia la unidad perfecta de los cristianos. Más bien espera que «aspiran a una Iglesia de Dios única y visible, que sea verdaderamente universal», sugiriendo que la Iglesia Católica no cumple ya perfectamente este deseo.

ARTÍCULO OCTAVO

CONCLUSIÓN

77. Lumen Gentium contradice la eclesiología tradicional.

El 21 de noviembre de 1964 se promulgó la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium. En lugar de ser la constitución que debería haberse esperado, es decir, una enseñanza solemne que presentara sistemáticamente la doctrina tradicional de la Iglesia sobre su naturaleza, Lumen Gentium terminó contradiciendo la doctrina tradicional en muchos puntos. De hecho, este documento enseña, entre otras cosas, que la salvación es posible a través de sectas no católicas, que la «Iglesia de Cristo» está presente más allá de los confines visibles de la «Iglesia Católica», que existe una «comunión parcial» entre la Iglesia Católica y las sectas cismáticas y heréticas.

El dogma de que fuera de la Iglesia no hay salvación es uno de los más fundamentales de nuestra Fe. Como se explica en la Carta del Santo Oficio de 1949, esto implica un doble principio. Primero, existe un mandato de Cristo para entrar en su verdadera y única Iglesia, la Iglesia Católica Romana. Por lo tanto, quien voluntariamente renuncie a ser miembro de esta única y verdadera Iglesia no puede salvarse. Segundo, la Iglesia Católica Romana es el único medio de salvación, por lo que cualquier persona que se salva, siempre lo hace a través de ella, estando al menos unida por un deseo implícito.

78. El Vaticano II se niega a identificar exclusivamente el Cuerpo Místico de Cristo con la Iglesia Católica Romana.

El Vaticano II contradice el dogma de que fuera de la Iglesia no hay salvación al negar la identificación exclusiva del Cuerpo Místico de Cristo con la Iglesia Católica. Esto se confirma en el Código de Derecho Canónico de 1983, que describe primero a la Iglesia como el «pueblo de Dios», cuyos miembros son todos los bautizados (cf. can. 204). Hemos visto cómo los comentarios aprobados han subrayado que los dos términos «Iglesia de Cristo» e «Iglesia Católica» ya no se consideran sinónimos. La interpretación oficial dada por la Congregación para la Doctrina de la Fe confirmó que la expresión muy controvertida «subsistit in» fue elegida deliberadamente por el Vaticano II, reemplazando así el «est» de Pío XII (es decir, que la Iglesia de Cristo es la Iglesia Católica, de manera idéntica y exclusiva) para mantener que la «Iglesia de Cristo» podría estar presente y operativa fuera de la «Iglesia Católica». Aunque el Vaticano II mantiene alguna correspondencia entre la «Iglesia de Cristo» y la «Iglesia Católica», se niega a identificarlas de manera exclusiva. A la luz de la enseñanza tradicional de la Iglesia, que siempre ha reconocido y profesado esta identificación exclusiva y perfecta, debemos calificar esta nueva doctrina como herética.

79. El Vaticano II enseña una noción herética de comunión entre la Iglesia Católica y las falsas iglesias.

Aunque los individuos que aún no son miembros pueden estar unidos a la Iglesia Católica Romana por una cierta comunión, esto no puede decirse de las falsas iglesias y comunidades. Un individuo en una falsa iglesia puede tener efectivamente un deseo implícito de pertenecer a la verdadera Iglesia de Cristo, y podría salvarse de ese modo, pero la falsa iglesia en sí misma es, objetivamente, la encarnación del rechazo de la membresía en la Iglesia Católica.

La noción de comunión del Vaticano II es similar a la Teoría de la Rama, que fue condenada en el siglo XIX. Mientras que la Teoría de la Rama explicaba su noción de comunión parcial mediante una analogía con la composición física, el Vaticano II usa una descripción que los tomistas clasificarían como una composición o participación metafísica, pero ambos sistemas tienen en común que la Iglesia universal de Cristo no se identifica de manera perfecta y exclusiva con la Iglesia Católica. Ambos sistemas también enseñan que las otras iglesias están de alguna manera en comunión parcial con la Iglesia Católica. Estos principios ya han sido condenados. Claramente contradicen la tradición constante de la Iglesia, que siempre ha mantenido que quien se separa de la Iglesia Católica se ha separado por completo de Cristo y su Iglesia.

