LA INDEFECTIBILIDAD DE LA IGLESIA
Este capítulo presenta la doctrina católica sobre la indefectibilidad de la Iglesia
1. Una simple observación plantea la cuestión de la «indefectibilidad».
Muchos católicos ven claramente una ruptura entre la doctrina, disciplina y liturgia de la Iglesia tal como existía antes del Vaticano II y las reformas introducidas por el Concilio. ¿Pueden atribuirse estas reformas a la Iglesia Católica? ¿Cómo se conciliaría esto con el dogma de la indefectibilidad de la Iglesia? ¿Es legítimo rechazar estos cambios? ¿Es legítimo resistir a la autoridad de la Iglesia?
En efecto, la Iglesia debe perdurar hasta el fin de los tiempos con todos sus elementos esenciales, según la promesa de Cristo:
«Y Yo, te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt. XVI, 18).
De las mismas palabras de Cristo se desprende que la cuestión de la autoridad está íntimamente ligada a la cuestión de la indefectibilidad, tal como explicaremos. De ahí que San Ambrosio enseñe célebremente:
«Donde está Pedro, allí está la Iglesia; donde está la Iglesia, no hay muerte, sino vida eterna». (In Ps. XL, n. 30).
Nuestra intención es, por lo tanto, presentar puntos relevantes de la doctrina sobre la indefectibilidad de la Iglesia y, en particular, diferentes aspectos de su infalibilidad en la enseñanza, para poder contrastarlos después con la defección del Vaticano II, con el fin de sacar las debidas conclusiones.
ARTÍCULO PRIMERO
LA INDEFECTIBILIDAD DE LA IGLESIA
2. Definición de indefectibilidad.
La indefectibilidad de la Iglesia es aquella cualidad por la cual permanecerá idéntica hasta el fin de los tiempos en toda su naturaleza y propiedades esenciales.
Así la define y presenta el teólogo dominico De Groot:
«La indefectibilidad es la cualidad o propiedad de la Iglesia, dada a ella por Cristo, por la cual permanecerá en ese estado inmutable hasta el fin de los tiempos, tal como Cristo la ha fundado. La definición incluye: [1] la existencia de la Iglesia, que nunca será interrumpida; [2] la identidad de ser, respecto a todas las cosas que pertenecen a la esencia de la Iglesia; [3] la perenne visibilidad de la Iglesia, puesto que hemos probado que la visibilidad pertenece a la esencia de la Iglesia. Pero lo que no se excluye es: [1] el progreso de los hombres en creer, explicar y declarar científicamente la ley de Cristo; [2] los cambios de aquellas cosas que el Salvador dejó en particular a la Iglesia para determinar, tales como ciertos tiempos de ayuno, etc. Algunos autores la llaman perpetuidad»[1].
Para una explicación que muestra que la Iglesia visible de Cristo debe ser efectivamente indefectible, ver San Roberto Belarmino, La Iglesia militante, cap. XIII.
3. La indefectibilidad implica la existencia continua de las cuatro notas de la Iglesia.
En la naturaleza, a menudo llegamos al conocimiento de la esencia de las cosas a través de sus propiedades. Por ejemplo, si algo presenta todas las propiedades del metal, concluimos que es un trozo de metal; si algún animal presenta todas las propiedades y características de un perro, concluimos que es un perro; no necesitamos que nos digan que es un perro, ni hay una etiqueta que nos diga que es un perro, pero sabemos que lo es porque presenta las características de un perro.
Del mismo modo, somos capaces de discernir cambios substanciales, es decir, que una cosa ya no es lo que era, cuando las propiedades esenciales han cambiado. Si un trozo de madera se quema y se convierte en cenizas, vemos claramente que ya no es madera porque no presenta las características propias de la madera; cuando un organismo vivo muere, pierde las características de la vida, y concluimos con razón que ya no es un ser vivo (un pájaro o un gato, por ejemplo).
Del mismo modo, se puede identificar cuál es la verdadera Iglesia de Cristo analizando sus características o propiedades. Éstas han sido reducidas por los Padres y Doctores de la Iglesia a cuatro notas esenciales: unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. De ahí que profesemos en el Credo Niceno:
«Creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica».
La Iglesia debe estar siempre dotada de estas cuatro notas, ya que la pérdida de cualesquiera de ellas indicaría un cambio substancial, es decir, que dejaría de ser la Iglesia de Cristo, del mismo modo que la ausencia de una propiedad esencial del metal indicaría que el objeto analizado no es, o ha dejado de ser, una pieza de metal.
4. Estas cuatro notas de la Iglesia deben encontrarse en la doctrina, la disciplina y la liturgia.
Toda religión se caracteriza por un triple aspecto: enseña un sistema de filosofía o creencia («doctrina»), indica un modo de vida («disciplina») y prescribe alguna forma de culto a Dios («liturgia»).
A la Iglesia Católica se le ha dado autoridad para enseñar la verdadera religión revelada por Dios, y por lo tanto tiene la autoridad de Cristo en estos tres aspectos, según estas solemnes palabras con las que termina el Evangelio de San Mateo:
«Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos [DOCTRINA] bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo [LITURGIA]; enseñándoles a conservar todo cuanto os he mandado [DISCIPLINA]. Y mirad que Yo con vosotros estoy todos los días, hasta la consumación del siglo» (Mt. XXVIII, 19-20).
De esta manera, la Iglesia continúa la triple función de Cristo: Profeta, Rey y Sacerdote, por el triple poder de enseñar, gobernar y santificar que se manifiestan de nuevo en la distinción entre el poder de magisterio, gobierno (jurisdicción) y órdenes sagradas.
En estos tres aspectos de la religión, por lo tanto, la Iglesia Católica debe presentar siempre las notas de la Iglesia de Cristo. Debe ser una, santa, católica y apostólica en la doctrina, disciplina y liturgia.
San Pablo expresó de este modo que la nota de unidad debe encontrarse en la Iglesia:
«Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef. IV, 5).
Con estas palabras expresó la unidad de gobierno (disciplina), la unidad de fe (doctrina) y la unidad de sacramentos (liturgia). Estos tres aspectos de la religión (a saber, disciplina, doctrina y liturgia) deben ser uno, santos, católicos y apostólicos para ser componentes de la verdadera religión de Jesucristo.
5. Una ruptura substancial en la doctrina, disciplina y liturgia muestra un cambio substancial de religión.
Esto es cierto porque: (1) se trata de los elementos esenciales de una religión. Por lo tanto, si cambian substancialmente, entonces la religión misma ha cambiado substancialmente. Esto también es cierto, porque: (2) tal ruptura contradiría las cuatro notas de la verdadera Iglesia de Cristo. Probemos esto para cada una de las notas.
1. Una ruptura substancial de la doctrina, disciplina o liturgia significaría que en uno o en todos estos elementos esenciales (doctrina, disciplina, liturgia) la Iglesia habría perdido su unidad a lo largo del tiempo. O bien la doctrina profesada hoy no sería idéntica a la doctrina profesada en el pasado, o bien la disciplina no sería idéntica y una con la del pasado, o bien la liturgia practicada hoy no sería idéntica y una con la del pasado[2]. En todos y cada uno de estos casos, un cambio substancial implica la pérdida de la nota de unidad.
2. Del mismo modo, una ruptura substancial en la doctrina, disciplina y liturgia contradiría la nota de santidad de la Iglesia Católica, pues si se cambia una doctrina de fe, este cambio indica que esta doctrina era falsa, antes o después del cambio, o ambas cosas. Esto significa que, en algún momento, la adhesión a la falsedad se dio como criterio para ser miembro de la verdadera Iglesia. Que la adhesión a la falsedad y al error se convierta en un criterio de pertenencia a la verdadera Iglesia repugna a la nota de santidad y no puede aceptarse. Del mismo modo, en la disciplina y la liturgia, lo que era intrínsecamente malo no puede convertirse en intrínsecamente bueno, y viceversa. Pero tal sería la consecuencia de un cambio substancial de disciplina y liturgia, es decir, no uno hecho por un cambio de circunstancias externas, sino un cambio de juicio sobre la naturaleza de una acción. Así, si el culto a los falsos dioses es intrínsecamente malo en un momento dado, lo fue, es y será siempre.
3. Una ruptura substancial, tanto en la doctrina como en la disciplina y en la liturgia, contradiría también la nota de catolicidad por la que la Iglesia abraza a todos los pueblos y naciones en el espacio y el tiempo, pues los hombres de hoy no compartirían la misma religión con los de ayer.
4. Por último, es manifiesto que una ruptura substancial de la doctrina, disciplina o liturgia contradiría la nota de apostolicidad, ya que sería imposible sostener que la misma doctrina, disciplina y liturgia ha sido transmitida desde los Apóstoles hasta nuestros días.
6. Nuestro estudio girará, por lo tanto, en torno a estos tres elementos esenciales: doctrina, disciplina y liturgia.
En este artículo nos esforzaremos por profundizar nuestra comprensión de la indefectibilidad de la Iglesia en estos tres campos, y mostraremos que, debido a la asistencia del Espíritu Santo y a la presencia de Cristo prometida a la Iglesia hasta el fin de los tiempos (cf. Mt. XXVIII, 20), es imposible que la Iglesia falle en enseñar la verdadera fe, en dar buenas y santas reglas de disciplina y moral, y en promulgar una liturgia santificadora.
El Papa León XIII enseñó esto explícitamente en su encíclica Satis Cognitum:
«Es, pues, sin duda deber de la Iglesia conservar y propagar la doctrina cristiana en toda su integridad y pureza. Pero su papel no se limita a eso, y el fin mismo para el que la Iglesia fue instituida no se agotó con esta primera obligación. En efecto, por la salud del género humano se sacrificó Jesucristo, y a este fin refirió todas sus enseñanzas y todos sus preceptos, y lo que ordenó a la Iglesia que buscase en la verdad de la doctrina fue la santificación y la salvación de los hombres. Pero este designio tan grande y tan excelente, no puede realizarse por la fe sola; es preciso añadir a ella el culto dado a Dios en espíritu de justicia y de piedad, y que comprende, sobre todo, el sacrificio divino y la participación de los sacramentos, y por añadidura la santidad de las leyes morales y de la disciplina. Todo esto debe encontrarse en la Iglesia, pues está encargada de continuar hasta el fin de los siglos las funciones del Salvador».
Nuestro estudio se dividirá, por lo tanto, en tres partes, correspondientes a estos tres elementos esenciales (doctrina, disciplina, liturgia). Para cada parte, presentaremos cómo se manifiesta la indefectibilidad de la Iglesia, y después veremos cómo la religión del Vaticano II representa una ruptura substancial en cada uno de estos tres elementos.
ARTÍCULO SEGUNDO
LA INDEFECTIBILIDAD DE LA IGLESIA EN SU DOCTRINA
7. Para asegurar la indefectibilidad de la Iglesia en la doctrina, Cristo la dotó de un magisterio infalible.
El magisterio de la Iglesia es el derecho y el deber que recibió de Cristo de enseñar la verdad cristiana con autoridad suprema a la que todos están obligados a obedecer interior y exteriormente[3].
