LA COLEGIALIDAD
Este capítulo presenta los cambios introducidos por el Vaticano II tanto en la doctrina como en la disciplina impuesta a los fieles sobre el tema de la colegialidad de los obispos, y muestra que la doctrina del Vaticano II sobre la colegialidad se aparta substancialmente de la doctrina católica sobre la divina constitución de la Iglesia.
1. Noción de «colegialidad».
La palabra «colegialidad» no aparece de hecho en el texto de los documentos del Vaticano II propiamente dicho, aunque ha sido abrazada y aceptada por el magisterio posterior al Vaticano II.
Es un término utilizado para designar la naturaleza del orden episcopal tal y como lo describe el Vaticano II, principalmente en su constitución dogmática sobre la Iglesia, llamada Lumen Gentium.
«Colegialidad» se refiere principalmente a la doctrina del Vaticano II según la cual se dice que el colegio episcopal está dotado de la potestad suprema y universal sobre toda la Iglesia, mientras que el término «primado» designa la plenitud de la jurisdicción suprema y universal en el Romano Pontífice.
La doctrina del Vaticano II sobre la colegialidad se basa en cambios importantes sobre la naturaleza del episcopado y la noción de sucesión apostólica. Estos son componentes clave para una comprensión adecuada de la colegialidad. En efecto, el hecho de que el cuerpo de los obispos, unido al Romano Pontífice, goce de la suprema autoridad de la Iglesia está explícitamente reconocido por el derecho tradicional de la Iglesia, al menos en el caso de un concilio ecuménico. Si éste fuera el único significado de la doctrina de la colegialidad, no habría causado tanta controversia, tanto en el concilio mismo como mucho tiempo después, hasta el día de hoy. Tampoco habría justificado la necesidad de una revisión completa y substancial del Código de Derecho Canónico. No explicaría por qué la descripción de la jerarquía de la Iglesia, tal como pertenece a la divina constitución de la Iglesia, y tal como fue expuesta en el Código de 1917, tuvo que ser completamente abandonada.
2. Método a seguir.
Dado que la doctrina del Vaticano II sobre la colegialidad conlleva una serie de cambios bastante sutiles para el neófito, hemos intentado proceder de forma pedagógica. De esta manera, comenzamos con la presentación de algo muy evidente: el Código de Derecho Canónico se actualizó para ajustarse a la nueva doctrina del Vaticano II. Esto plantea inmediatamente la pregunta: ¿por qué era necesario tal cambio? Tras reproducir la doctrina del Vaticano II que está en el origen de los cambios en el derecho de la Iglesia, procederemos a analizarlos uno tras otro. Después responderemos a algunas objeciones y finalmente mostraremos cómo la doctrina de la colegialidad abre la puerta de par en par al Modernismo.
ARTÍCULO PRIMERO
EL DERECHO CANÓNICO SE ACTUALIZA PARA ADAPTARSE A LA DOCTRINA DEL VATICANO II SOBRE LA COLEGIALIDAD
3. El Código de Derecho Canónico de 1983.
Durante muchos siglos, el derecho de la Iglesia consistió en una compilación de todas las leyes eclesiásticas dictadas por los concilios ecuménicos y los Romanos Pontífices a lo largo del tiempo. Muchas decisiones dictadas en casos particulares sirvieron también de referencia jurisprudencial. El estudio de la ley de la Iglesia, o Derecho Canónico, era difícil y requería un gran estudio.
Bajo el Papa San Pío X, se estableció una comisión para sistematizar el Derecho Canónico de la Iglesia en un Código, que haría que la ley universal de la Iglesia estuviera claramente escrita en un sistema armonioso, claro y unificado. Este trabajo fue publicado en 1917 con el nombre Código de Derecho Canónico. Aunque introdujo algunos cambios en ciertas áreas del derecho, llevados a cabo en aras de la simplicidad y la unidad, era claramente fiel a las leyes anteriores y pretendía ser una síntesis armoniosa de las mismas.
Como hemos explicado en un capítulo anterior, las leyes disciplinares pueden cambiar, y de hecho las leyes establecidas por algunos cánones ya habían sufrido algunos cambios, incluso antes del Vaticano II. Se puede citar, por ejemplo, la modificación del ayuno eucarístico, introducida por el Papa Pío XII.
No obstante, estos cambios eran en conjunto menores, y una actualización del Código podría haberse publicado muy fácilmente con la mera corrección de algunos cánones.
Sorprendentemente, Juan XXIII anunció en 1959 su deseo de convocar la celebración de un concilio ecuménico, así como de poner en marcha una revisión del Código de Derecho Canónico.
Esta revisión, como veremos en el párrafo siguiente, no estaba motivada por unas pocas actualizaciones que debían hacerse en unos pocos cánones. Más bien estaba motivada por un cambio de eclesiología. La Iglesia desarrollaría una percepción diferente de sí misma, que habría de seguirse en la forma en que describe su propia constitución en el Código de Derecho Canónico. Este es realmente el origen del Código de Derecho Canónico de 1983.
4. La Constitución Apostólica Sacrae Disciplinae Leges, de 25 de enero de 1983.
El nuevo Código de Derecho Canónico fue promulgado por Juan Pablo II el 25 de enero de 1983, mediante la constitución apostólica Sacrae Disciplinae Leges. Este documento es muy valioso ya que presenta los principios y motivos que dieron lugar a la reforma del Código de Derecho Canónico.
Al principio nomás, Juan Pablo II explica que la ley de la Iglesia se conformará siempre fielmente a su misión divina:
«La Iglesia Católica ha ido reformando y renovando las leyes de la sagrada disciplina en los tiempos pasados, a fin de que, en constante fidelidad a su divino Fundador, se adapten cada vez mejor a la misión salvífica que le ha sido confiada».
Esto es verdad. La Iglesia adapta su disciplina a los tiempos y lugares, pero al hacerlo es siempre fiel a la misión que tiene encomendada de salvar las almas, tal como hemos explicado anteriormente.