80. El Vaticano II enseña que las falsas iglesias son medios de salvación.

Esta novedad contradice la comprensión tradicional del dogma de que fuera de la Iglesia no hay salvación. Alguien que esté en una falsa iglesia podría salvarse sólo si realmente desea, al menos implícitamente, pertenecer a la verdadera Iglesia de Cristo, es decir, la Iglesia Católica Romana. Pero desear pertenecer a la verdadera Iglesia de Cristo necesariamente incluye el deseo de abandonar cualquier y todas las falsas iglesias. Por lo tanto, para salvarse, uno debe realmente desear, al menos implícitamente, abandonar la falsa iglesia en la que se encuentre. Así queda claro que, lejos de ser un medio de salvación, una falsa iglesia es en realidad un obstáculo para la salvación, que debe ser al menos implícitamente rechazado como tal.

81. Un problema mucho más profundo: el resurgimiento del Modernismo.

El principal golpe a la doctrina católica que logró el Vaticano II en el campo de la eclesiología no es tanto los desarrollos dados a un punto particular, como la cuestión del episcopado, sino más bien el cambio completo de enfoque hacia la eclesiología. No podemos enfatizar esto lo suficiente, ya que nada tiene sentido de otro modo. El método escolástico fue reemplazado por los principios de la Nouvelle Théologie, según los cuales las fórmulas dogmáticas no nos brindan una descripción objetiva y absoluta de los misterios de la fe, sino que son instrumentos que ayudan a los creyentes a describir estos misterios que a la vez «revelan y ocultan», como dicen. De ahí que, en lugar de tener una presentación sistemática de los misterios de la fe, los nuevos teólogos proponen diferentes «modelos», que pretenden describir diferentes aspectos de los misterios que de alguna manera expresan, sin poder definirlos estrictamente.

Por lo tanto, la doctrina tradicional sobre la naturaleza, constitución y propiedades de la Iglesia, en lugar de ser vista como una expresión de una descripción objetiva y absoluta de la Iglesia de Cristo tal como ha sido divinamente instituida y revelada, se considera simplemente uno de muchos modelos, es decir, se compara a una teoría que explica ciertos fenómenos observables sin definir realmente el misterio con certeza absoluta. Otros modelos también podrían utilizarse para explicar otros fenómenos o aspectos del «misterio» de la Iglesia. Así, el Vaticano II ha hecho, por primera vez, un llamado a los modelos de la Iglesia como «pueblo de Dios», «sacramento de salvación» y «comunión».

La doctrina tradicional sobre la Iglesia, ahora llamada «modelo de la institución», no permite el ecumenismo, la colegialidad ni la comunión parcial. Lógicamente contradice las novedades del Vaticano II. Los nuevos teólogos superan esta dificultad, que reconocen, afirmando simplemente que se debe a los «límites» del «modelo de la institución» (que en realidad es la Fe Católica tradicional). Los nuevos teólogos no defienden las novedades del Vaticano II basados en el «modelo de la institución», sino que recurren a nuevos «modelos» para justificarlas.

Por lo tanto, el corazón de nuestra batalla no es tanto este o aquel punto particular de la eclesiología, sino más bien se trata del valor del dogma católico: ¿son las fórmulas dogmáticas meros modelos que no definen objetivamente los misterios que expresan? ¿Son contingentes junto con la filosofía de su época?

De hecho, este fue el corazón de la batalla doctrinal que tuvo lugar en los años 50 sobre la Nouvelle Théologie, y también estuvo en el corazón de la crisis modernista bajo el reinado de San Pío X.

De la Nouvelle Théologie, el Papa Pío XII dijo:

«Pero que nadie perturbe ni cambie lo que es inmutable. Mucho se ha dicho, pero no lo suficiente, después de la debida consideración, sobre la “Nueva Teología”, la cual, puesto que todas las cosas están siempre evolucionando, evoluciona junto con ellas, buscando siempre, y nunca alcanzando su meta. Si hubiera que abrazar tal opinión, ¿qué sería de los dogmas católicos, que nunca deben cambiar? ¿Qué sería de la unidad y estabilidad de la fe?»[186].