León XIII lo enseñó explícitamente en su encíclica Satis Cognitum, donde dice:
«Es, pues, incontestable, después de lo que acabamos de decir, que Jesucristo instituyó en la Iglesia un magisterio vivo, auténtico y además perpetuo, investido de su propia autoridad, revestido del espíritu de verdad, confirmado por milagros, y quiso, y muy severamente lo ordenó, que las enseñanzas doctrinales de ese magisterio fuesen recibidas como propias».
El poder de magisterio de la Iglesia no es un poder para revelar nuevas doctrinas, sino para salvaguardar el depósito de la revelación (contenido en la Sagrada Escritura y en la Tradición), de interpretarlo, definirlo, explicarlo. Por lo tanto, la Iglesia puede juzgar infaliblemente que tal o cual doctrina está contenida en el depósito de la revelación. También puede condenar una doctrina como contraria a él.
En la misma encíclica Satis Cognitum, el Papa León XIII enseña:
«Cuantas veces, por lo tanto, declare la palabra de ese magisterio que tal o cual verdad forma parte del conjunto de la doctrina divinamente revelada, cada cual debe creer con certidumbre que es verdad; pues si en cierto modo pudiera ser falso, se seguiría de ello, lo cual es evidentemente absurdo, que Dios mismo sería el autor del error de los hombres. “Señor, si estamos en el error, vos mismo nos habéis engañado”» (Ricardo de San Víctor, De Trin., Lib. I, cap. 2).
8. El sujeto que ejerce la potestad de magisterio.
Es cierto que el magisterio de un obispo residencial[4] en su diócesis tiene autoridad, pero, puesto que no compromete la indefectibilidad de la Iglesia universal, y puesto que se puede apelar de él a la autoridad superior del concilio ecuménico o del Papa, este magisterio no es infalible y no se puede decir realmente que sea «el magisterio de la Iglesia». Al hablar del magisterio de la Iglesia, por lo tanto, nos referiremos en adelante al magisterio supremo de la Iglesia, aquel del que no se puede apelar porque ha sido promulgado o confirmado por la autoridad suprema de la Iglesia, que es la autoridad del Sumo Pontífice, el Papa.
Hay que distinguir el magisterio pontificio, que es el ejercicio de la potestad de enseñar por el Papa solo, del magisterio universal, que es la potestad de enseñar ejercida por toda la Ecclesia docens («Iglesia docente»), es decir, por los obispos junto con el Papa y sometidos a él.
En ambos casos, el sujeto que ejerce la potestad de enseñar es la Ecclesia docens («Iglesia docente»), ya sea sólo en su principio soberano e independiente (el Papa), ya sea en su totalidad (el Papa junto con los obispos residenciales).
9. Los modos de ejercicio de este magisterio.
El magisterio ordinario de la Iglesia es la enseñanza cotidiana y continua de la fe, que no cesa de transmitir el depósito de la revelación y de proponerlo a la creencia de los fieles. Así lo enseña el Papa Pío XI:
«La autoridad docente de la Iglesia, que por divina sabiduría fue constituida en la tierra para que las doctrinas reveladas permanecieran intactas para siempre y pudieran ser llevadas con facilidad y seguridad al conocimiento de los hombres, se ejerce diariamente por medio del Romano Pontífice y de los Obispos que están en comunión con él»[5].
Este magisterio cotidiano se llama ordinario porque es continuo y utiliza medios ordinarios: encíclicas, decretos, discursos, catecismos, doctrina expresada por los ritos de la sagrada liturgia, etc. También se ejerce mediante la aprobación tácita de la enseñanza de los teólogos, de los usos y costumbres, etc.
Puesto que hemos distinguido entre el magisterio ejercido por el Papa solo y el magisterio ejercido por el Papa junto con los obispos, podemos, por lo tanto, aplicar a estos las nociones de modo ordinario y extraordinario, y podemos distinguir:
1. El magisterio pontificio extraordinario, cuando el Papa solo, ejerciendo su autoridad suprema en grado sumo y con gran solemnidad define algo, como la definición dogmática de la Asunción, pronunciada por el Papa Pío XII el 1 de noviembre de 1950.
2. El magisterio pontificio ordinario, cuando el Papa enseña a la iglesia universal por medios ordinarios como encíclicas, alocuciones, discursos, etc.
3. El magisterio universal extraordinario de los obispos, es decir, los concilios ecuménicos, cuando todos los obispos del mundo se reúnen solemnemente convocados por la autoridad del Romano Pontífice, y como un solo cuerpo moral juzgan cuestiones de doctrina y disciplina para la iglesia universal.
4. El magisterio universal ordinario del Papa y los obispos, cuando están dispersos por todo el mundo y enseñan con autoridad a la Iglesia, cada obispo en su diócesis, unidos entre sí bajo la suprema autoridad del Romano Pontífice.
10. El magisterio supremo de la Iglesia es infalible, ya sea ejercido de modo ordinario o extraordinario, ya sea ejercido por el Papa solo o por toda la Ecclesia docens («Iglesia docente»).
Esto se examinará con mayor detenimiento en los casos específicos que son relevantes para nuestra argumentación. Baste repetir aquí la enseñanza del Papa León XIII en Satis Cognitum:
«Cuantas veces, por lo tanto, declare la palabra de ese magisterio que tal o cual verdad forma parte del conjunto de la doctrina divinamente revelada, cada cual debe creer con certidumbre que es verdad; pues si en cierto modo pudiera ser falso, se seguiría de ello, lo cual es evidentemente absurdo, que Dios mismo sería el autor del error de los hombres. “Señor, si estamos en el error, vos mismo nos habéis engañado”» (Ricardo de San Víctor, De Trin., Lib. I, cap. 2).
El Concilio Vaticano de 1870 enseña también en términos muy explícitos:
«Deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o en la tradición, y son propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, ora por juicio solemne, ora por su magisterio ordinario y universal»[6].
11. La Iglesia salvaguardará siempre fielmente el depósito de la revelación divina.
Antes de examinar casos concretos de magisterio infalible, recordemos primero a nuestros lectores, algunas nociones muy importantes que podrían reducirse a este principio fundamental: la Iglesia salvaguardará siempre fielmente el depósito de la revelación divina, en virtud de la asistencia y promesas de Cristo.
León XIII, en la misma encíclica Satis Cognitum, lo resume brevemente:
«Penetrada plenamente de estos principios, y cuidadosa de su deber, la Iglesia nada ha deseado con tanto ardor ni procurado con tanto esfuerzo cómo conservar del modo más perfecto la integridad de la fe. Por esto ha mirado como a rebeldes declarados y ha lanzado de su seno a todos los que no piensan como ella sobre cualquier punto de su doctrina».
El Concilio Vaticano de 1870 habla en términos explícitos sobre esta cuestión en la Constitución dogmática Dei Filius:
«Pues así como Dios desea que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, así como Cristo vino para salvar lo que estaba perdido y congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos, así también la Iglesia, constituida por Dios como madre y maestra de todas las naciones, reconoce sus obligaciones para con todos y está siempre lista y anhelante por levantar a los caídos, sostener a los que tropiezan, abrazar a los que vuelven y fortalecer a los buenos, impulsándolos hacia lo que es mejor. De esta manera, no puede nunca dejar de testimoniar y declarar la verdad de Dios que sana a todos, ya que no ignora estas palabras dirigidas a ella: “Mi espíritu está sobre ti, y estas palabras mías que he puesto en tu boca no se alejarán de tu boca ni ahora ni por toda la eternidad”» (Is. LIX, 21).
El Papa Pío XI, en su encíclica Mortalium animos (1928), condena totalmente la idea que la Iglesia pueda perder su doctrina, y la califica de blasfemia:
«Para instruir en la fe evangélica a todas las naciones envió Cristo por el mundo a los Apóstoles, y para que no errasen en nada, quiso que el Espíritu Santo les enseñase previamente; ¿se ha desvanecido completamente esta doctrina de los Apóstoles o a veces se ha oscurecido, en la Iglesia, cuyo gobernante y defensor es Dios mismo? Y si nuestro Redentor manifestó expresamente que su Evangelio no sólo era para los tiempos apostólicos, sino también para las edades futuras, ¿habrá podido hacerse tan obscura e incierta la doctrina de la Fe, que sea hoy conveniente tolerar en ella hasta las opiniones contrarias entre sí? Si esto fuese verdad, habría que decir también que el Espíritu Santo infundido en los Apóstoles, y la perpetua permanencia del mismo Espíritu en la Iglesia, y hasta la misma predicación de Jesucristo habría perdido hace muchos siglos toda utilidad y eficacia; afirmación que sería ciertamente blasfema».
12. La noción católica del desarrollo del dogma.
Mientras que los modernistas han sostenido que el dogma evoluciona con el tiempo, en el sentido de que puede cambiar de sentido o que nuevas verdades pueden ser descubiertas por la Iglesia o ser reveladas por Dios, la doctrina católica sostiene que la Iglesia salvaguarda el depósito de la revelación divina y lo propone a la creencia de los fieles de manera cada vez más clara y explícita, pero nunca contradictoria.
El Concilio Vaticano de 1870 definió solemnemente esta doctrina en la Constitución dogmática Dei Filius:
«Así pues, la doctrina de la fe que Dios ha revelado es propuesta no como un descubrimiento filosófico que puede ser perfeccionado por la inteligencia humana, sino como un depósito divino confiado a la esposa de Cristo para ser fielmente protegido e infaliblemente promulgado. De ahí que también hay que mantener siempre el sentido de los dogmas sagrados que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, y no se debe nunca abandonar bajo el pretexto o en nombre de un entendimiento más profundo».
En el Syllabus de los errores de los modernistas de 1907, Lamentabili sane, el Papa San Pío X condenó infaliblemente la noción modernista de evolución del dogma, la liturgia y la disciplina, presentada en las siguientes proposiciones:
«43. La costumbre de conferir el bautismo a los niños fue una evolución disciplinar y constituyó una de las causas por que este sacramento se dividió en dos: el bautismo y la penitencia.
53. La constitución orgánica de la Iglesia no es inmutable, sino que la sociedad cristiana, lo mismo que la sociedad humana, está sujeta a perpetua evolución.
54. Los dogmas, los sacramentos y la jerarquía, tanto en su noción como en su realidad, no son sino interpretaciones y desenvolvimientos de la inteligencia cristiana que por externos acrecentamientos aumentaron y perfeccionaron el exiguo germen oculto en el Evangelio.
58. La verdad no es más inmutable que el hombre mismo, pues se desenvuelve con él, en él y por él.
60. La doctrina cristiana fue en sus comienzos judaica, y por sucesivos desenvolvimientos se hizo primero paulina, luego joánica y finalmente helénica: y universal.
62. Los principales artículos del Símbolo Apostólico no tenían para los cristianos de los primeros tiempos la misma significación que tienen para los cristianos de nuestro tiempo.
64. El progreso de las ciencias demanda que se reformen los conceptos de la doctrina cristiana sobre Dios, la creación, la revelación, la persona del Verbo Encarnado y la redención».