Juan Pablo II señala entonces correctamente a Juan XXIII como el origen de la reforma del Código. Fue él, en efecto, quien anunció el deseo de una reforma del Código de Derecho Canónico. Lo anunció al mismo tiempo que daba a conocer su voluntad de convocar el Concilio Vaticano II, el 25 de enero de 1959. Esto es muy revelador. En efecto, el propio Juan Pablo II vincula estos dos acontecimientos, y justifica correctamente la necesidad de esta reforma como una adaptación a la enseñanza del Concilio:
«Además hay otra respuesta, que es la primordial, a saber: la reforma del Código parece que la quería y exigía claramente el mismo Concilio, que había fijado su atención principalmente en la Iglesia».
Conviene señalar aquí que el propio Juan Pablo II atribuye estos motivos a Juan XXIII. En efecto, fue su deseo que el Concilio «reformara» la eclesiología y que, en consecuencia, el Código de Derecho Canónico reflejara el aggiornamento, la actualización de la Iglesia al mundo moderno. Por lo tanto, que nadie intente defender a Juan XXIII como si no supiera por dónde iba a ir el Concilio. La nueva eclesiología era claramente la dirección que deseaba dar tanto al Concilio como al Código de Derecho Canónico. Juan Pablo II, en este mismo documento, lo dice abiertamente:
«Todos pueden ver cómo fue acertadísima la intuición de Juan XXIII, y hay que decir con toda razón que su decisión fue providencial para el bien de la Iglesia…
Al dirigir hoy el pensamiento al comienzo del largo camino, o sea, al 25 de enero de 1959 y a la misma persona de Juan XXIII, promotor de la revisión del Código, debo reconocer que este Código ha surgido de una misma y única intención, que es la de reformar la vida cristiana. Efectivamente, de esta intención ha sacado el Concilio sus normas y orientación» [énfasis añadido].
A continuación, Juan Pablo II insiste en el carácter colegial de la reforma. El nuevo Código fue compuesto colegialmente, y enseña la colegialidad en sus mismas leyes:
«Es absolutamente necesario poner de relieve con toda claridad que estos trabajos fueron llevados a término con un espíritu plenamente colegial. Y esto no sólo se refiere al aspecto externo de la obra, sino que afecta también profundamente a la esencia misma de las leyes elaboradas.
Ahora bien: la nota de colegialidad, que caracteriza tan notablemente el proceso de elaboración del presente Código, corresponde perfectamente al magisterio y a la índole del Concilio Vaticano II. Por lo cual, el Código, no sólo por su contenido, sino también ya desde su primer comienzo, demuestra el espíritu del Concilio…» [énfasis añadido].
Tras subrayar además que el Código «es expresión de la autoridad pontificia», aunque también «refleja la solicitud colegial por la Iglesia de todos mis hermanos en el Episcopado», Juan Pablo II repite de nuevo que la ley de la Iglesia se actualiza para reflejar y aplicar perfectamente la doctrina del Vaticano II:
«El instrumento que es el Código es llanamente congruente con la naturaleza de la Iglesia cual es propuesta sobre todo por el magisterio del Concilio Vaticano II visto en su conjunto, y de modo particular por su doctrina eclesiológica. Es más, en cierto modo puede concebirse este nuevo Código como el gran esfuerzo por traducir al lenguaje canónico…
Aún más: se puede afirmar que de ahí también proviene aquella nota por la que se considera al Código como complemento del magisterio propuesto por el Concilio Vaticano II, peculiarmente en lo referente a las dos constituciones, la dogmática y la pastoral» [énfasis añadido].
Juan Pablo II reconoce entonces explícitamente que hay efectivamente una «novedad»[1] eclesiológica en el Código, como la hubo en la doctrina del Vaticano II:
«De donde se sigue que la novedad fundamental que, sin separarse nunca de la tradición legislativa de la Iglesia, se encuentra en el Concilio Vaticano II, sobre todo en lo que se refiere a su doctrina eclesiológica, constituye también la novedad en el nuevo Código».
El mismo Juan Pablo II procede a explicar en qué consiste exactamente esta novedad:
«De entre los elementos que expresan la verdadera y propia imagen de la Iglesia, han de mencionarse principalmente estos: la doctrina que propone a la Iglesia como el pueblo de Dios (cf. const. Lumen gentium cap. 2) y a la autoridad jerárquica como servicio (ibid., cap. 3); además, la doctrina que expone a la Iglesia como comunión y establece, por lo tanto, las relaciones mutuas que deben darse entre la iglesia particular y la universal y entre la colegialidad y el primado; también la doctrina según la cual todos los miembros del pueblo de Dios participan, a su manera, de la triple función de Cristo, o sea, de la sacerdotal, de la profética y de la regia, a la cual doctrina se une también la que considera los deberes y derechos de los fieles cristianos y concretamente de los laicos; y, finalmente, el empeño que la Iglesia debe poner por el ecumenismo».
Juan Pablo II insiste en que el Código de Derecho Canónico hunde sus raíces en la Sagrada Escritura y en la Tradición, y que debe estructurar y organizar la vida misma de la Iglesia. Por último, recuerda a los católicos su deber de obedecerlo y conformar su vida a él, ya que «las leyes canónicas exigen por su naturaleza misma ser observadas».
5. «Ex ore tuo te judico, serve nequam».
En la parábola presentada por Nuestro Señor en el evangelio de San Lucas, cap. XIX, el noble reprende a su siervo infiel, diciendo: «Por tu propia boca te condeno, siervo malvado». En efecto, el propio siervo había demostrado su mala conducta en las mismas cosas que decía para justificarla.
Al leer esta constitución apostólica, no podemos dejar de recordar estas fuertes palabras de Nuestro Señor: Ex ore tuo te judico, es decir, Por tu propia boca te condeno.
Porque en esta constitución, Juan Pablo II explica abiertamente que el Código de Derecho Canónico tuvo que ser actualizado principalmente para adaptarse a la «novedosa» doctrina eclesiológica del Vaticano II, particularmente en lo que se refiere a la colegialidad, el ecumenismo y la eclesiología de la Iglesia como «comunión» de iglesias.