Este mismo principio es un componente esencial del Modernismo, tal como ha sido descrito y condenado por el Papa San Pío X: 

«Porque, hablando ya del simbolismo, como quiera que los símbolos son tales respecto del objeto, pero respecto del creyente son instrumentos, el creyente ha de tener –dicen– ante todo buen cuidado de no adherirse más de lo debido a la fórmula en cuanto fórmula, sino que ha de usar de ella únicamente para unirse a la verdad absoluta que la fórmula descubre y encubre juntamente y que se esfuerza en expresar sin conseguirlo jamás» [187].

Como explicó brillantemente el Papa San Pío X, una vez que se admite este principio, no hay un solo punto de la doctrina que no pueda ser trastornado, bajo el disfraz de una comprensión más profunda:

«Por eso censuran audazmente a la Iglesia como si errara el camino, porque no distingue en modo alguno entre la significación material de las fórmulas y el impulso religioso y moral, y porque adhiriéndose, tan tenaz como estérilmente, a fórmulas desprovistas de contenido, es ella la que permite que la misma religión se arruine. Ciegos, ciertamente, y conductores de ciegos, que, inflados con el soberbio nombre de ciencia, llevan su locura hasta pervertir el eterno concepto de la verdad»[188].

Una vez que este principio modernista es aceptado, es evidente que toda la enseñanza de la Iglesia puede ser cuestionada o relativizada hasta tal punto que las novedades doctrinales, que contradicen abiertamente el dogma católico, han podido ser aceptadas y promulgadas por el Vaticano II. De aquí que, mientras que estas novedades son deplorables y deben ser rechazadas con firmeza, lo que resulta aún más preocupante es que han sido aceptadas y justificadas recurriendo a un principio central del Modernismo.


[1] Para ello, nos serviremos en gran medida de los trabajos ya publicados sobre estas cuestiones por Mons. Donald J. Sanborn, particularmente en los siguientes artículos: Communion: Ratzinger’s New Ecclesiology (publicado en Sacerdotium V, otoño de 1992); Ratzinger’s Subsistent Error (publicado en Most Holy Trinity Seminary Newsletter, agosto de 2007); The New Ecclesiology, a double-column comparison (2005). Estos artículos pueden encontrarse en www.traditionalmass.org  (en diciembre de 2022).

[2] Esta sección es, por cierto, una respuesta exhaustiva al error comúnmente denominado «feeneyismo»; error que se extiende incluso entre los católicos tradicionales.

[3] Además de los textos del magisterio, hemos extraído gran parte del contenido de esta sección de diversos escritos de Mons. Joseph Clifford Fenton, teólogo estadounidense que lleva décadas estudiando y comentando estas cuestiones. Recomendamos especialmente algunos artículos publicados en el American Ecclesiastical Review (en adelante, AER): Extra Ecclesiam nulla salus (AER 110, enero-junio 1944, pp. 300-306); The Holy Office Letter on the necessity of the Catholic Church (AER 127, julio-diciembre 1952, pp. 450-461); The use of the terms body and soul with reference to the Catholic Church (AER 110, enero-junio 1944, pp. 48-57).

[4] D. 468.

[5] D. 714.

[6] D. 1677. Énfasis añadido.

[7] D. 1646-1647.

[8] «Debemos tener al menos una buena esperanza respecto a la salvación eterna de todos aquellos que de ninguna manera están en la verdadera Iglesia de Cristo», D. 1717.

[9] Pío XII, Encíclica Humani generis (1950), n. 27. D. 3019.

[10] Ibid.

[11] Fenton, The Holy Office Letter on the necessity of the Catholic Church, AER 127, julio-diciembre 1952, p. 451.

[12] El texto inglés apareció en AER, vol. 127, julio-diciembre 1952, pp. 311-315.

[13] Nótese que el Concilio de Trento enseñó solemnemente la doctrina de que el deseo del sacramento del bautismo puede efectuar la justificación del pecador: «El paso de aquel estado en que el hombre nace hijo del primer Adán, al estado de gracia y de adopción de hijos de Dios (Rom. VIII, 15) por el segundo Adán, Jesucristo Salvador nuestro; paso, ciertamente, que después de la promulgación del Evangelio, no puede darse sin el lavatorio de la regeneración [can. 5 sobre el baut.] o su deseo, conforme está escrito: Si uno no hubiera renacido del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios (Jn. III, 5]», (sesión VI, en el Decreto sobre la justificación, cap. 4, D. 796, Énfasis añadido).