13. Aspectos específicos para profundizar.
Para comprender mejor el alcance de la indefectibilidad de la Iglesia en la enseñanza de la fe, consideraremos brevemente en las cuestiones siguientes la infalibilidad de los concilios ecuménicos, la infalibilidad del Romano Pontífice, la infalibilidad del magisterio ordinario universal y el valor del magisterio no infalible. Esto nos permitirá observar más adelante que existe un problema de contradicción con la nueva religión del Vaticano II.
ARTÍCULO TERCERO
LA INFALIBILIDAD DE LOS CONCILIOS ECUMÉNICOS DE LA IGLESIA
14. ¿Qué es un concilio ecuménico?
Un concilio ecuménico[7] es una reunión solemne de los obispos católicos de todo el mundo convocados con el fin de juzgar y legislar sobre los asuntos eclesiásticos bajo la autoridad del Romano Pontífice. La facultad de convocar y presidir al concilio ecuménico corresponde al Papa. El concilio ecuménico debe ser confirmado por el Romano Pontífice para que sea vinculante para la Iglesia. Al segundo Concilio de Éfeso (449), por ejemplo, que no fue confirmado por el Papa León Magno, sino que, por el contrario, fue anulado por él, nunca se le reconoció autoridad alguna. Lo mismo puede decirse del Concilio de Basilea (1439), cuyos miembros fueron excomulgados por el Papa Eugenio IV. El Concilio de Basilea se equivocó especialmente por haber ratificado un decreto que afirmaba la supremacía del concilio sobre el Papa, que había sido emitido por primera vez por el Concilio de Constanza (1414-1418). Este decreto herético nunca fue aprobado, y por lo tanto nunca fue considerado como parte del magisterio de la Iglesia.
15. Tesis: los concilios ecuménicos son infalibles.
A continuación, resumiremos brevemente la exposición de argumentos realizada por De Groot O.P. (op. cit., q. XIII, art. III).
16. Argumento I.
Un concilio ecuménico, confirmado por la autoridad del Romano Pontífice, representa el poder supremo de la Iglesia docente. Pero la Iglesia docente es infalible. Por lo tanto, el concilio ecuménico es infalible.
17. Argumento II.
La Iglesia no puede errar en la Fe. Pero si un concilio ecuménico errara, toda la Iglesia sería inducida a error. Esto se debe al hecho de que las ovejas están obligadas a oír a sus pastores, y al hecho de que no hay apelación posible del juicio definitivo de un concilio ecuménico sobre cuestiones de fe.
18. Argumento III. De la Tradición.
(1) Los Padres enseñan claramente que los decretos de los concilios ecuménicos son emitidos por el Espíritu Santo. (2) Las sentencias de los concilios ecuménicos siempre se han considerado irreversibles. (3) Los que no seguían la sentencia de los concilios ecuménicos eran contados entre los herejes y los que debían ser excomulgados.
19. La enseñanza del concilio ecuménico es presentada en forma de capítulos y cánones.
En el concilio ecuménico se proponen a los fieles tanto «capítulos» (capita) como «cánones» (canones). Tradicionalmente, los concilios ecuménicos presentan la doctrina católica de dos maneras: (a) ofrecen una presentación y explicación positiva de una doctrina, ordenada en «capítulos» y (b) también definen la doctrina de forma negativa, mediante la fulminación de anatemas contra los errores opuestos (estos se llaman «cánones»). Sin embargo, tanto los capítulos como los cánones son infalibles, tal como explicaremos, y así lo han considerado siempre los Padres, doctores y teólogos.
20. ¿Qué cosas pronunciadas por el concilio ecuménico deben ser tenidas como de fe?
Esta es una cuestión muy importante en nuestra evaluación del Vaticano II. La doctrina tradicional de los teólogos es bastante clara al respecto, y nos bastará reproducir aquí la explicación dada por De Groot (loc. cit.) en los números siguientes.
21. Las enseñanzas impuestas como criterio de catolicidad deben considerarse infalibles.
De Groot explica:
«Como de fe deben tenerse aquellas cosas que los Padres han decidido por un juicio de fe. Pero los juicios relativos a la fe, o las definiciones de fe, deben ser considerados como tales, (1) si son juzgados herejes quienes afirman lo contrario; (2) cuando el concilio prescribe los decretos con esta fórmula: si quis hoc aut illud senserit, anathema sit [«si alguno piensa esto o aquello, sea anatema»]; (3) si se declara explícita y debidamente que algo debe ser creído firmemente por los fieles o que debe ser aceptado por decreto cierto y firme como dogma de fe católico o con palabras semejantes, que algo es contrario al evangelio o a la doctrina de los Apóstoles. Cano, Lib. V, n. 5; (4) si contra los que contradicen el concilio se lanza excomunión ipso facto [automáticamente]. Esta cuarta nota debe entenderse de tal modo que la doctrina condenada de esa manera debe tenerse simplemente por falsa. No siempre es obvio que también sea herética ya que podría suceder que se excomulgara ipso facto [automáticamente] a alguien que presume enseñar proposiciones que están tachadas no con nota de herejía, sino con alguna otra censura».
22. La enseñanza infalible se encuentra tanto en los capítulos como en los cánones.
De Groot explica:
«Un punto de doctrina definida se expresa especialmente en la conclusión, por ejemplo, en los cánones, pero también la doctrina que es propuesta de cualquier otra manera, por ejemplo, en los capítulos, debe ser considerada definida y como de fe, siempre que sea cierto que el concilio auténticamente, y por juicio irreformable, quiso definir. Así, el concilio de Trento, en la sesión VI, en el decreto expone, a lo largo de los dieciséis capítulos, la verdadera y sana doctrina de la justificación. Cuando termina, pasa al resto diciendo: Después de esta exposición de la doctrina católica sobre la justificación, doctrina que quien no la recibiera fiel y firmemente, no podrá justificarse, plugo al sagrado Concilio añadir los cánones siguientes, a fin de que todos sepan no sólo qué deben sostener y seguir, sino también lo que deben evitar y huir. Por lo tanto, en los capítulos, el Concilio ha enseñado definitivamente la doctrina que debe tenerse y seguirse, como católico, y si alguien deja de recibir esta doctrina fiel y firmemente, no puede ser justificado».
23. Lo que no se propone infaliblemente: discusiones mantenidas durante el Concilio, argumentos esgrimidos en defensa de la doctrina propuesta, cosas dichas de pasada.
De Groot explica:
«Puesto que nada se considera definido más allá de la intención de quien lo define, (1) no se consideran definidas las cosas que se exponen en las congregaciones o incluso en las sesiones fuera de los capítulos y cánones, pues los Padres no quieren definir en estas cosas; (2) los argumentos que en los mismos capítulos y cánones se dicen con el fin de declarar o probar la doctrina, ya sean tomados de la Sagrada Escritura y de la Tradición, o de cualquier otra fuente, así como las cosas que se dicen de pasada fuera de la doctrina que se ha de definir (por ejemplo, respuestas a una objeción y cosas semejantes) no han de ser creídas como juicios de fe católica y como obligatorias en cuanto tales. Sin embargo, si el Concilio, al exponer en los decretos o en los cánones argumentos de la Sagrada Escritura o de la Tradición, declara que tal o cual texto de la Sagrada Escritura debe entenderse en tal sentido, o que algo es verdadera Tradición de la Iglesia, esta clase de declaración pertenece ciertamente a la fe. Así, el Concilio de Trento, en la Ses. XIII, cap. 1, interpretó auténticamente las palabras con las que se instituyó el Sacramento de la Sagrada Eucaristía en la Última Cena; (3) las cosas que se proponen como obiter dicta [dichas de pasada], o de cualquier otro modo que no sea definitivo, pueden, sin embargo, tener una gran y sólida autoridad. Finalmente, en todas las cosas debe considerarse cuál es el peso y propiedad de las palabras».
ARTÍCULO CUARTO
LA INFALIBILIDAD DEL ROMANO PONTÍFICE
24. El decreto del Concilio Vaticano de 1870.
Después de definir el primado del Romano Pontífice sobre toda la Iglesia, la constitución dogmática Pastor Aeternus definió como dogma de fe católica la infalibilidad del Romano Pontífice en los siguientes términos:
«Así, pues, Nos, siguiendo la tradición recogida fielmente desde el principio de la fe cristiana, para gloria de Dios Salvador nuestro, para exaltación de la fe católica y salvación de los pueblos cristianos, con aprobación del sagrado Concilio, enseñamos y definimos ser dogma divinamente revelado que el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra –esto es, cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal–, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y costumbres y, por lo tanto, que las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia»[8].
25. Explicación de la definición de la infalibilidad papal.
La infalibilidad papal es un carisma por el cual el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, en virtud de la asistencia divina, no puede desviarse en las definiciones de fe o costumbres.
Por «Romano Pontífice» hay que entender no «la sede de Roma», ni «la serie de pontífices» que se suceden, como si uno u otro pudieran desviarse mientras no se desviara toda la serie de Pontífices, sino todos y cada uno de los legítimos sucesores de San Pedro en el primado, como persona pública y pastor de la Iglesia universal[9].
El Concilio Vaticano atribuye infalibilidad al Papa cuando habla ex cathedra, y especifica cuatro condiciones para que una enseñanza pontificia se considere tal:
(1) Es una declaración definitiva, es decir, que el Papa se propone decidir para siempre una cuestión. Por lo tanto, una simple exhortación o la indicación de lo que parece más cierto y probable no es una declaración ex cathedra.
(2) Es una declaración del Papa hecha como Pastor supremo, es decir, que desempeña el oficio de Pastor universal y Doctor de todos los fieles. Por lo tanto, lo que el Romano Pontífice dice como doctor privado cuando da su opinión puramente personal sobre una cuestión, no es enseñanza ex cathedra y de hecho ni siquiera forma parte de su Magisterio.
(3) Es una declaración sobre fe o moral. El Concilio Vaticano dice que la infalibilidad del Papa es la misma que la de la Iglesia, por lo tanto, sus objetos son los mismos. De ahí que el Papa sea infalible en todas las materias en las que la Iglesia es infalible, es decir, en todo lo que concierne a la fe y a la moral.
(4) Es una doctrina que debe ser sostenida por la Iglesia universal, es decir, que el Papa debe manifestar la intención de obligar a todos los fieles a un asentimiento absoluto y definitivo. Esta obligación debe ser suficientemente manifiesta, pero esta manifestación no se limita al uso de formas solemnes de documentos, como por ejemplo una bula dogmática.
26. El magisterio infalible se ejerce tanto de modo extraordinario como ordinario.
El Papa es ciertamente infalible cuando define solemnemente un dogma, en presencia de centenares de obispos y de miles de personas, en el gran esplendor de las ceremonias pontificias, tal como hizo Pío XII al definir el dogma de la Asunción de Nuestra Señora (1950).
Pero tal solemnidad no es necesaria en sí misma, y el Papa también es infalible cuando define la fe a través de medios ordinarios, tal como la condena del modernismo en la encíclica Pascendi (1907) de San Pío X y la condena del control de la natalidad por Pío XI en la encíclica Casti connubii (1930)[10].