Juan Pablo II atribuye abiertamente la voluntad de renovar la eclesiología, tanto en la doctrina como en la disciplina, nada menos que a Juan XXIII, cuya clarividencia reconoce y alaba enfáticamente:
«Debo reconocer que este Código ha surgido de una misma y única intención… de esta intención ha sacado el Concilio sus normas y su orientación».
Esta novedad, común al Vaticano II y al nuevo Código, asegura Juan Pablo II, «afecta a la esencia misma de las leyes».
Veremos que efectivamente es así, estudiando una tras otra las principales «novedades».
Pero el hecho mismo de que la ley universal de la Iglesia necesitara ser actualizada, en su esencia, para reflejar una doctrina novedosa, echa por tierra cualquier pretensión de continuidad con el pasado, pues los motivos que se señalan como justificación de una actualización no son de circunstancias, como el lugar y el tiempo, las costumbres y las nuevas leyes introducidas. Más bien, proviene de una novedad de la doctrina, que es inaudita y absolutamente imposible. Y, sin embargo, es abiertamente admitida por Juan Pablo II.
Si la doctrina del Vaticano II estuviera realmente en continuidad con la enseñanza pasada de la Iglesia, ¿por qué necesitaríamos un cambio de Código como el que «afectaría a la esencia misma de las leyes»? ¿Por qué no podríamos cambiar simplemente algunas leyes, que tal vez necesitarían una actualización, si no fuera precisamente porque la forma en que la Iglesia se describe a sí misma ha cambiado por completo?
El hecho mismo de la promulgación del nuevo Código de Derecho Canónico de 1983, hecha por motivos de novedad de la doctrina eclesiológica, afectando a la esencia misma de las leyes y, de hecho, a la estructura del Código, ese solo hecho, es prueba positiva de una ruptura, de un cambio substancial de disciplina que refleja un cambio substancial de doctrina.
Y el hecho de que el propio Juan Pablo II lo admita abierta y autorizadamente, apoya nuestro juicio: Ex ore tuo te judico, serve nequam.
ARTÍCULO SEGUNDO
LA COLEGIALIDAD ENSEÑADA POR EL VATICANO II
6. La colegialidad es uno de los principios fundamentales de la reforma del Código.
En este esfuerzo por reformar las leyes universales de la Iglesia en conformidad con los cambios doctrinales del Vaticano II, la enseñanza de la Lumen Gentium sobre la constitución de la Iglesia ha tenido ciertamente un impacto substancial en el resultado. Como hemos demostrado, así lo reconoció el propio Juan Pablo II.
Esta constitución dogmática del Vaticano II contiene una serie de enseñanzas que, tomadas en conjunto, retratan una organización de la Iglesia bastante diferente de la forma en que se describía tradicionalmente en el Código de 1917. Entre los puntos de la Lumen Gentium que han sido y siguen siendo objeto de mucha polémica se encuentran «la colegialidad de los obispos como una reevaluación del ministerio de los obispos junto con el primado del Papa, una comprensión renovada de las Iglesias individuales dentro de la Iglesia universal»[2], a los que se puede añadir la sacramentalidad del episcopado, aunque está vinculada a la doctrina de la colegialidad.
Se dice que la doctrina ha sido «renovada» y «reevaluada», y es abiertamente objeto de confusión y falsas interpretaciones. La famosa disputa teológica en curso entre Ratzinger y Kasper sobre este tema no es más que una prueba de la falta de claridad del documento conciliar.
Presentemos, pues, la enseñanza del Vaticano II y veamos cómo fue aplicada en el Código de Derecho Canónico.
7. La enseñanza del Vaticano II sobre la colegialidad.
Lumen Gentium, la constitución dogmática del Vaticano II destinada a presentar la constitución de la Iglesia, contenía las siguientes enseñanzas:
«Enseña, pues, este santo Sínodo que en la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden, llamada, en la práctica litúrgica de la Iglesia y en la enseñanza de los Santos Padres, sumo sacerdocio, cumbre del ministerio sagrado. La consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también los oficios de enseñar y regir, los cuales, sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio»[3].
«Uno es constituido miembro del Cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio. El Colegio o Cuerpo de los Obispos, por su parte, no tiene autoridad, a no ser que se considere en comunión con el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, como cabeza del mismo, quedando totalmente a salvo el poder primacial de este sobre todos, tanto pastores como fieles. Porque el Romano Pontífice tiene sobre la Iglesia, en virtud de su cargo, es decir, como Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, plena, suprema y universal potestad, que puede siempre ejercer libremente. En cambio, el Cuerpo episcopal, que sucede al Colegio de los Apóstoles en el magisterio y en el régimen pastoral, más aún, en el que perdura continuamente el Cuerpo apostólico, junto con su Cabeza, el Romano Pontífice, y nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la Iglesia universal, si bien no puede ejercer dicha potestad sin el consentimiento del Romano Pontífice»[4].
«La potestad suprema sobre la Iglesia universal que posee este Colegio se ejercita de modo solemne en el concilio ecuménico».
«Esta misma potestad colegial puede ser ejercida por los Obispos dispersos por el mundo a una con el Papa, con tal que la Cabeza del Colegio los llame a una acción colegial o, por lo menos, apruebe la acción unida de estos o la acepte libremente, para que sea un verdadero acto colegial»[5].
La nota praevia, que acompaña al documento, y que se dio para ayudar al lector a captar el sentido en que debe entenderse el documento conciliar, añade las siguientes precisiones:
«Del Colegio, que no existe sin la Cabeza, se afirma que “es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la Iglesia universal”. Lo cual debe admitirse necesariamente para no poner en peligro la plenitud de la potestad del Romano Pontífice»[6].
«Pertenece al juicio del Sumo Pontífice, por haberle sido confiado el cuidado de todo el rebaño de Cristo, de acuerdo con las necesidades de la Iglesia, que varían con el transcurso del tiempo, determinar el modo conveniente de actualizar ese cuidado, sea de modo personal, sea de manera colegial»[7].