[14] Estas palabras no deben entenderse en el sentido de que la Iglesia ayuda generalmente a las personas a llegar al cielo, como si a veces estuviera excluida. El sentido del latín es más bien que la Iglesia es el medio universal de salvación: generale auxilium.

[15] La teoría del «estado de sitio» es una afirmación que hacen los nuevos teólogos, según la cual la Iglesia adoptó un enfoque más estricto del progreso teológico, sobre todo en el campo de la eclesiología, como consecuencia de la revuelta protestante. De esta manera, afirman, la Iglesia adoptó una noción rígida de sí misma como sociedad perfecta, y una noción estrecha de pertenencia a la Iglesia, para excluir a todos los no católicos de la Iglesia de Cristo. Los nuevos teólogos lo rechazan como «belarminiano» o «medieval», y pretenden que no tiene fundamento en la Sagrada Escritura y la Tradición. Lo clasifican como «modelo institucional», es decir, una manera de describir la Iglesia, con muchos límites. A este modelo oponen la «teología de la comunión», y el concepto de «Iglesia como sacramento de salvación», modelos que consideran mucho más ricos. Más sobre esto en el séptimo artículo de este capítulo.

[16] Fenton, The Holy Office Letter on the necessity of the Catholic Church, AER 127, julio-diciembre 1952, pp. 453-454. Énfasis añadido.

[17] Jn. VI, 54.

[18] De hecho, Dios no puede contradecirse más de lo que puede pecar. Porque una contradicción es a la verdad lo que el pecado es a la bondad, es decir, su oposición contradictoria.

[19] Mc XVI, 16.

[20] Mt. XXVIII, 19-20.

[21] Pío XII, Encíclica Mystici Corporis (1943), n. 22.

[22] Énfasis añadido.

[23] Hech. IV, 11-12.

[24] Pío XII, Encíclica Mystici Corporis (1943), n. 102.

[25] Mt. IX, 21.

[26] Mt. XV, 26-28.

[27] En su esfuerzo por manifestar su unión interna con la Iglesia, varios teólogos del pasado se refirieron a tales almas como miembros imperfectos o incompletos de la Iglesia. No vemos tales expresiones en las declaraciones del magisterio. Por el contrario, está claro que estas almas no cumplen las condiciones establecidas por el Papa Pío XII para ser miembros de la Iglesia. Y entre aquellos «que no pertenecen a la organización visible de la Iglesia Católica», el Papa Pío XII incluye explícitamente a aquellos que «por cierto inconsciente deseo y aspiración están ordenados al Cuerpo místico del Redentor». Cf. Mons. Fenton, Membership in the Church (en AER, vol. 112, enero-junio de 1945, pp. 287-305).

[28] Canon 2314, § 2. Los comentarios sobre este canon también se refieren comúnmente a las numerosas decisiones del Santo Oficio sobre la reconciliación de los herejes.

[29] Ordo ad reconciliendum apostatam, schismaticum vel haereticum. El oficio de reconciliar a los herejes con la Iglesia corresponde principalmente al obispo diocesano. De ahí que este rito se encuentre principalmente en el pontifical. Sin embargo, como a menudo se delega en los sacerdotes esta función, también se encuentran fórmulas más sencillas en el rito romano.

[30] Dios no podría conceder la visión beatífica a un moribundo sin fe y caridad sobrenaturales, como tampoco podría hacer una figura que fuera círculo y cuadrado al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto. Es un absurdo, una contradicción imposible.

[31] Hebr. XI, 6.

[32] Esta expresión se refiere a la falsa esperanza dada por Bergoglio, que hace creer a la gente que los ateos pueden ir al cielo si son «buenos tipos». Alguien que niega la existencia de Dios todopoderoso es inexcusable y, de todos modos, nunca debería ser considerado un «buen tipo».

[33] Por una razón similar, mientras se extienden por todas partes errores sobre estas cuestiones, incluso entre los católicos, hay que mantener que los bebés que mueren sin el bautismo no pueden entrar en el cielo, puesto que no tienen la virtud de la fe. Tampoco sufrirán con los condenados, puesto que no tienen ningún pecado personal, pero gozarían de una cierta felicidad natural, que no es ni puede ser la visión beatífica.