27. La justificación teológica de la infalibilidad papal.
La justificación teológica del carisma de la infalibilidad pontificia es expuesta por Santo Tomás en la Summa Theologica cuando responde a la pregunta de si dirimir el credo corresponde al Sumo Pontífice. Reproducimos aquí parte del comentario hecho por el P. Thomas Pègues O.P.:
«He aquí la razón dada por Santo Tomás. Sólo debe haber una y misma fe para toda la Iglesia; esta es la palabra de San Pablo en su primera epístola a los Corintios: “Os ruego, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que habléis todos una misma cosa y que no haya cismas entre vosotros”. Ahora bien, esta unidad, esencial a la Iglesia, sólo puede preservarse si cualquier cuestión que se plantee sobre la fe es decidida por quien preside toda la Iglesia, de modo que su sentencia sea vinculante para todos.
Por lo tanto, y en las cuestiones planteadas sobre la fe, todo miembro de la Iglesia está obligado a aceptar la decisión del Sumo Pontífice, a hacerla suya. Pero, o esta decisión del Sumo Pontífice es conforme a la verdad o es falsa. Si es falsa, toda la Iglesia habrá sido engañada. Todos en la Iglesia se verían obligados a someterse, en nombre de Dios, a una decisión doctrinal que es errónea. Los Pastores y Doctores se verían obligados a enseñarla, los fieles se verían obligados a admitirla… lo cual es inadmisible: inadmisible, porque la Iglesia dejaría de ser la ciudad de Dios si, en lugar de la verdad, enseñara el error; inadmisible, porque la única razón por la que uno se adhiere a una verdad de fe es la autoridad o veracidad divina, veracidad que excluye evidentemente cualquier error.
Es, por lo tanto, imposible que una decisión doctrinal que emane de la cabeza de la Iglesia y obligue a todos sus miembros sea contraria a la verdad. Es absolutamente necesario que sea verdadera, que se ajuste al pensamiento divino, a la palabra de Dios. Debe hacerse so pena de hacer mentir a Dios, so pena de destruir la Iglesia.
Se requerirá, por lo tanto, una asistencia especial de Dios, en virtud de la cual el Jefe de la Iglesia, cuando tenga que emitir un juicio definitivo sobre un punto controvertido, será preservado del error y confirmado en la verdadera fe. Esta es la palabra de Cristo a Simón Pedro, cabeza de la Iglesia: “Pero Yo he rogado por ti, a fin de que tu fe no desfallezca. Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos”.
Esta es la razón del privilegio de la infalibilidad; el motivo de absoluta necesidad sobre el que descansa. La Iglesia ya no sería la sociedad de los fieles, de los que viven de la verdad de Dios, si la cabeza de la Iglesia, a quien corresponde en última instancia resolver todas las controversias relativas a la verdad o a la palabra de Dios, pudiera equivocarse. La cabeza de la Iglesia, y por ser cabeza de la Iglesia, debe ser necesariamente infalible[11].
Está muy claro que la argumentación de Santo Tomás se basa en la autoridad suprema del Romano Pontífice, de la que no cabe apelación. Este argumento, que Santo Tomás establece sobre los dogmas de fe, es aplicado también por los doctores y teólogos a lo que se conoce como objeto secundario de la infalibilidad, y en particular a la liturgia y disciplina universales. Puesto que la autoridad del Papa es suprema, y puesto que es necesario para la salvación someterse al Romano Pontífice, es imposible que una disciplina o una ley litúrgica promulgada a la Iglesia universal sea en modo alguno perjudicial, como veremos con más detalle a continuación.
28. La doctrina católica es, por la misma razón, siempre segura de seguir.
Hasta cierto punto, el mismo argumento de Santo Tomás puede aplicarse a lo que se conoce como doctrina católica.
Todas las enseñanzas universales y oficiales de la Iglesia sobre fe y moral, aunque no sean infalibles porque todavía no son definitivas, pertenecen a lo que se llama doctrina católica. De ahí que la doctrina oficial de la Iglesia Católica, la doctrina católica, comprenda tanto lo que está definido, y por lo tanto es infalible, como lo que se enseña con autoridad, pero sin ser definitivo. Este último tipo de enseñanza suele denominarse como magisterio simplemente auténtico. Los fieles deben dar un asentimiento religioso a la doctrina católica, tanto interna como externamente.
Así, la Asunción de Nuestra Señora ciertamente que forma parte de la doctrina católica, pero es también un dogma de fe definido por el Papa Pío XII. La doctrina de los ángeles custodios es ciertamente parte de la doctrina católica, incluso puede decirse que es enseñada infaliblemente por el magisterio ordinario universal. El P. Cartechini indica como ejemplo de algo que formaría parte de la doctrina católica, aunque quizás no haya sido enseñado infaliblemente por la Iglesia, que los autores inspirados de la Sagrada Escritura son verdaderamente autores secundarios (mientras que Dios es el autor principal). En otras palabras, no son llevados por la inspiración divina de forma violenta, sin conciencia ni consentimiento a escribir lo que escriben, sino que lo hacen libremente, bajo inspiración del Espíritu Santo.
El Concilio Vaticano de 1870, después de una serie de anatemas contra muchos errores explícitamente condenados, recordó a los católicos su deber de obedecer los decretos de la Santa Sede:
«Mas como no basta evitar el extravío herético, si no se huye también diligentísimamente de aquellos errores que más o menos se aproximan a aquél, a todos avisamos del deber de guardar también las constituciones y decretos por los que tales opiniones extraviadas, que aquí no se enumeran expresamente, han sido proscritas y prohibidas por esta Santa Sede»[12].
Esta doctrina también es enseñada por el Papa Pío IX:
«No basta para los sabios católicos aceptar y reverenciar los predichos dogmas de la Iglesia, sino que es menester también que se sometan a las decisiones que, pertenecientes a la doctrina, emanan de las Congregaciones pontificias»[13].
Los teólogos[14] explican que, si alguien docto en teología ve una razón seria para suspender el asentimiento, debe someter su duda a la Santa Sede, y estar dispuesto a aceptar cualquier decisión que finalmente se tome al respecto. Nunca se le permite expresar públicamente su desacuerdo con ningún punto de la doctrina católica. No obstante, aunque no haya infalibilidad de la verdad en casos como éste, siempre existe una seguridad infalible, tal como ahora explicaremos.
Por eso, es lógico que exista en este sentido una especial asistencia del Espíritu Santo, por la que los fieles no pueden encontrarse nunca en una situación en la que se vean seriamente obligados a aceptar una doctrina que contradiga algo ya definido o a la que sería pecaminoso adherirse. Por lo tanto, aunque no defina nada nuevo, el magisterio supremo de la Iglesia siempre mantendrá infaliblemente lo que ya ha sido definido y nunca podría contradecirlo. Por poner un ejemplo, es imposible que el Papa (o todos los obispos junto con el Papa) enseñen con autoridad una doctrina que niegue abiertamente la Asunción de Nuestra Señora, que ya ha sido definida como dogma de fe católica.
Esto se desprende directamente de la argumentación de Santo Tomás, y de lo que hemos explicado sobre la indefectibilidad de la Iglesia en su doctrina. Repitamos las palabras de Pío XI, ya citadas anteriormente:
«¿Se ha desvanecido completamente esta doctrina de los Apóstoles o a veces se ha oscurecido, en la Iglesia, cuyo gobernante y defensor es Dios mismo? Y si nuestro Redentor manifestó expresamente que su Evangelio no sólo era para los tiempos apostólicos, sino también para las edades futuras, ¿habrá podido hacerse tan obscura e incierta la doctrina de la Fe, que sea hoy conveniente tolerar en ella hasta las opiniones contrarias entre sí? Si esto fuese verdad, habría que decir también que el Espíritu Santo infundido en los Apóstoles, y la perpetua permanencia del mismo Espíritu en la Iglesia, y hasta la misma predicación de Jesucristo habría perdido hace muchos siglos toda utilidad y eficacia; afirmación que sería ciertamente blasfema»[15].
29. La noción de seguridad infalible, según el Cardenal Franzelin.
Según el Cardenal Franzelin[16], los decretos doctrinales de las Sagradas Congregaciones, y en particular los del Santo Oficio, gozan de una seguridad infalible cuando son aprobados por el Papa, en virtud de la asistencia del Espíritu Santo. Esta seguridad garantiza que los fieles puedan recibir esta enseñanza con toda seguridad para la fe y las costumbres. De hecho, los fieles deben aceptar esta enseñanza doctrinal bajo pena de pecado mortal, según los canonistas y teólogos[17]. Con mayor razón, por lo tanto, cualquier enseñanza que emane del Romano Pontífice será, si no siempre infaliblemente verdadera, al menos infaliblemente segura, de acuerdo con la explicación del Cardenal Franzelin. Esta noción de seguridad infalible ha sido abrazada y defendida por sus sucesores[18]. He aquí un extracto de la explicación del Cardenal:
«La Santa Sede Apostólica, a quien Dios ha confiado la custodia del sagrado depósito de la revelación y ha encomendado el deber y el cuidado de gobernar la Iglesia para la salvación de las almas, puede, respecto a las opiniones teológicas y a quienes se relacionan con ellas, prescribir que se las adopte o proscribirlas para que sean rechazadas. Estas decisiones no se toman sólo con intención de asentar infaliblemente la verdad mediante una sentencia definitiva, sino que, fuera de este caso, se toman por la necesidad e intención de proveer simplemente, o tal vez a causa de algunas circunstancias, a la seguridad de la doctrina católica… En esta clase de declaraciones no hay verdad infalible de la doctrina, puesto que en esta hipótesis no hay voluntad de resolverla, sino seguridad infalible de la doctrina»[19].
Lo que el Cardenal Franzelin llama seguridad infalible se denomina a veces infalibilidad negativa, que significa que es infaliblemente seguro que lo que pertenece a la doctrina católica no es contrario a la fe o a las costumbres.
30. Los Papas Pío XI y Pío XII enseñaron claramente la obligación de los católicos de asentir al magisterio simplemente auténtico, como la mejor manera de proteger su fe.
El Papa Pío XI alude a la obediencia debida a los decretos doctrinales de la Santa Sede (incluso a los no infalibles) como «ese auxilio dado por Dios con tan liberal munificencia» para «mantenerse inmune del error y libre de corrupción sus costumbres» (el subrayado es nuestro)[20]. Pío XI continúa:
«Es muy impropio de todo verdadero cristiano confiar con tanta osadía en el poder de su inteligencia, que únicamente preste asentimiento a lo que conoce por razones internas; creer que la Iglesia, destinada por Dios para enseñar y regir a todos los pueblos, no está bien enterada de las condiciones y cosas actuales, o limitar su consentimiento y obediencia únicamente a cuanto propone por medio de las definiciones más solemnes, como si las restantes decisiones de aquélla pudieran ser falsas o no ofrecer motivos suficientes de verdad y honestidad. Por el contrario, es propio de todo verdadero discípulo de Jesucristo, sea sabio o ignorante, dejarse gobernar y conducir, en todo lo que se refiere a la fe y a las costumbres, por la santa madre Iglesia, por su supremo Pastor el Romano Pontífice, a quien rige el mismo Jesucristo Señor nuestro».