«En cambio, el Colegio, aunque exista siempre, no por eso actúa de forma permanente con acción estrictamente colegial, como consta por la Tradición de la Iglesia. En otras palabras: no siempre se halla “en plenitud de ejercicio” [in actu pleno]. Es más: actúa con acción estrictamente colegial sólo a intervalos y con el consentimiento de su Cabeza»[8].
Es evidente, sin embargo, que esta nota praevia no suele ser mencionada por los posteriores desarrollos y explicaciones dadas por los «Papas del Vaticano II», y el Código de 1983 parece ignorarla por completo, mientras que la Lumen Gentium es comúnmente referida y citada ad nauseam, ya que es la única «fuente magisterial» que puede darse en apoyo de la doctrina de la colegialidad.
8. ¿Qué ha cambiado?
Se supone que la doctrina del Vaticano II sobre la colegialidad está en continuidad con la doctrina pasada, por lo que claramente pretende continuar y desarrollar la teología de la autoridad de todo el episcopado católico, sea reunido en concilio o fuera de él.
Aunque una parte del texto es un tanto obscura, debido principalmente a que contiene contradicciones internas, y aunque sigue siendo objeto de debate[9], no obstante, pueden observarse algunas diferencias substanciales entre la doctrina tradicional y la enseñanza del Vaticano II, observaciones que, en efecto, se ven confirmadas por la interpretación oficial plasmada en el Código de 1983.
Dado que estos cambios pueden resultar un tanto difíciles de comprender para el lector medio, estudiaremos estas diferencias comenzando por una observación fácilmente accesible, que nos conducirá al principio central que subyace a estos cambios, para luego comprender mejor las demás diferencias, y cómo se derivan lógicamente unas de otras.
Así, pues, en primer lugar, observaremos (1) un cambio en el principio según el cual se determina la membresía en el concilio ecuménico, que es un punto obvio de diferencia entre el Código de Derecho Canónico de 1917 y el Código de 1983. A partir de ahí, se hará evidente que, en una consideración más amplia, (2) el Vaticano II cambió el principio según el cual un obispo es considerado «sucesor de los Apóstoles» y pertenece al «colegio episcopal». Este es, en efecto, el punto de ruptura entre la doctrina tradicional y la nueva. De este cambio se derivan lógicamente una serie de consecuencias. Así podremos comprender cómo (3) la doctrina de la colegialidad del Vaticano II «reevalúa» el episcopado tanto desde el aspecto del orden como desde el aspecto de la jurisdicción. En consecuencia, el propio rito de la consagración episcopal fue revisado. Del mismo modo, (4) la doctrina de la colegialidad del Vaticano II «reevalúa» el papel del primado del Romano Pontífice.
ARTÍCULO TERCERO
CÓMO AFECTA LA COLEGIALIDAD
A LA PERTENENCIA AL CONCILIO ECUMÉNICO
9. Cambio n. 1: El fundamento de la participación en la autoridad suprema del episcopado católico en un concilio ecuménico ha cambiado de la jurisdicción a la consagración episcopal.
Según la doctrina católica, el episcopado católico, reunido en concilio ecuménico presidido por el Romano Pontífice, es efectivamente el sujeto de la autoridad suprema. Todos los obispos, junto con el Papa, son jueces de la fe y tienen derecho a emitir juntos juicios sobre fe y disciplina para la Iglesia universal. El fundamento de este derecho fue algo discutido por algunos canonistas y teólogos del pasado, como explicaremos enseguida, pero el Código de Derecho Canónico de 1917 enumeró claramente los miembros del concilio ecuménico en función de la jurisdicción: se reconoce como miembros a los Cardenales y a los ordinarios de las diócesis. A los obispos titulares, es decir, a los obispos que no tienen autoridad sobre una determinada diócesis, se les podía negar toda voz deliberativa si el Papa lo decidía. Veremos cómo esto cambió por completo en el Código de 1983: al reconocerse ahora la consagración episcopal como base de la convocación, todos los obispos consagrados, gobiernen o no una diócesis, pueden reclamar el derecho a estar presentes en el concilio ecuménico con voz deliberativa. Los Ordinarios no consagrados no pueden reclamar el derecho a estar presentes, aunque podrían ser llamados a participar, si el Papa así lo decidiera.
Comparemos la lista de los miembros del concilio ecuménico, según cada código.
El Código de Derecho Canónico de 1917 establece lo siguiente (en el canon 223):
«§ 1. Son llamados a un Concilio y tienen derecho a voto deliberativo:
1. Los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, aunque no sean Obispos;
2. Los Patriarcas, Primados, Arzobispos, [y] Obispos residenciales, aunque no estén todavía consagrados;
3. Abades y Prelados nullius[10];
4. Abades Primados, Abades Superiores de Congregaciones monásticas y moderadores supremos de [institutos] religiosos clericales exentos, pero no de otros [institutos] religiosos, a no ser que se decrete otra cosa en la convocatoria».
El segundo párrafo concede también voto deliberativo, si son llamados, a los obispos titulares:
«§ 2. También los Obispos titulares convocados al Concilio obtienen voto deliberativo, a no ser que en la convocatoria se determine expresamente otra cosa».
Es evidente que, en el Código de 1917, los miembros del concilio ecuménico son considerados como tales en razón de su jurisdicción. Por lo tanto, el hecho de que sean o no obispos consagrados tiene poca importancia, en el orden práctico, aunque varios autores reconocen que el derecho a ser convocado a un concilio ecuménico es ordinario y propio de los obispos residenciales, mientras que es concedido por el derecho eclesiástico y la costumbre a los demás[11].
Los obispos titulares (que están consagrados, pero no tienen ninguna jurisdicción) también serían convocados convenientemente, y en este caso, también gozarían convenientemente de voto deliberativo.
La revisión hecha por el Código de 1983 es, en este sentido, completamente opuesta: los miembros son considerados como tales en razón de la consagración episcopal, tengan o no realmente jurisdicción sobre un determinado territorio o grupo de fieles.
Así, el canon 339 del Código de 1983 dice lo siguiente:
«§ 1. Todos los Obispos, pero sólo los Obispos miembros del Colegio Episcopal, tienen el derecho y la obligación de estar presentes en un Concilio Ecuménico con voto deliberativo.