[34] Lc. VIII, 45-46.

[35] Pío XII, Encíclica Mystici Corporis (1943), n. 65.

[36] Estas expresiones fueron utilizadas de forma muy ambigua por muchos teólogos, lo que explica la intervención del Papa Pío XII y del Santo Oficio.

[37] Pío XII, Encíclica Mystici Corporis (1943), n. 65.

[38] De ahí que pueda decirse que son miembros in voto, es decir, de deseo. Pero no es correcto pensar que por ello gozan de una especie de pertenencia real, como tampoco podría decirse que los que se salvan por el deseo del bautismo están «realmente bautizados de deseo».

[39] León XIII, Encíclica Satis Cognitum (1896), n. 5.

[40] Pío XII, Encíclica Mystici Corporis (1943), n. 13.

[41] León XIII, Encíclica Satis Cognitum (1896), n. 13.

[42] Ibid., n. 10.

[43] Ibid., n. 13.

[44] Pío XII, Encíclica Mystici Corporis (1943), n. 62.

[45] León XIII, Encíclica Satis Cognitum (1896), n. 13.

[46] Canon 2257 § 1.

[47] «Auctoritate apostolica, qua fungor in hac parte, absolvo te a vinculo excommunicationis quam (forsan) incurristi, et restituo te sacrosanctis Ecclesiæ sacramentis, communioni et unitati fidelium in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti».

[48] Como por ejemplo De Groot O.P., Schultes O.P., Zubizarreta O.C.D., Berry, Garrigou-Lagrange O.P., Hurter S.J., Pesch S.J. y muchos otros.

[49] Mt. XXVIII, 19-20.

[50] Ef. IV, 5.

[51] J. V. De Groot O.P., Summa Apologetica de Ecclesia Catholica, Ratisbona, 1906, p. 153.

[52] Franzelin, De Ecclesia Christi, Tesis XIV, Roma, 1887.

[53] Ibid.

[54] Cardenal Billot S.J., De Ecclesia Christi, ed. 5a, Roma, 1927, p. 150.

[55] II-II, q. 39 a. 1.

[56] Artígculo «Unité de l’Église», vol. 15, col. 2175.

[57] Esta triple distinción es la misma que menciona León XIII en Satis Cognitum.

[58] «C’est enfin une unité de communion entre pasteurs et fidèles et des fidèles entre eux, «qu’ils soient consommés en un!», Joa., XVII, 23. Cette unité est l’union dans la charité mutuelle des membres sous la direction des chefs et cette unité ne peut être réalisée que par la vie du Christ, chef de l’Église, circulant dans les membres de son corps mystique. Parabole de la vigne et des sarments. Joa. XV, 1-12. Ainsi, intérieurement, cette communion suppose la participation des âmes à la vie du Christ. Extérieurement, elle implique d’abord l’adhésion des intelligences à la même foi, mais aussi la cohésion des volontés sous l’impulsion du chef suprême : ainsi, à l’unité extérieure de la foi et du gouvernement s’ajoute la sympathie des membres entre eux, singuli alter alterius membra, dira Saint Paul».

[59] Mazella S.J., De Religione et Ecclesia Prælectiones Scholastico-dogmaticæ, Roma, 1896, pp. 489-490.

[60] Palmieri S.J., Tractatus de Romano Pontifice cum Prolegomeno de Ecclesia, Prati, 1891, p. 252.

[61] Ibid.

[62] Cf. P. Reginaldo-Maria Schultes O.P., De Ecclesia Catholica Prælectiones Apologeticæ, París, 1925, p. 97.

[63] Billot, op. cit., p. 332.

[64] En el caso de los niños, sólo es necesario el bautismo válido, que cumple implícitamente las otras dos condiciones. Por esta razón, la Iglesia considera católicos a los hijos de herejes válidamente bautizados, pero que aún no han alcanzado la edad de la razón. Al alcanzar la edad de la razón, se presume que profesan las mismas herejías y falta de sumisión a la autoridad que sus padres, y por lo tanto son considerados en ese momento fuera del Cuerpo Místico.

[65] Decreto Orientalium Ecclesiarum, n. 2.

[66] Decreto Unitatis Redintegratio, n. 3.

[67] Ibid.

[68] Ibid., n. 4.

[69] Lumen Gentium, n. 8.