El Papa Pío XII menciona explícitamente la necesidad de profesar la doctrina enseñada en las encíclicas papales:
«Tampoco ha de pensarse que no exige de suyo asentimiento lo que en las Encíclicas se expone, por el hecho de que en ellas no ejercen los Pontífices la suprema potestad de su magisterio; puesto que estas cosas se enseñan por el magisterio ordinario, al que también se aplica lo de quien a vosotros oye, a mí me oye, y las más de las veces, lo que en las Encíclicas se propone y se inculca, pertenece ya por otros conceptos a la doctrina católica. Y si los Sumos Pontífices en sus documentos pronuncian de propósito sentencia sobre alguna cuestión hasta entonces discutida, es evidente que esa cuestión, según la mente y voluntad de los mismos Pontífices, no puede ya tenerse por objeto de libre discusión entre los teólogos»[21].
31. Conclusión.
El Romano Pontífice es infalible cuando enseña en su oficio de pastor supremo, sobre fe y moral, a la Iglesia universal, y de modo definitivo.
Cuando no resuelve una cuestión de modo definitivo, sino que se limita a dar orientaciones doctrinales, como suele ocurrir en una encíclica, el Romano Pontífice lo hace de un modo infaliblemente seguro y que nunca podría contradecir las definiciones pasadas de la Iglesia. Estas directrices doctrinales deben ser acatadas por asentimiento religioso, bajo pena de pecado mortal.
ARTÍCULO QUINTO
LA INFALIBILIDAD DEL MAGISTERIO ORDINARIO UNIVERSAL DE LA IGLESIA
32. Importancia de esta cuestión.
La infalibilidad del magisterio ordinario universal es la que goza la Iglesia universal en la enseñanza cotidiana de la fe, y se manifiesta de muchas maneras, ya sea explícitamente, mediante documentos formales, o implícitamente, por ejemplo, en la aprobación cotidiana de catecismos y manuales de seminario.
La noción de magisterio ordinario universal es muy útil para evaluar la crisis actual ya que, aunque el magisterio solemne de la Iglesia se ejerce sólo ocasionalmente, el magisterio ordinario universal se ejerce diariamente, y la Iglesia debería, por lo tanto, gozar continuamente, todos los días, de infalibilidad en la enseñanza de la fe de esta manera ordinaria, tal como explicaremos.
La doctrina católica sobre los ángeles custodios es un ejemplo de doctrina que nunca ha sido objeto de una definición solemne, pero que ha sido enseñada por la Iglesia en su magisterio universal. La mayor parte de las enseñanzas morales tampoco han sido nunca objeto de definiciones solemnes, pero la Iglesia las propone infaliblemente y en todas partes a través de catecismos, cartas, sermones y otros medios ordinarios.
33. La enseñanza de la Iglesia sobre esta cuestión.
La infalibilidad de la Iglesia docente en general fue definida implícitamente en el Concilio Vaticano de 1870, que dice:
«La doctrina de la fe… ha sido… entregada a la Esposa de Cristo como un depósito divino, para ser fielmente guardada e infaliblemente declarada»[22].
La infalibilidad del magisterio de los obispos unidos al Papa, en Concilio o fuera de él, fue definida explícitamente en el Concilio Vaticano, en la Constitución dogmática Dei Filius:
«Deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o en la tradición, y son propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, ora por solemne juicio, ora por su ordinario y universal magisterio» (énfasis añadido)[23].
En cuanto al magisterio ordinario universal en particular, Pío IX enseña en la Carta Apostólica Tuas Libenter:
«Porque, aunque se tratara de aquella sujeción que debe prestarse mediante un acto de fe divina; no habría, sin embargo, que limitarla a las materias que han sido definidas por decretos expresos de los Concilios ecuménicos o de los Romanos Pontífices y de est Sede, sino que habría también de extenderse a las que se enseñan como divinamente reveladas por el magisterio ordinario de toda la Iglesia extendida por el orbe y, por ende, con universal y constante consentimiento son consideradas por los teólogos católicos como pertenecientes a la fe»[24].
En esta carta, el Papa Pío IX reconoce y confirma implícitamente la doctrina de los teólogos sobre la naturaleza del magisterio ordinario universal. Por lo tanto, presentaremos ahora un breve resumen de la doctrina común de los teólogos sobre esta cuestión. Se invita al lector a consultar los autores utilizados para esta presentación, entre los que se encuentran Salaverri[25], De Groot[26], Franzelin[27], Lépicier[28], Bainvel[29], Billot[30], Vacant[31], Journet[32].
34. Explicación teológica.
La razón teológica de la infalibilidad de los obispos unidos al Papa es el hecho de que los obispos residenciales son los sucesores del Colegio de los Apóstoles, y por lo tanto gozan del mismo derecho e infalibilidad, que fue absoluta y perpetuamente prometida por Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores, tanto si están reunidos en concilio, como si están dispersos por toda la tierra.
Los obispos son infalibles cuando se dan estas tres condiciones: (1) son obispos residenciales (es decir, diocesanos), capaces de enseñar con autoridad; (2) existe un consenso de los obispos sometidos al Papa, con al menos la conciencia implícita de enseñar la misma doctrina que él; (3) enseñan una doctrina para ser conservada definitivamente.
(1) Hablamos aquí de los obispos diocesanos, a la cabeza de una diócesis particular y por lo tanto encargados ordinariamente de pastorear a una parte de los fieles, con el poder de enseñar, santificar y gobernar. Estos obispos son, de hecho, los sucesores de los Apóstoles[33].
(2) Los obispos deben enseñar una doctrina estando sujetos al Sumo Pontífice, y siendo al menos tácitamente conscientes de que están enseñando la misma doctrina que el Sumo Pontífice. Cumplen esta condición, por ejemplo, cuando presentan una doctrina como enseñanza de la Iglesia. Lo hacen, y son infalibles, cuando actúan como cuerpo, y no como individuos; un obispo, aunque esté en comunión con los otros obispos de la Iglesia, y sometido al Papa, no es por ese solo hecho infalible. La infalibilidad se da a los obispos cuando todos enseñan juntos, como cuerpo de la Iglesia docente, cuya cabeza es el Papa.
(3) Por último, los obispos enseñan una doctrina como debiendo ser sostenida definitivamente cuando, en la plenitud de su autoridad, exigen, con respecto a la doctrina que enseñan, de parte de los fieles, un asentimiento irrevocable[34].
35. Ejercicio del magisterio ordinario universal.
Los teólogos están de acuerdo en que el ejercicio del magisterio ordinario universal es muy frecuente. Los obispos usan el magisterio ordinario para conservar, proponer y declarar a sus fieles la doctrina sobre fe y moral necesaria para su instrucción religiosa. De este modo, ejercen este magisterio cuando prescriben símbolos y profesiones de fe, cuando condenan los graves errores contra la fe y las costumbres que aparecen a lo largo de los siglos, cuando obligan a los fieles a aceptar las definiciones de los Concilios y de los Sumos Pontífices, etc.
El teólogo Vacant explica:
«Si los actos del magisterio ordinario de la Iglesia forman un conjunto complejo y variado, a causa de la multitud y desigual autoridad de quienes le sirven de órganos o instrumentos, esta variedad es más llamativa cuando consideramos las diversas formas en que estos órganos se expresan. A veces la Iglesia habla expresamente, nos presenta su doctrina mezclada o no con otros elementos; a veces actúa o traza el camino que deben seguir sus hijos, y sus actos se convierten en una enseñanza implícita; las más de las veces calla y, dejándonos hablar y actuar de acuerdo con sus enseñanzas anteriores y con las reglas que estableció, ejerce un magisterio tácito que confirma los actos de su magisterio explícito y de su magisterio implícito»[35].
ARTÍCULO SEXTO
LA INDEFECTIBILIDAD DE LA IGLESIA EN SU DISCIPLINA
36. Disciplina e indefectibilidad.
La Iglesia ha recibido no sólo el mandato de instruir a los fieles y administrar los sacramentos, sino también de gobernar a los fieles y hacer cumplir la ley de Dios:
«Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a conservar todo cuanto os he mandado»[36].
En consecuencia, la Iglesia es asistida por el Espíritu Santo no sólo cuando enseña la fe, sino también cuando impone la disciplina a los fieles para conducirlos al cielo. Por lo tanto, se puede hablar de una cierta «infalibilidad» de la disciplina, no en sentido de que una ley práctica (como la ley del ayuno eucarístico) se convierta en dogma y sea necesariamente revelada por Dios, sino en sentido de que las leyes universales de la Iglesia son conformes a la fe y a las costumbres, son santas y santificantes y conducen a los fieles al cielo.
La Iglesia defeccionaría y fracasaría en la misión que le ha sido confiada por el mismo Cristo, si impusiera universalmente una ley perjudicial u ofensiva a la fe y a las buenas costumbres de los fieles. Ya hemos citado anteriormente la enseñanza del Papa León XIII, explicando este punto en su encíclica Satis Cognitum:
«En efecto, por la salud del género humano se sacrificó Jesucristo, y a este fin refirió todas sus enseñanzas y todos sus preceptos, y lo que ordenó a la Iglesia que buscase en la verdad de la doctrina fue la santificación y la salvación de los hombres. Pero este designio tan grande y tan excelente, no puede realizarse por la fe sola; es preciso añadir a ella el culto dado a Dios en espíritu de justicia y de piedad, y que comprende, sobre todo, el sacrificio divino y la participación de los sacramentos, y por añadidura la santidad de las leyes morales y de la disciplina. Todo esto debe encontrarse en la Iglesia, pues está encargada de continuar hasta el fin de los siglos las funciones del Salvador» (énfasis añadido).
37. Aclaraciones sobre la noción de infalibilidad de la disciplina.
La disciplina universal de la Iglesia incluye tanto el Derecho Canónico como la liturgia. Los teólogos concuerdan en que los decretos particulares que se emitieran para una o varias iglesias particulares no serían necesariamente infalibles. Por lo tanto, aquí sólo consideramos decretos universales para toda la Iglesia, emitidos por la autoridad del Sumo Pontífice, de un Concilio Ecuménico o de todos los obispos dispersos por el mundo y unidos al Papa.
También es importante comprender adecuadamente qué tipo de infalibilidad puede existir en la disciplina universal. El teólogo dominico De Groot explica:
«La finalidad de las leyes disciplinarias es la santidad y el orden de la Iglesia. De aquí se deduce que (a) las leyes meramente disciplinares pueden modificarse según la necesidad de los tiempos y lugares, pero la Iglesia no puede, en una ley de disciplina universal, por mucho que se modifique, prescribir o prohibir algo que sea contrario a la fe y a las costumbres; (b) siendo la proporción de las leyes a las circunstancias una cuestión de prudencia, la infalibilidad no parece exigir per se, que todas las leyes de la Iglesia alcancen el más alto grado de prudencia. Por lo tanto, pasando por alto la cuestión de si lo establecido en la disciplina general es óptimo, afirmamos que nada puede deslizarse en la disciplina general de la Iglesia que sea contrario a la fe y a las costumbres»[37].