§ 2. Otros, además, que no tienen la dignidad episcopal, pueden ser convocados a un Concilio Ecuménico por la autoridad suprema en la Iglesia, a quien corresponde determinar qué parte toman en el Concilio».
En esta nueva legislación, sólo los obispos, miembros del Colegio episcopal (por consagración) son reconocidos como miembros del concilio ecuménico. Los ordinarios de las diócesis que aún no hubieran sido consagrados, los abades de monasterios, etc., cualquiera que no haya pasado por una consagración episcopal propiamente dicha, no tiene derecho a participar en el concilio ecuménico. Por el contrario, los obispos titulares, que no presiden ninguna diócesis, y que en el Código de 1917 estaban clasificados como algo parecido a una «conveniencia facultativa», pasan a ser miembros al mismo nivel y por el mismo derecho que los obispos jurisdiccionales, es decir, por el hecho mismo de ser miembros del «colegio episcopal», que según el Vaticano II incluye tanto a los obispos titulares como a los obispos residenciales.
La pertenencia a este colegio episcopal se reconoce, en efecto, como antecedente y previa a la asignación de un rebaño particular[12].
10. Objeción: Ha habido disputas entre teólogos y canonistas sobre esta cuestión.
Algunos se han referido a una opinión avanzada por Bolgeni, a la decisión de convocar a los obispos titulares al Concilio Vaticano de 1870[13] o incluso al esquema presentado por Kleutgen S.J.[14] en el mismo Concilio para apoyar la idea que la colegialidad no es del todo una novedad, y ha sido defendida en el pasado por una minoría de teólogos.
En efecto, algunos teólogos del pasado (como Bolgeni) han sostenido que la participación en el concilio ecuménico puede vincularse al episcopado (en lo que se refiere al orden). Pero esta opinión ha sido desmentida por el Código de Derecho Canónico de 1917, tal como hemos mostrado anteriormente.
El canonista francés Naz[15] sostiene que la cuestión está ahora resuelta por el Código de 1917, y que los obispos titulares no tienen ningún derecho intrínseco a ser convocados al concilio, aunque es conveniente que el Romano Pontífice les invite a participar en esta obra de toda la Iglesia docente.
El famoso libro de texto de Wernz-Vidal explica quién tiene derecho a ser convocado al concilio ecuménico:
«Por derecho propio y ordinario y con voto decisivo [deben ser convocados al concilio ecuménico] todos los obispos residenciales del mundo católico, que tienen jurisdicción actual en una determinada diócesis. En efecto, estos obispos, antes que nadie, son los sucesores de los Apóstoles, que, junto con el Romano Pontífice, constituyen el colegio episcopal, dotado de la prerrogativa de la infalibilidad en virtud de las promesas de Cristo, y que representa a la Iglesia universal docente y rectora […] De ahí que ningún otro colegio pueda substituir al colegio episcopal en los concilios ecuménicos. Y los obispos reciben este derecho antes de la recepción de la consagración»[16].
A continuación, el mismo texto establece un claro contraste con los obispos titulares, que no estaban incluidos en la categoría anterior:
«Por otra parte, los obispos titulares, puesto que carecen de jurisdicción, sea la jurisdicción universal inventada por Bolgeni, sea cualquier jurisdicción particular […], y puesto que los asuntos de los concilios ecuménicos se deciden por la potestad de jurisdicción y no por la potestad de orden, no tienen que ser llamados a los concilios universales, pero pueden serlo convenientemente»[17].
Analizaremos más adelante las diferentes objeciones planteadas en defensa de la colegialidad que hemos mencionado, como las discusiones del Concilio Vaticano de 1870, y la doctrina de Bolgeni.
La enseñanza aquí presentada deja claro que los obispos residenciales, y no los obispos titulares, son los sucesores de los Apóstoles, en lo que se refiere al poder de gobierno. Ellos, junto con el Papa, forman el colegio episcopal, que sucede al colegio de los Apóstoles. Son, pues, miembros del concilio ecuménico por derecho propio y ordinario.
Este derecho, como hemos visto, ha sido concedido por el nuevo Código de Derecho Canónico de 1983 tanto a los obispos residenciales como a los titulares indistintamente. Esto plantea otra cuestión: ¿fue también objeto de cambio la noción misma de colegio episcopal, como sucesor del colegio de los Apóstoles?
ARTÍCULO CUARTO
CÓMO AFECTA LA NUEVA COLEGIALIDAD
A LA PERTENENCIA AL COLEGIO EPISCOPAL
11. Cambio n. 2: Ha cambiado el modo en que se dice que el cuerpo episcopal sucede al colegio de los Apóstoles.
12. La doctrina católica enseña que los obispos son sucesores de los Apóstoles.
El magisterio de la Iglesia ha enseñado repetidamente que, si bien el Papa es el sucesor de San Pedro, los obispos de la Iglesia Católica son los sucesores de los Apóstoles.
Esta doctrina se plasmó en el Código de Derecho Canónico de 1917:
«Los obispos son sucesores de los Apóstoles y, por institución divina, están colocados sobre iglesias específicas que gobiernan con potestad ordinaria bajo la autoridad del Romano Pontífice»[18].
La sucesión apostólica, sin embargo, no se encuentra del mismo modo en el Romano Pontífice y en los demás obispos de la Iglesia. San Roberto Belarmino nos advierte al respecto:
«Hay una gran diferencia entre la sucesión de Pedro y la de los otros Apóstoles. Porque el Romano Pontífice sucede propiamente a Pedro, no como Apóstol, sino como pastor ordinario de toda la Iglesia; y así el Romano Pontífice tiene jurisdicción del mismo origen de donde la tuvo Pedro. Pero los obispos no suceden propiamente a los Apóstoles, puesto que los Apóstoles no eran pastores ordinarios, sino extraordinarios y cuasi delegados, a los que no hay sucesión.