[70] Unitatis Redintegratio, n. 1.

[71] Lumen Gentium, n. 8.

[72] Ibid., n. 9.

[73] Ibid., n. 14.

[74] Canon 204 § 1.

[75] New Commentary on the Code of Canon Law, encargado por la Canon Law Society of America, editado por John P. Beal, James A. Coriden y Thomas J. Green, Nueva York, 2000, p. 247. Énfasis añadido.

[76] Ibid. p. 245.

[77] Ibid. p. 246.

[78] Ibid.

[79] Code of Canon Law Annotated, 4ª edición, editado por Juan Ignacio Arrieta, Chambly, 2022, p. 168. Énfasis en el original.

[80] Ibid.

[81] The Canon Law, Letter and Spirit, preparado por la Canon Law Society of Great Britain and Ireland, Londres, 1995, p. 116. Énfasis añadido.

[82] Juan Pablo II, Carta Encíclica Ut unum sint, n. 11.

[83] Congregación para la Doctrina de la Fe, Comentario al documento «Respuestas a algunas preguntas relativas a ciertos aspectos de la doctrina sobre la Iglesia», 29 de junio de 2007.

[84] Ibid.

[85] Papa Pío IX, Carta Jam vos omnes, 13 de septiembre de 1868, a los protestantes y otros no católicos. Énfasis añadido.

[86] León XIII, Encíclica Satis Cognitum, 29 de junio de 1896. Énfasis añadido.

[87] Pío XI, Encíclica Mortalium Animos, 6 de enero de 1928. Énfasis añadido.

[88] Ibid. Énfasis añadido.

[89] Ibid. Énfasis añadido.

[90] Pío XII, Encíclica Mystici Corporis, 29 de junio de 1943. Énfasis añadido.

[91] Ibid. Énfasis añadido.

[92] Ibid. Énfasis añadido.

[93] Pío XII, Alocución a los estudiantes romanos, 30 de enero de 1949. Énfasis añadido.

[94] Pío XII, Encíclica Humani Generis, 12 de agosto de 1950. Énfasis añadido.

[95] Pío XII, Alocución a los peregrinos irlandeses, 8 de octubre de 1957. Énfasis añadido.

[96] Pío IX, Encíclica Amantissimus, 18 de abril de 1862. Énfasis añadido.

[97] Concilio Vaticano I, Constitución dogmática sobre la Iglesia Pastor Aeternus, cap. 3, 18 de julio de 1870. Énfasis añadido.

[98] Pío XII, Encíclica Mystici Corporis (1943), n. 102.

[99] Carta del Santo Oficio al Arzobispo de Boston, 8 de agosto de 1949.

[100] Mazella, De Religione et Ecclesia Prælectiones Scholastico-dogmaticæ, Roma, 1896, p. 340.

[101] Carta del Santo Oficio a los obispos ingleses, 16 de septiembre de 1864.

[102] Énfasis añadido. Esta carta ha sido ampliamente publicada y traducida en su momento tanto por católicos como por anglicanos en sus revistas. Se puede encontrar, por ejemplo, en The Irish Ecclesiastical Review, vol. XIV, julio-diciembre 1919, Dublín.

[103] Canon 5: «Si quis dixerit, sectas omnes vel aliquot, quae a Romana ecclesia dissident, una cum hac Christi ecclesiam universalem componere: anathema sit» (Mansi 53, col. 316).

[104] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Jesus, n. 17, 6 de agosto de 2000.

[105] Juan Pablo II, Encíclica Ut unum sint, n. 14, 25 de mayo de 1995.

[106] Juan Pablo II, Discurso a la Curia Romana, 28 de junio de 1981.

[107] Ef. V, 28-32.

[108] León XIII, Encíclica Satis Cognitum (1896), n. 5. Es una cita de San Cipriano (De Cath. Eccl. Unitate, n. 6).

[109] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Jesus, n. 17, 6 de agosto de 2000. Énfasis añadido.

[110] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Iglesia entendida como comunión, n. 17, 1992. Énfasis añadido.

[111] Ibid., n. 8.

[112] Pío IX, Encíclica Amantissimus, 18 de abril de 1862. Énfasis añadido.

[113] Pío IX, Carta Jam Vos Omnes, 13 de septiembre de 1868. Énfasis añadido.