38. Enseñanza de la Iglesia sobre esta cuestión.
El magisterio de la Iglesia se ha expresado en numerosas ocasiones sobre la infalibilidad de las leyes y disciplinas universales de la Iglesia. Gregorio XVI dijo en la encíclica Quo Graviora de 1833:
«La Iglesia es columna y fundamento de la verdad, la cual es enseñada por el Espíritu Santo. ¿Debe la Iglesia ordenar, ceder o permitir aquellas cosas que tienden a la destrucción de las almas y a la deshonra y detrimento del sacramento instituido por Cristo?».
El mismo Pontífice declaró en la encíclica Mirari Vos de 1832:
«Además, la disciplina sancionada por la Iglesia nunca debe ser rechazada ni tachada como contraria a ciertos principios del derecho natural. Nunca debe ser calificada de defectuosa, imperfecta o sometida a la autoridad civil. En esta disciplina se incluyen la administración de los ritos sagrados, las normas de moral y el reconocimiento de los derechos de la Iglesia y de sus ministros. Para usar las palabras de los padres de Trento, es cierto que la Iglesia “fue instruida por Jesucristo y sus Apóstoles y que toda la verdad fue enseñada todos los días en ella por inspiración del Espíritu Santo”. Por lo tanto, es obviamente absurdo e injurioso proponer una cierta «restauración y regeneración» como si fuera necesaria para su seguridad y crecimiento, como si pudiera ser considerada sujeta a defecto, obscurecimiento u otra desgracia».
El Papa Pío VI en la bula Auctorem Fidei condenó como…
«falsa, temeraria, escandalosa, perniciosa, ofensiva a los oídos piadosos, injuriosa a la Iglesia y al Espíritu de Dios por el que ella se rige, y por lo menos errónea»
la proposición según la cual…
«la Iglesia que se rige por el Espíritu de Dios, pudiera constituir disciplina no sólo inútil y más onerosa de lo que sufre la libertad cristiana, sino peligrosa y nociva»[38].
En su carta Testem benevolentiae (1899) León XIII recordó esta condena y repitió que la Iglesia es juez de la disciplina legítima, y que en este oficio es guiada por el Espíritu Santo, y por lo tanto nunca fallará:
«Pero este asunto (de disciplina y regla de vida) no corresponde al arbitrio de personas particulares, que a menudo se engañan con la apariencia de bien, sino que debe dejarse al juicio de la Iglesia. En esto debe estar de acuerdo todo el que desee escapar a la censura de nuestro predecesor, Pío VI, quien declaró como “injuriosa para la Iglesia y el Espíritu de Dios que la guía” la doctrina contenida en la proposición LXXVIII del Sínodo de Pistoya: “que la disciplina establecida y aprobada por la Iglesia debe ser sometida a examen, como si la Iglesia pudiese formular una disciplina inútil o más pesada que lo que la libertad cristiana pueda soportar”».
39. La enseñanza unánime de los doctores y teólogos es que la disciplina universal de la Iglesia nunca puede ser perjudicial para la fe y las costumbres.
San Agustín, hablando de las cosas «que la Iglesia hace en el mundo entero», decía que «discutir si las cosas deben hacerse así, sería de la más insolente locura»[39].
Todos los teólogos católicos afirman, además, que es al menos teológicamente cierto que la Iglesia no puede equivocarse en materia de disciplina universal, lo que significa que la Iglesia no puede prescribir, ni siquiera permitir, algo pecaminoso. Las discusiones de la asamblea del Concilio Vaticano de 1870 muestran que todos estaban de acuerdo en que era al menos teológicamente cierto, pero la asamblea no quiso decidir si era de fe o no. El célebre teólogo dominico Juan de Santo Tomás, por ejemplo, califica de herejía la idea según la cual la Iglesia podría, en su disciplina universal, prescribir o permitir cualquier cosa perjudicial, contraria a las buenas costumbres o a la ley divina o natural.
El Cardenal Billot resume así la doctrina católica sobre esta cuestión:
«La potestad legislativa de la Iglesia tiene por objeto no sólo las cuestiones de fe y costumbres, sino también las de disciplina. En materia de fe y costumbres, a la obligación de la ley divina se añade una obligación de ley eclesiástica; mientras que, en materia de disciplina, la obligación es completamente de ley eclesiástica. Sin embargo, el ejercicio de la suprema potestad legislativa va siempre unido a la infalibilidad, en cuanto que, en virtud de la asistencia de Dios, la Iglesia nunca puede imponer una disciplina que se oponga a las reglas de fe y a la santidad del Evangelio»[40].
ARTÍCULO SÉPTIMO
LA INDEFECTIBILIDAD DE LA IGLESIA EN SU LITURGIA
40. Lo que hemos dicho anteriormente sobre la disciplina, se aplica también a la liturgia.
La infalibilidad de la disciplina se encuentra especialmente en la sagrada liturgia. El Cardenal Lépicier explica que la liturgia, por su propia naturaleza, es una expresión del dogma y la fe de la Iglesia[41]. Los actos religiosos externos son, en efecto, expresiones de disposiciones internas. Pero la Iglesia es infalible en la definición del dogma. Por lo tanto, es necesario que también sea infalible en el establecimiento de las leyes litúrgicas. Esto implica que la liturgia de la Iglesia es siempre un medio apto para elevar el alma a Dios, rindiéndole digno homenaje y santificando el alma.
Por lo tanto, sería una blasfemia decir que la Iglesia podría promulgar un rito de la misa malo o de algún modo deficiente, o una «misa de Lutero», o también una «misa bastarda»[42], tal como se ha oído.
Doctores y teólogos están todos de acuerdo en este sentido, por la misma razón que en la cuestión anterior. Es imposible que la Iglesia, en su liturgia universal, exprese, con palabras o gestos, algo contrario a la fe (por ejemplo, alguna acción vil que equivaldría a negar la Presencia Real de Cristo en la Sagrada Eucaristía) o algo contrario a la moral (muchos rituales paganos contienen comportamientos impuros).
41. Definiciones del Concilio de Trento.
Sobre este tema, el Concilio de Trento, sesión XXII, canon 7, declara:
«Si alguno dijere que las ceremonias, vestiduras y signos externos de que usa la Iglesia Católica son más bien provocaciones a la impiedad que no oficios de piedad, sea anatema»[43].
El Concilio de Trento ha definido también contra los protestantes que el Canon de la Misa no contiene ningún error:
«Si alguno dijere que el canon de la Misa contiene error y que, por lo tanto, debe ser abrogado, sea anatema»[44].
Esto implica obviamente que los ritos dados por la Iglesia para la administración de los otros sacramentos son también válidos, puesto que los sacramentos fueron instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia para ser fielmente guardados y administrados hasta el fin de los tiempos[45].
Ya hemos presentado anteriormente la enseñanza de Gregorio XVI, quien dijo en la encíclica Quo Graviora de 1833:
«La Iglesia es columna y fundamento de la verdad, toda la cual es enseñada por el Espíritu Santo. ¿Debe la Iglesia ordenar, ceder o permitir aquellas cosas que tienden a la destrucción de las almas y a la deshonra y detrimento del sacramento instituido por Cristo?».
La Iglesia, único medio de salvación, es asistida por el Espíritu Santo para cumplir fielmente su misión de enseñar, regir y santificar a los fieles. Decir que la Iglesia ha promulgado al mundo entero un rito malo para la celebración de la Misa es básicamente destruir la nota de santidad de la Iglesia Católica y encontrar deficiencias en la asistencia del Espíritu Santo[46].
42. Las canonizaciones de los santos son infalibles.
La infalibilidad de la Iglesia en las canonizaciones de los santos es un corolario del punto anterior. En efecto, mediante la canonización de los santos, la Iglesia presenta implícitamente a los fieles una regla de moral, ya que propone a la persona canonizada como ejemplo a imitar.
El teólogo dominico De Groot define la canonización como la sentencia última y definitiva por la que la Iglesia declara que alguien ha llevado una vida santa y ha sido recibido en el cielo, y lo propone a todos los fieles para su veneración e invocación[47].
Por lo tanto, una canonización establece tres cosas: (1) que la persona canonizada era de eminente santidad de costumbres; (2) que esta persona entró en el cielo; (3) que esta persona debe ser venerada e invocada por todos los fieles.
Es una sentencia absolutamente definitiva y por lo tanto no estamos hablando aquí de la beatificación, que, al no ser una sentencia definitiva, no pertenece a la fe, ni divina ni eclesiástica, aunque sería temerario impugnar una beatificación[48].
Santo Tomás dice que una canonización es una especie de profesión de fe, y por lo tanto está unida a la fe misma, con lo cual, está sujeta a la providencia especial y sobrenatural por la que Cristo ha prometido estar siempre con su Iglesia.
Santo Tomás explica:
«El honor que rendimos a los santos es una especie de profesión de fe, por la que creemos en la gloria de los santos»[49].
La Iglesia no puede equivocarse en la determinación de las cosas que pertenecen a la profesión de fe, y es por lo tanto infalible en la canonización de los santos. Además, si fuera de otro modo, toda la veneración de los santos quedaría en entredicho ya que ninguna autoridad ajena a la Iglesia podría determinar si un santo está o no debidamente canonizado. Por todas estas razones, explica el Cardenal Lépicier:
«Así las cosas, afirmar que la Iglesia puede errar en la canonización de los santos no sólo es erróneo, temerario, escandaloso e impío, sino incluso formalmente herético. En primer lugar, ciertamente es erróneo, pues se opone al sentido común de los fieles; en segundo lugar, es temerario, pues es contrario a la sentencia general de los teólogos; en tercer lugar, es escandaloso, pues insinúa en la mente de los fieles que alguien canonizado puede estar atormentado en el infierno; en cuarto lugar, es impío, pues ataca a la religión y al culto debido a los santos. Pero decíamos, en quinto lugar, que es formalmente herética, puesto que se opone a la certeza de la revelación»[50].
El Cardenal Lépicier considera, por lo tanto, que negar la infalibilidad de las canonizaciones de los santos es herético, y precisa además que va contra la fe eclesiástica, ya que equivale lógicamente a negar la asistencia del Espíritu Santo prometida a la Iglesia.
43. La enseñanza de Pío XI y Pío XII es muy clara: las canonizaciones solemnes de los santos son definiciones infalibles ex cathedra.
El P. Salaverri afirma que la infalibilidad de las canonizaciones puede considerarse ya implícitamente definida, puesto que los Papas Pío XI y Pío XII la afirmaron explícitamente en múltiples ocasiones en las Cartas Decretales de canonizaciones.
En 1933, el Papa Pío XI afirmó, a propósito de la canonización de San Andrés-Huberto Fournet:
«Como supremo Maestro de la Iglesia Católica, hemos pronunciado con estas palabras una sentencia infalible»[51].
En 1934, las Cartas Decretales de la canonización de Santa María Magdalena del Santísimo Sacramento afirmaban:
«Como Maestro supremo universal de la Iglesia de Cristo, pronunciamos solemnemente desde la cátedra de San Pedro una sentencia infalible con estas palabras…».