Sin embargo, se dice que los obispos suceden a los Apóstoles, no propiamente del modo en que un obispo sucede a otro, y en que un rey sucede a otro, sino por otra razón, que es doble. En primer lugar, por razón del orden de la consagración episcopal. En segundo lugar, por razón de una cierta similitud y proporción: a saber, porque, así como cuando Cristo vivía en la tierra, primero bajo Cristo estaban los doce Apóstoles y luego los setenta y dos discípulos, así ahora primero, bajo el Romano Pontífice están los obispos, después de ellos están los presbíteros, luego los diáconos, etc.»[19].
Esta enseñanza de San Roberto Belarmino puede encontrarse comúnmente en cualquier manual de teología. Consideremos uno tras otro los dos aspectos de esta sucesión «impropia».
13. Hay una cierta sucesión apostólica ratione ordinis, «según el orden de la consagración episcopal».
Puede decirse que los obispos de la Iglesia Católica son sucesores de los Apóstoles de un modo impropio por razón de la consagración episcopal, y de este modo la sucesión apostólica del orden es la transmisión de generación en generación de la plenitud de la potestad de orden, a saber, el carácter episcopal, que da la potestad exclusiva de ordenar sacerdotes. Bajo este aspecto, sin embargo, el Romano Pontífice no es «más obispo» que cualquier otro obispo, ya que sus poderes son los mismos: pueden administrar válidamente el sacramento de la confirmación y del orden sagrado, tanto si se les permite hacerlo como si no. De hecho, es ciertamente posible que la consagración episcopal de un determinado Romano Pontífice se remonte a otro Apóstol distinto a San Pedro. Por lo tanto, no es bajo este aspecto que el Romano Pontífice es considerado propiamente sucesor de San Pedro. Tampoco debería ser el aspecto bajo el cual el colegio episcopal, como cuerpo, es considerado sucesor del colegio de los Apóstoles de una manera algo parecida a como el Romano Pontífice sucede a San Pedro, a saber, en lo que se refiere al gobierno de la Iglesia.
Estos dos aspectos de la sucesión apostólica se denomina a veces sucesión material (potestad de orden) y sucesión formal (potestad de jurisdicción), ya que el hecho de ser consagrado obispo es una predisposición a ser nombrado pastor de una determinada diócesis[20].
14. Existe una cierta sucesión apostólica, ratione jurisdictionis, «en razón de una cierta similitud y proporción: … primero, bajo el Romano Pontífice están los obispos».
En efecto, puede decirse que los obispos de la Iglesia Católica son sucesores de los Apóstoles en cuanto a la autoridad que ejercen sobre la Iglesia.
Bajo este aspecto, sin embargo, hay que admitir una gran diferencia. En efecto, los Apóstoles tenían una jurisdicción universal extraordinaria y personal sobre toda la Iglesia. Esta jurisdicción extraordinaria y personal, a la que estaba anexa una infalibilidad personal en la doctrina, fue dada por Cristo a los Apóstoles, y murió con ellos. Estos poderes extraordinarios fueron dados para la primera edificación de la Iglesia, y no se transmiten a los obispos de la Iglesia Católica.
15. ¿Podrían los obispos, no individualmente, sino tomados como colegio, suceder a esta jurisdicción universal extraordinaria dada a los Apóstoles?
Una manera de entender la colegialidad enseñada por el Vaticano II podría haber sido que, aunque los obispos no sucedan a los Apóstoles en esta jurisdicción universal extraordinaria como individuos, podrían suceder en ella como grupo, como colegio episcopal, junto con el Romano Pontífice. Pero no hay rastro de tal pretensión en las Escrituras o en la Tradición. Lo contrario es verdad, tal como veremos: cualquier idea de jurisdicción universal de los obispos ha sido repetidamente condenada.
Sobre la cuestión que nos ocupa, baste reproducir aquí las solemnes palabras del Papa Pío VI:
«Es un dogma católico que los Apóstoles, aunque estaban dotados de una potestad extraordinaria (la cual, puesto que fue dada a individuos, murió con los individuos mismos), estaban sujetos a Pedro, a quien Cristo había ordenado presidir sólo sobre los Apóstoles; y que todos los obispos (que están privados de la potestad extraordinaria de los Apóstoles) están sujetos a la plenitud de potestad del Romano Pontífice (la cual potestad, puesto que era ordinaria en Pedro, es también ordinaria en los sucesores)»[21].
El Papa Pío VI enseña así que es un dogma católico que la potestad extraordinaria de los Apóstoles (es decir, la jurisdicción universal) murió con los Apóstoles y no se otorga a los obispos, sucesores de los Apóstoles. Sería difícil ser más fuerte o más claro.
El propio Vaticano II reconoció que los obispos no son sucesores de los Apóstoles en la potestad extraordinaria[22].
16. ¿Cómo suceden, pues, los obispos a los Apóstoles?
Bajo el aspecto de la jurisdicción (y no de la consagración episcopal), por lo tanto, ¿cómo suceden los obispos de la Iglesia Católica a los Apóstoles?
La respuesta la da claramente la constitución dogmática Pastor Aeternus, del Concilio Vaticano de 1870:
«Ahora bien, tan lejos está esta potestad del Sumo Pontífice de dañar a aquella ordinaria e inmediata potestad de jurisdicción episcopal por la que los obispos que, puestos por el Espíritu Santo, sucedieron a los Apóstoles, apacientan y rigen, como verdaderos pastores, cada uno la grey que le fue designada»[23].
Los obispos son, por lo tanto, sucesores de los Apóstoles, en cuanto tienen potestad ordinaria e inmediata de jurisdicción episcopal sobre la grey que les ha sido asignada. La expresión latina utilizada aquí es «singuli singulos», que puede traducirse como «gobiernan individualmente el rebaño particular que les ha sido asignado», o «gobiernan cada uno su rebaño respectivo».
Esta enseñanza del magisterio es también la de los canonistas y teólogos aprobados, como Coronata, que explica:
«Los obispos son sucesores de los Apóstoles, no en los derechos del apostolado, sino en los derechos ordinarios del oficio pastoral»[24].
¿Y cuáles son estos derechos ordinarios?