[114] Pío IX, Encíclica Quartus Supra, 6 de enero de 1873. Énfasis añadido.

[115] Pío IX, Encíclica Etsi Multa, 21 de noviembre de 1873. Énfasis añadido.

[116] León XIII, Encíclica Satis Cognitum, 29 de junio de 1896. Énfasis añadido.

[117] Pío XI, Encíclica Mortalium Animos, 6 de enero de 1928. Énfasis añadido.

[118] Ibid. Énfasis añadido.

[119] Ibid. Énfasis añadido.

[120] Ibid. Énfasis añadido.

[121] Pío XII, Encíclica Mystici Corporis, 29 de junio de 1943. Énfasis añadido.

[122] Papa San León Magno, Sermón CXXIX. Énfasis añadido.

[123] Pío IX, Encíclica Etsi Multa, 21 de noviembre de 1873. Énfasis añadido.

[124] Concilio Vaticano I, Constitución dogmática sobre la Iglesia Pastor Aeternus, cap. 3, 18 de julio de 1870. Énfasis añadido.

[125] Vaticano II, Decreto sobre el ecumenismo Unitatis Redintegratio, n. 3.

[126] León XIII, Encíclica Satis Cognitum (1896), n. 5. Es una cita de San Cipriano (De Cath. Eccl. Unitate, n. 6).

[127] Gregorio XVI, Encíclica Summo Jugiter, 27 de mayo de 1832. Énfasis añadido.

[128] Gregorio XVI, Carta Perlatum ad Nos, 17 de julio de 1841. Énfasis añadido.

[129] Pío IX, All. Ubi primum, 17 de diciembre de 1847. Énfasis añadido.

[130] Pío IX, Carta Singulari quidem, 17 de marzo de 1856. Énfasis añadido.

[131] Pío IX, Carta Quanto Conficiamur Mœrore, 10 de agosto de 1863. Énfasis añadido.

[132] León XIII, Encíclica Satis Cognitum, 29 de junio de 1896. Énfasis añadido.

[133] León XIII, Encíclica Tametsi, 1 de noviembre de 1900.

[134] San Pío X, Carta Ex Quo, Nono Labente, 26 de noviembre de 1910. Énfasis añadido.

[135] Pío XII, Encíclica Humani generis (1950), n. 27. D. 3019.

[136] Vaticano II, Decreto sobre el ecumenismo Unitatis Redintegratio, n. 3.

[137] Franzelin, De Ecclesia Christi, Roma, 1887, p. 428.

[138] León XIII, Carta Eximia Nos lætitia, 19 de julio de 1893, al Obispo de Poitiers, sobre el tema del cisma de la «Petite Église». Énfasis añadido.

[139] «Sacerdos in Missa in orationibus quidem loquitur in persona ecclesiae, in cuius unitate consistit. Sed in consecratione sacramenti loquitur in persona Christi, cuius vicem in hoc gerit per ordinis potestatem. Et ideo, si sacerdos ab unitate ecclesiae praecisus Missam celebret, quia potestatem ordinis non amittit, consecrat verum corpus et sanguinem Christi, sed quia est ab ecclesiae unitate separatus, orationes eius efficaciam non habent», Summa Theologiae, III, q. 82, a. 7, ad 3.

[140] Concilio Vaticano I, Constitución dogmática sobre la Iglesia Pastor Aeternus, cap. 3, 18 de julio de 1870. Énfasis añadido.

[141] Angelicum, vol. 23, nn. 3-4 (jul.-dic. 1946), pp. 126-145.

[142] Papa Pío XII, alocución Quamvis Inquieti (1946).

[143] De ahí que hayamos visto, en el capítulo sobre la colegialidad, cómo las nociones de «potestad de orden» y «potestad de jurisdicción» se consideraban una especie de invento de la Baja Edad Media, que tal vez tuvo alguna ventaja en su momento, pero que desde entonces ha perdido su relevancia.

[144] Ver, entre otros: Vérité et Immutabilité du Dogme (en Angelicum, vol. 24, 1947, pp. 124-139); Les notions consacrées par les Conciles (en Angelicum, vol. 24, 1947, pp. 217-230); L’immutabilité des vérités définies et le surnaturel (en Angelicum, vol. 25, 1948, pp. 285-298); L’Encyclique Humani generis et la doctrine de Saint Thomas, (en Rivista di Filosofia Neo-Scolastica, vol. 43, 1951, pp. 41-48).