Nótese que el Sumo Pontífice dice explícitamente que pronunció una sentencia ex cathedra, desde la cátedra de San Pedro. Estas son las palabras que utiliza en latín: ex cathedra[52]. Esta expresión es la misma utilizada por el Concilio Vaticano de 1870 para designar las decisiones infalibles del Romano Pontífice[53].
Las Actas del Papa Pío XII también indican, en varias ocasiones[54], que en las canonizaciones de los santos pronunciaba una decisión infalible ex cathedra.
Y no es necesario que el Sumo Pontífice declare que está haciendo un pronunciamiento infalible para que una canonización dada sea de hecho infalible. Las Actas del Papa Pío XII dejan muy claro este punto. La canonización de San Juan de Brito, San Bernardino Realino y San José Cafasso, pronunciada el 22 de junio de 1947, aparece por primera vez en las Acta Apostolicae Sedis de 1947 de forma bastante descriptiva:
«Entonces el Santísimo Padre, estando sentado, pronunció solemnemente, desde la cátedra (ex cathedra) de San Pedro: en honor de la Santísima e Indivisible Trinidad, etc.»[55].
El Santo Padre no dice aquí que sea infalible, aunque es evidente. Pero, dos años más tarde, recordando este acontecimiento, Pío XII afirma explícitamente que entonces era infalible:
«… sentados en la Cátedra, cumpliendo el magisterio infalible de Pedro, hemos pronunciado solemnemente…» (énfasis añadido)[56].
Según la enseñanza de los Papas Pío XI y Pío XII, las canonizaciones son por lo tanto definiciones ex cathedra solemnes e infalibles[57]. La infalibilidad de las canonizaciones ya no puede ser puesta en duda. Por eso, no debe sorprendernos que los teólogos concluyan que cuestionar una canonización es un grave pecado mortal contra la fe.
Por otra parte, la infalibilidad de las canonizaciones no depende de la investigación canónica que la precede, ni del valor de los testimonios aportados, como indica cualquier buen libro de texto de eclesiología[58]. La asistencia del Espíritu Santo es tal que impide que la sentencia definitiva de la Iglesia sea falsa. Para los fieles, la sentencia definitiva de la Iglesia es una garantía, y no se les pide que comprueben que la Sagrada Congregación de Ritos ha hecho bien su trabajo; lo cual, además de absurdo, es a todas luces imposible.
San Roberto Belarmino[59] resume así la enseñanza de los teólogos sobre esta cuestión:
«Si alguien preguntara, sin embargo, si el Papa podría equivocarse si definiera imprudentemente algo, entonces sin duda todos los autores antes mencionados responderían que no puede suceder que el Papa defina imprudentemente algo, porque Dios ha prometido el fin, y sin duda prometió también los medios que son necesarios para obtener ese fin. De poco serviría saber que el Papa no iba a equivocarse al definir imprudentemente algo, si no supiéramos también que la Providencia de Dios no le permitiría definir imprudentemente algo».
ARTÍCULO OCTAVO
CONCLUSIÓN
44. El dogma de la indefectibilidad de la Iglesia significa que la Iglesia no puede sufrir un cambio substancial en doctrina, disciplina y liturgia.
Esto es cierto porque: (1) estos son los elementos esenciales de una religión. Por lo tanto, si cambian substancialmente, entonces la religión misma ha cambiado substancialmente. Esto también es cierto, porque: (2) tal ruptura contradiría las cuatro notas de la verdadera Iglesia de Cristo, tal como hemos explicado.
La indefectibilidad prometida por Cristo a la Iglesia proporciona por lo tanto a la Iglesia una infalibilidad de doctrina, disciplina y liturgia.
45. La Iglesia es infalible en su doctrina.
La Iglesia es infalible en la definición de la fe y la moral, tanto si la realiza el Papa solo como si la realiza el Papa junto con los obispos del mundo, reunidos en concilio ecuménico. Además, también es infalible el magisterio ordinario universal del Papa y los obispos que enseñan diariamente a los fieles en todo el mundo.
El Concilio Vaticano de 1870 enseña en términos muy explícitos:
«Deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o en la tradición, y son propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, ora por juicio solemne, ora por su magisterio ordinario y universal»[60].
46. La Iglesia es infalible en la liturgia y la disciplina, lo que significa que nunca podría imponer, ni siquiera permitir, en la Iglesia universal, nada contrario a la fe y a las costumbres.
Este es un corolario necesario de la infalibilidad de la Iglesia en su doctrina, exigida por su misión de salvar las almas. Si la Iglesia no estuviera protegida y asistida a la hora de dictar leyes y ritos, ¿cómo podría ser un medio infalible de salvación?
El Papa León XIII señala este punto en su encíclica Satis Cognitum:
«En efecto, por la salud del género humano se sacrificó Jesucristo, y a este fin refirió todas sus enseñanzas y todos sus preceptos, y lo que ordenó a la Iglesia que buscase en la verdad de la doctrina fue la santificación y la salvación de los hombres. Pero este designio tan grande y tan excelente, no puede realizarse por la fe sola; es preciso añadir a ella el culto dado a Dios en espíritu de justicia y de piedad, y que comprende, sobre todo, el sacrificio divino y la participación de los sacramentos, y por añadidura la santidad de las leyes morales y de la disciplina. Todo esto debe encontrarse en la Iglesia, pues está encargada de continuar hasta el fin de los siglos las funciones del Salvador» (énfasis añadido).
47. Todo puede resumirse en un principio: la Iglesia fue instituida por Cristo como único medio de salvación.
A la Iglesia Católica se le ha dado autoridad para enseñar la verdadera religión revelada por Dios, y por lo tanto tiene la autoridad de Cristo en estos tres aspectos, según estas solemnes palabras de Cristo, con las que termina el Evangelio de San Mateo:
«Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a conservar todo cuanto os he mandado. Y mirad que Yo con vosotros estoy todos los días, hasta la consumación del siglo»[61].
De este hecho se deduce que la Iglesia es el único medio de salvación que se nos ha dado. La Iglesia no es un obstáculo para nuestra salvación. La Iglesia no es una cruz, una carga que hace más difícil nuestra salvación y santificación, como si pudiera difundir o incluso tolerar errores y leyes perversas. No, al contrario, la Iglesia es para nosotros un refugio en este valle de lágrimas, tal como lo fue el arca de Noé en el diluvio. Allí encontramos la verdadera doctrina; allí encontramos los preceptos santificadores; allí encontramos las cosas santas; allí encontramos la salvación.
Por consiguiente, los fieles pueden aceptar siempre las enseñanzas, disciplinas y liturgia de la Iglesia universal con perfecta buena conciencia, sabiendo que estas cosas están protegidas de error tanto en la fe como en las costumbres, gracias a las promesas de Cristo.
De ahí que San Ambrosio enseñe célebremente:
«Donde está Pedro, allí está la Iglesia; donde está la Iglesia, no hay muerte, sino vida eterna».
[1] De Groot O.P., Summa Apologetica de Ecclesia Catholica, Q. VIII, art. I, Ratisbona, 1906.
[2] Las variaciones accidentales en disciplina y liturgia no contradicen este punto ya que siguen siendo substancialmente las mismas, igual que un hombre es substancialmente el mismo a pesar de muchos cambios accidentales a lo largo del tiempo, tales como la altura, el peso, el lugar, etc.
[3] Cf. De Groot, op. cit., p. 344.
[4] A los obispos «residenciales» se les llama también «ordinarios» de la diócesis. Son obispos a los que se ha confiado la jurisdicción sobre una diócesis. Por lo tanto, no sólo tienen los poderes sacramentales del episcopado, sino que también tienen la autoridad de la Iglesia para gobernar, enseñar y santificar a los fieles en una diócesis determinada.
[5] Pío XI, Mortalium Animos, 1928, n. 9.
[6] Constitución dogmática Dei Filius, D. 1792. Énfasis añadido.
[7] La palabra «ecuménico» se refiere originalmente a la comunión de la Iglesia, y por lo tanto se dice que un concilio es ecuménico cuando es una reunión de la Iglesia universal. Los protestantes empezaron a utilizar esta palabra para referirse a una reunión de sus diferentes sectas, a las que consideran, de alguna manera, parte de la comunión de la Iglesia de Cristo. Los modernistas ampliaron aún más este significado a una especie de comunión de todas las experiencias religiosas. Hoy, por lo tanto, el ecumenismo se refiere a la doctrina y práctica de reunir diferentes Iglesias y religiones para celebrar su sentido religioso común. De ahí que la palabra «ecuménico», que al principio sólo se refería a la prístina y perfecta unidad de la única y verdadera Iglesia universal, tenga ahora también el significado de su monstruoso opuesto, refiriéndose a la abominable participación en un pluralismo de falsas religiones.
[8] D. 1839.
[9] Los partidarios del sistema «reconocer y resistir» a menudo se adhieren a la idea errónea de una infalibilidad «a largo plazo», por así decirlo, lo que significa que la Iglesia podría enseñar universalmente falsedad y herejía durante un tiempo, pero que la verdad acabaría prevaleciendo. Este sistema reduce la infalibilidad a ser eventualmente correcta; para ser considerada infalible, una enseñanza tendría que repetirse sistemáticamente durante un largo período de tiempo. Este error es compartido por el hereje Hans Küng, que, de esta manera, se vio llevado a negar abiertamente la infalibilidad papal: «Infalibilidad, inengañabilidad en este sentido radical, significa, por lo tanto, un resto fundamental de la Iglesia en la verdad, que no es anulado por errores individuales» (Hans Küng, Infallibility? An Inquiry, Garden City, Nueva York: Doubleday, 1971, p. 181, énfasis en el original). Küng cita a Congar: «Una u otra parte de la Iglesia puede errar, incluso los obispos, incluso el Papa; la Iglesia puede ser azotada por la tormenta, pero al final permanece fiel» (ibid., p. 183). Para un análisis más profundo de esta noción errónea, ver Mons. Donald Sanborn, Respuesta a Mons. Williamson, en el suplemento del Boletín de MHTS de febrero de 2014, disponible en mostholytrinityseminary.org.
[10] El teólogo dominico R. M. Schultes da la siguiente lista de definiciones y juicios infalibles de Papas recientes: 1) por parte de Pío IX: la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María y la promulgación de los decretos del Concilio Vaticano; 2) por parte de León XIII: la declaración de la invalidez de las órdenes anglicanas y la condena del americanismo; 3) por parte de San Pío X: la condena del modernismo como herético en la encíclica Pascendi Dominici Gregis, el decreto del Santo Oficio Lamentabili, que ha confirmado especialmente y hecho suyo, y la fórmula del Juramento contra el modernismo, en el Motu Proprio Sacrorum Antistitum; 4) a esto hay que añadir todas las canonizaciones solemnes (cf. Schultes O.P., De Ecclesia Catholica, París 1931, pp. 654-655).
[11] P. Thomas M. Pègues O.P., L’Autorité des Encycliques Pontificales d’après Saint Thomas, publicado en la Revue Thomiste, noviembre-diciembre de 1904.
[12] Constitución dogmática Dei Filius, D. 1820. Esta enseñanza ha sido insertada en el Código de Derecho Canónico de 1917 en el canon 1324.
[13] Carta Tuas Libenter, 21 de diciembre de 1863. D. 1684.