«La potestad ordinaria o pastoral [de los Apóstoles] era la de apacentar las Iglesias de las que eran cabeza, bajo la dependencia del bienaventurado Pedro»[25].
¿Qué es, pues, exactamente el episcopado, tal como está establecido por institución divina, bajo el aspecto de la jurisdicción?
«El episcopado es, pues, de derecho divino [ex jure divino] en general y en cuanto a su substancia, de tal manera que este oficio no podría ser abrogado enteramente, ni siquiera por el Romano Pontífice, ni podría ser limitado de tal manera que se convirtiera en algo ilusorio. Ahora bien, la substancia de este oficio, que pertenece a la ley divina y que debe mantenerse siempre incólume, consiste en que los obispos son verdaderos príncipes, dotados de jurisdicción ordinaria, y no meramente delegada, tanto en el foro externo como en el interno, pastores de un rebaño particular, superior y distinto de los sacerdotes. Salvada esta substancia, todo lo demás, en cuanto al número, extensión y restricción del poder, ya sea en relación con súbditos o territorios, depende del Derecho Canónico o del Romano Pontífice»[26].
Esta enseñanza, que puede encontrarse fácilmente en cualquier manual tradicional de Derecho Canónico o de teología, establece claramente que el episcopado es, por ley divina, la jurisdicción ordinaria sobre un rebaño particular, donde cada obispo gobierna su propia diócesis, singuli singulos. Y es aquí donde los obispos son sucesores de los Apóstoles. Todo lo demás, dice este autor, pertenece a la ley humana.
Esta fue también la enseñanza del Papa Pío IX, quien dijo:
«Y en verdad «el sucesor de Pedro, por el hecho mismo de que ocupa el lugar de Pedro, tiene, por derecho divino, todo el rebaño de Cristo confiado a su cuidado, de modo que recibe, al mismo tiempo que el episcopado, el poder de gobierno universal, mientras que a los demás obispos es necesario asignarles una parte especial del rebaño, para que ejerzan sobre esa porción el poder ordinario de gobierno; y lo hacen, no por derecho divino, sino por derecho eclesiástico, no en virtud de una orden de Jesucristo, sino por disposición de la jerarquía». Si se discutiera la potestad suprema de San Pedro y de sus sucesores para asignar de este modo las diversas partes del rebaño, se tambalearían los fundamentos mismos de las Iglesias (sobre todo, de las principales), así como sus prerrogativas, “pues si Cristo quiso que los demás príncipes de la Iglesia tuvieran algo en común con San Pedro, sólo por medio de Pedro les ha dado lo que no les negó”» (San León, sermón 3 en el aniversario de su asunción; citado por Pío VI en Super Soliditate)[27].
Esto está en perfecto acuerdo con el Código de 1917, que establece en el canon 329:
«Los obispos son sucesores de los Apóstoles y, por institución divina, están colocados sobre determinadas iglesias que gobiernan con potestad ordinaria bajo la autoridad del Romano Pontífice».
El gobierno de las diócesis particulares se presenta claramente como aquello por lo que los obispos son sucesores de los Apóstoles, y es una institución divina.
17. Enseñanza magisterial en apoyo del canon 329.
El canon 329 dice así:
«Los obispos son sucesores de los Apóstoles y, por institución divina, están colocados sobre determinadas iglesias que gobiernan con potestad ordinaria bajo la autoridad del Romano Pontífice».
El Cardenal Gasparri, en su edición anotada del Código, proporciona una extensa lista de antiguas leyes eclesiásticas y de pronunciamientos magisteriales para apoyar el contenido de este canon:
«C. 16, C. XII, q. 1; Conc. trident., sess. XXIII, de ordine, c. 4, can. 8; Conc. Vatican., sess. IV, c. III, de vi et ratione primatus Romani Pontificis; Pius VI, const. «Auctorem Fidei», 28 Aug. 1794, prop. 6, 8, Synodi Pistorien., damn.; Gregorius XVI, litt. ap. «Cum in Ecclesia», 17 Sept. 1833; ep. encycl. «Commissum Divinitus», 17 maii 1835; Leo XIII, ep. «Jampridem», 6 jan. 1886; ep. «Officio Sanctissimo», 22 dec. 1887; ep., «Est Sane Molestum», 17 dec. 1888; lit. encycl. «Sapientiae», 10 jan. 1890; ep. encycl. «Satis Cognitum», 29 Jun. 1896; S. C. S. Off., decr. «Lamentabili», 4 Jul. 1907, prop. 50, damn.».
Citemos algunas fuentes del canon 329 a fin de tener una comprensión correcta y precisa del mismo.
El Papa León XIII, en su encíclica Satis Cognitum, explica que la autoridad suprema de la Iglesia fue confiada a Pedro y a sus sucesores. Merece la pena leer esta encíclica en su totalidad para compararla con la doctrina del Vaticano II sobre la colegialidad. Después de haber explicado ampliamente cómo la autoridad suprema del Romano Pontífice es la roca de la unidad sobre la que está edificada la Iglesia Católica, León XIII presenta también la parte asignada a los obispos en la constitución de la Iglesia. Este pasaje es el que sirvió de base al canon 329. Dice así:
«Del hecho de que el poder de Pedro y de sus sucesores es pleno y soberano no se ha de deducir, sin embargo, que no existen otros en la Iglesia. Quien ha establecido a Pedro como fundamento de la Iglesia, también “ha escogido doce de sus discípulos, a los que dio el nombre de Apóstoles”. Así, del mismo modo que la autoridad de Pedro es necesariamente permanente y perpetua en el Pontificado romano, también los obispos, en su calidad de sucesores de los Apóstoles, son los herederos del poder ordinario de los Apóstoles, de tal suerte que el orden episcopal forma necesariamente parte de la constitución íntima de la Iglesia. Y aunque la autoridad de los obispos no sea ni plena, ni universal, ni soberana, no debe mirárselos como a simples Vicarios de los Romanos Pontífices, pues poseen una autoridad que les es propia, y llevan en toda verdad el nombre de Prelados ordinarios de los pueblos que gobiernan»[28].