[145] Mons. Fenton, New Concepts in Theology, publicado en AER, vol. 119, 1948, pp. 56-62.

[146] Ibid.

[147] Ibid.

[148] I, q. 32, a. 1, ad 2.

[149] Syllabus de los errores de los modernistas, Decreto del Santo Oficio Lamentabili sane, 1907, proposición 26. D. 2026.

[150] R.P. Garrigou-Lagrange O.P., Les notions consacrées par les Conciles, en Angelicum, vol. 24, 1947, pp. 217-230.

[151] San Pío X, Encíclica Pascendi Dominici Gregis, n. 19 (1907).

[152] Merece la pena citar íntegramente el último párrafo del primer capítulo: «El Santo Sínodo enseña y profesa solemnemente, por lo tanto, que no hay más que una sola y verdadera Iglesia de Jesucristo, aquella Iglesia que en el Credo proclamamos una, santa, católica y apostólica; Iglesia que el Salvador adquirió para sí en la Cruz y unió a sí como un cuerpo a la cabeza y como una esposa al esposo, Iglesia que, después de su resurrección, entregó para ser gobernada a San Pedro y a sus sucesores, los Romanos Pontífices. Por lo tanto, sólo la Iglesia Católica Romana es llamada correctamente la Iglesia». (El texto latino de este esquema puede encontrarse en Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II, vol. I, Pars IV, Typis Polyglottis Vaticanis, 1971, pp. 12-122). Resulta chocante que el Vaticano II acabara enseñando exactamente lo contrario a esta doctrina, al rechazar una identificación exclusiva de la Iglesia de Cristo con la Iglesia Católica Romana.

[153] Léon Joseph Suenens, Souvenirs et Espérances, París, 1991, p. 114.

[154] Descripción del modernismo en teología dada por San Pío X en su Encíclica Pascendi Dominici Gregis, n. 19 (1907).

[155] Artur Kapzrak, Pluralité des modèles ecclésiologiques dans le catholicisme post-Vatican II, p. 4, publicado en Res-Systemica, vol. 5, París, 2005.

[156] Avery Dulles (1918-2008) fue un teólogo jesuita estadounidense; de hecho, fue el primer teólogo de Estados Unidos en ser nombrado Cardenal. Era conocido y leído internacionalmente como teólogo destacado en la Iglesia posterior al Vaticano II.

[157] Avery Dulles, Models of the Church, Edición ampliada, Nueva-York, 2014, p. [2].

[158] Op. cit., p. 17.

[159] Op. cit., p. 20.

[160] Op. cit., p. 17.

[161] Op. cit., p. 22.

[162] Op. cit., p. 4.

[163] Op. cit., p. 18.

[164] Op. cit., p. 20.

[165] Op. cit., p. 19.

[166] Así es, en efecto, como San Pío X define el modernismo en la Encíclica Pascendi Dominici Gregis, n. 39 (1907).

[167] El «sínodo sobre la sinodalidad» de 2023 de la «Iglesia que escucha» no es más que una continuación de este «gran avance».

[168] Avery Dulles, op. cit., p. 21.

[169] Op. cit., p. 35.

[170] Op. cit., p. 36.

[171] Ibid.

[172] Ibid.

[173] Op. cit., p. 21.

[174] Op. cit., p. 132.

[175] Ibid.

[176] Op. cit., p. 136.

[177] Op. cit., p. 137.

[178] Op. cit., p. 142.

[179] Ibid.

[180] Todos estos modelos son presentados uno a uno por Avery Dulles, en Models of the Church, Edición ampliada, Nueva York, 2014.

[181] Op. cit., cap. III.

[182] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Iglesia entendida como Comunión, del 28 de mayo de 1992, n. 1.

[183] Vaticano II, Decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, n. 3.

[184] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Iglesia entendida como Comunión, del 28 de mayo de 1992, n. 4.

[185] Juan Pablo II, Encíclica Ut unum sint (1995), n. 7.

[186] Papa Pío XII, alocución Quamvis Inquieti (1946).

[187] San Pío X, Encíclica Pascendi Dominici Gregis, n. 19 (1907).

[188] San Pío X, Encíclica Pascendi Dominici Gregis, n. 13 (1907).