[14] Cf. Dieckmann S.J., De Ecclesia, vol. II, n. 779.
[15] Pío XI, Encíclica Mortalium Animos, 1928.
[16] Juan Bautista Franzelin (1816-1886) fue un teólogo jesuita austríaco, que se convirtió rápidamente en uno de los profesores de teología más destacados de Roma en el siglo XIX. Estuvo muy implicado en los trabajos del Concilio Vaticano de 1870, y también fue miembro de muchas congregaciones romanas. Publicó numerosas obras, entre las que destaca su De Divina Traditione et Scriptura (La Divina Tradición y la Escritura), reconocida por todos como un hito clásico de la teología. Para honrar a tan gran defensor de la fe, el Papa Pío IX le nombró Cardenal en 1876. El Cardenal Franzelin murió en 1886, tras una larga vida de incesante trabajo y ascetismo.
[17] «Si en un caso dado la Iglesia no usa su autoridad infalible, entonces la violación del canon 1324 constituye pecado sólo contra la obediencia eclesiástica, pero el pecado es también, en ese caso, grave» (Abbo & Hannan, The Sacred Canons, vol. II, St. Louis, 1952, p. 560). – «La malicia específica de la falta cometida en el caso de falta de sumisión a tal magisterio pontificio debe extraerse de los siguientes principios: a) Existe siempre en sí misma una violación de una ley de la Iglesia que obliga gravemente, en materia que cae inmediatamente bajo su autoridad; b) A menudo se peca per accidens contra la virtud de la fe, en el sentido de que, desobedeciendo al magisterio pontificio, uno se expone a algún peligro más o menos grave para la fe; c) Fácilmente se puede pecar también contra la caridad, a causa del escándalo dado o del daño espiritual causado en otros por la propia desobediencia, según la posición e influencia de cada uno» (E. Dublanchy, en Dictionnaire de Théologie Catholique, artículo Infaillibilité du Pape, vol. VII, 2 parte, col. 1709-1714).
[18] Entre otros, ver: Billot, De Ecclesia Christi, vol. I, 5a ed., Roma, 1927, Th. XIX, pp. 443 y ss.; Cartechini, De Valore Notarum Theologicarum, Roma, 1951, pp. 72-73; Choupin, Valeur des Décisions Doctrinales et Disciplinaires du Saint-Siège, 1928, p. 85.
[19] Franzelin, De Divina Traditione et Scriptura, 3a ed., Roma, 1882, Sec. I, cap. II, eschol. I, princ. VII, pp. 127-131.
[20] Encíclica Casti Connubii (1930): «… para idéntico fin, constituyó a su Iglesia depositaria y maestra de todas las verdades religiosas y morales; por lo tanto, obedezcan los fieles y rindan su inteligencia y voluntad a la Iglesia, si quieren que su entendimiento se vea inmune de error, y sus costumbres, libres de corrupción; obediencia que se ha de extender, para gozar plenamente del auxilio tan liberalmente ofrecido por Dios, no sólo a las definiciones solemnes de la Iglesia, sino también, en la debida proporción, a las Constituciones o Decretos en que se reprueban y condenan ciertas opiniones como peligrosas y perversas».
[21] Pío XII, Encíclica Humani Generis (1950).
[22] D. 1800.
[23] D. 1792.
[24] D. 1683.
[25] Salaverri S.J., De Ecclesia Christi, 1962.
[26] De Groot O.P., Summa Apologetica de Ecclesia Catholica, 1906.
[27] Franzelin S.J., De Divina Traditione et Scriptura, 1882.
[28] Lépicier O.S.M., Tractatus De Ecclesia Christi, 1935.
[29] Bainvel, De Magisterio vivo et Traditione, 1905.
[30] Billot S.J., De Ecclesia Christi, 1927.
[31] Vacant, Le Magistère Ordinaire de l’Eglise et ses organes, 1887.
[32] Journet, L’Église du Verbe Incarné, 1955.
[33] Quedan excluidos, por lo tanto, los obispos que no tienen jurisdicción, como los obispos titulares, que gozan ciertamente de la plenitud del sacerdocio, desde el punto de vista de las órdenes, pero sin ser pastores de la Iglesia desde el punto de vista de la jurisdicción y, por lo tanto, no forman parte de la Iglesia docente. Se excluyen también, con mayor razón, los obispos separados de la Iglesia por herejía o cisma.
[34] Si se cumplen las dos primeras condiciones, pero no esta tercera, es decir, si todos los obispos juntos imponen una doctrina sin pedir un asentimiento irrevocable, sino proporcionando una norma doctrinal sobre una determinada cuestión, los fieles están obligados, sin embargo, a aceptar esta enseñanza. Como se ha explicado anteriormente al hablar del magisterio pontificio, si una doctrina se impone universalmente, pero no de manera definitiva, seguiría perteneciendo a la doctrina católica, a la que siempre es seguro adherirse, y que es obligatoria.
[35] J.-M.-A. Vacant, Le Magistère Ordinaire de l’Eglise et ses organes, Editions Saint-Rémi, Cadillac 2014, a partir de la edición de 1887, p. 20.
[36] Mt. XXVIII, 19-20.
[37] De Groot, op. cit., p. 330. Énfasis añadido.
[38] D. 1578.
[39] Carta 54, n.6.
[40] Cardenal Louis Billot S.J., Tractatus De Ecclesia Christi, vol. I., 5 ed., Tesis XXII, Roma, 1927.
[41] Cardenal Lépicier, Tractatus De Ecclesia Christi, Roma, 1935, p. 127.
[42] Mons. Lefebvre, en su homilía del 29 de agosto de 1976, en Lille, dijo lo siguiente: «Precisamente porque esta unión, deseada por los liberales, entre la Iglesia y la Revolución y la subversión es una unión adúltera, ¡de esta unión adúltera sólo pueden salir bastardos! ¿Y quiénes son esos bastardos? Son nuestros ritos; ¡el rito de la Nueva Misa es un rito bastardo! Los sacramentos son sacramentos bastardos: ya no sabemos si estos sacramentos confieren la gracia o no» (citado en francés en Écône, chaire de vérité, Iris, 2015, pp. 997-998 : « C’est précisément parce que cette union voulue par les libéraux, entre l’Église et la Révolution et la subversion, est une union adultère, que de cette union adultère ne peuvent venir que des bâtards ! Et qui sont ces bâtards ? Ce sont nos rits, le rit de la nouvelle messe est un rit bâtard ! Les sacrements sont des sacrements bâtards : nous ne savons plus si ces sacrements donnent la grâce ou ne la donnent pas »).
[43] D. 954.
[44] D. 953.
[45] No hace falta decir que dudar o negar la validez de un rito universal de la Iglesia es una blasfemia, y lógicamente lleva a negar la indefectibilidad de la Iglesia.
[46] Compárese con Mons. Lefebvre: «No lo aceptamos en absoluto. ¿Decir que la Nueva Misa es buena? ¡No! La Nueva Misa no es buena» (citado en francés en La messe de toujours, Clovis, 2006, p. 379: « Nous n’acceptons absolument pas cela. ¡Dire que la nouvelle messe est bonne, non ! La messe nouvelle n’est pas bonne ! »).
[47] De Groot, op. cit., p. 334.
[48] Cf. Lépicier, op. cit., pp. 131-132.
[49] Quodl. IX, art. 16, citado por De Groot, loc. cit.
[50] Op. cit., p. 130.
[51] «Infallibilem Nos, uti catholicae Ecclesiae supremus Magister, sententiam in haec verba protulimus: Ad honorem Sanctae et individuae Trinitatis, etc.» (Pío XI, Litterae Decretales, AAS 1933, p. 426).
[52] «Nos, ex cathedra Divi Petri, uti supremus universalis Christi Ecclesiae Magister, infallibilem hisce verbis sententiam sollemniter pronunciavimus: Ad honorem Sanctae et individuae Trinitatis, etc.» (Pío XI, Litterae Decretales, AAS 1934, p. 540).
[53] «Así, pues, Nos… enseñamos y definimos ser dogma divinamente revelado: Que el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra… goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres; y, por lo tanto, que las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas no por el consentimiento de la Iglesia».
[54] Canonización de Santa Gema Galgani y de Santa María de Santa Eufrasia Pelletier: «Nos, universalis catholicae Ecclesiae Magister, ex cathedra una super Petrum Domini voce fundata, falli nesciam hanc sententiam sollemniter hisce pronunciavimus verbis: Ad honorem Sanctae et Individuae Trinitatis, etc.» (Pío XII, AAS 1941, pp. 105-106). Canonización de San Nicolás de Flüe: «Ipse sedens in Cathedra mitramque gestans, de plenitudine Apostolici ministerii solemniter sic pronunciavit: Ad honorem Sanctae et Individuae Trinitatis, etc.» (Pío XII, AAS 1947, pp. 209-210). Canonización de San Miguel Garicoits y de Santa Elisabeth Bichier des Ages: «E caelo superna lux Pontificem Maximum collustrat, qui iam inerrantem sententiam suam laturus est. Caelicolis hisce, quos Petrus, in Pio vivens, loquens, decernens, sanctitudinis infula mox est decoraturus, nos nostraque omnia supplici prece concredamus» (Pío XII, AAS 1947, pp. 281-282). Canonización de San Luis María Grignon de Montfort: «Tum Beatissimus Pater, in Cathedra sedens, sic definivit: Ad honorem Sanctae et Individuae Trinitatis, etc.» (Pío XII, AAS 1947, pp. 329-330). Canonización de Santa Catalina Labouré: «Tum Beatissimus Pater, in Cathedra sedens, sic solemniter pronunciavit: Ad honorem Sanctae et Individuae Trinitatis, etc.» (Pío XII, AAS 1947, pp. 377-378).
[55] «Tum vero Ssmus Dnus Noster, sedens, ex Cathedra Divi Petri solemniter pronunciavit: Ad honorem Sanctae et Individuae Trinitatis, etc.» (Pío XII, AAS 1947, pp. 249-250).
[56] «Nos autem, Paracliti Spiritus lumine una cum adstantibus prius implorato, ut ab Eo menti Nostrae superni luminis copia magis magisque affulgeret, in Cathedra sedentes, inerranti Petri magisterio fungentes, solemniter pronunciavimus: Ad honorem Sanctae et individuae Trinitatis, etc.» (Pío XII, AAS 1949, pp. 137-138).
[57] Probablemente se podría encontrar una enseñanza equivalente en las actas de otros Romanos Pontífices. El Cardenal Lépicier indica por ejemplo que tal fue la enseñanza del Papa Clemente VII en la canonización de San Antonino de Florencia: «Ait: Deum non passurum fore militantem Ecclesiam suam errare, scilicet in eadem canonizatione decernenda» (Lépicier, op. cit., p. 130).
[58] Ver por ejemplo De Groot (op. cit., p. 339) y Lépicier (op. cit., pp. 129-130).
[59] San Roberto Belarmino, De Romano Pontifice, Lib. IV, cap. II.
[60] Constitución dogmática Dei Filius, D. 1792. Énfasis añadido.
[61] Mt. XXVIII, 19-20.