No se podría repudiar la nueva enseñanza del Vaticano II con mayor claridad. León XIII enseña, como perteneciente a la constitución de la Iglesia, que los obispos son sucesores de los Apóstoles en su potestad ordinaria, que no es universal, sino restringida al pueblo sobre el que gobiernan.
León XIII redobla la apuesta:
«¿Qué ha querido, en efecto, el Hijo de Dios cuando ha prometido las llaves del reino de los cielos sólo a Pedro? Que las llaves signifiquen aquí el poder supremo, el uso bíblico y el consentimiento unánime de los Padres no permiten dudarlo. Y no se pueden interpretar de otro modo los poderes que han sido conferidos, sea a Pedro separadamente, o ya a los demás Apóstoles conjuntamente con Pedro. Si la facultad de atar y desatar, de apacentar el rebaño, da a los obispos, sucesores de los Apóstoles, el derecho de gobernar con autoridad propia al pueblo confiado a cada uno de ellos, seguramente esta misma facultad debe producir idéntico efecto en aquel a quien ha sido dado por Dios mismo el papel de apacentar los corderos y las ovejas»[29].
A partir de este pasaje, es evidente que León XIII condena absolutamente cualquier posibilidad de repensar o reevaluar, como dijo Juan Pablo II que hizo el Vaticano II, «lo que fue dado a Pedro solo, y lo que fue dado a los otros Apóstoles conjuntamente con él».
Basándose tanto en la Sagrada Escritura como en el consentimiento unánime de los Padres (que es una regla de fe infalible), León XIII explica que los obispos son sucesores de los Apóstoles en la medida en que gobiernan al pueblo que les ha sido encomendado, mientras que Dios le ha asignado al Romano Pontífice la totalidad del rebaño.
El Papa León XIII repite y hace suya la doctrina tradicional de la Iglesia, famosamente repetida por San Bernardo:
«La conclusión de todo lo que precede parece hallarse en estas palabras de San Bernardo al Papa Eugenio: “¿Quién sois vos? Sois el gran Sacerdote, el Pontífice soberano. Sois el príncipe de los obispos, el heredero de los Apóstoles… Sois aquel a quien las llaves han sido dadas, a quien las ovejas han sido confiadas. Otros además que vos son también porteros del cielo y pastores de rebaños; pero ese doble título es en vos tanto más glorioso cuanto que lo habéis recibido como herencia en un sentido más particular que todos los demás. Estos tienen sus rebaños, que les han sido asignados a cada uno el suyo; pero a vos han sido confiados todos los rebaños; vos únicamente tenéis un solo rebaño, formado no solamente por las ovejas, sino también por los pastores; sois el único pastor de todos. Me preguntáis cómo lo pruebo. Por la palabra del Señor. ¿A quién, en efecto, no digo entre los obispos, sino entre los Apóstoles, han sido confiadas absoluta e indistintamente todas las ovejas? Si me amas, Pedro, apacienta mis ovejas. ¿Cuáles? ¿Los pueblos de tal o cual ciudad, de tal o cual comarca, de tal reino? Mis ovejas, dice. ¿Quién no ve que no se designa a una o algunas, sino que todas se confían a Pedro? No se puede hacer excepción donde no se hace distinción” (De Consideratione, Lib. II, cap. 8)»[30].
En otra encíclica, también referenciada por el Cardenal Gasparri, el mismo León XIII repite una vez más la misma doctrina:
«En cuanto a vosotros, venerables hermanos, sois conscientes de la verdadera naturaleza de la Iglesia, de la constitución que le dio su divino fundador y de los derechos y deberes asociados a ella. Nadie puede sustraer o destruir estos derechos y deberes. […] Corresponde exclusivamente a la Iglesia dictar normas sobre su vida interna, cuya naturaleza fue determinada por nuestro Señor Jesucristo, restaurador de nuestra salvación. Cristo ordenó que este poder libre e independiente perteneciera a Pedro y a sus sucesores, y, bajo la autoridad de Pedro, a los obispos en sus respectivas iglesias»[31].
Muchos otros documentos del Papa León XIII describen la inmutable y divinamente instituida constitución de la Iglesia exactamente de la misma manera, como éste, también referenciado por el Cardenal Gasparri:
«Ahora bien, la administración de los asuntos cristianos inmediatamente después y bajo el Romano Pontífice corresponde a los obispos, los cuales, aunque no llegan a la cúspide del poder pontificio, son, sin embargo, verdaderos príncipes en la jerarquía eclesiástica; y puesto que cada uno de ellos administra una iglesia particular [“singulas Ecclesias singuli administrent”], son, dice Santo Tomás, “como principales obreros… del edificio espiritual”, y cuentan con miembros del clero para compartir sus funciones y ejecutar sus decisiones. Cada uno debe regular su modo de conducta según esta constitución de la Iglesia, que no está en el poder de ningún hombre cambiar»[32].
Otra fuente del canon 329, nos dice el Cardenal Gaspari, es una Carta Apostólica del Papa Gregorio XVI, titulada Cum in Ecclesia, y fechada el 17 de septiembre de 1833. Esta auténtica enseñanza de Gregorio XVI contiene el siguiente pasaje, muy relevante para nuestra discusión:
«No es ni en secreto, ni a puerta cerrada, ni por insinuaciones, sino de la manera más abierta, oralmente, por escritos, e incluso en el púlpito, que una y otra vez han declarado y presentado la audaz pretensión que todos los obispos, en la medida en que son sucesores de los Apóstoles, han recibido de Cristo en igual medida ese poder soberano para gobernar la Iglesia, y que no reside únicamente en el Romano Pontífice, sino en todo el episcopado»[33].
Las enseñanzas expuestas deberían bastar para demostrar que, además de la autoridad del Papa sobre la Iglesia universal («uni unus», para usar la expresión de San Bernardo), y la autoridad de cada obispo sobre su iglesia particular («singuli singulos»), cualquier idea de algún tipo de poder universal compartido por el colegio episcopal es absolutamente inaudita, y completamente contraria a la enseñanza tradicional de la Iglesia. Más aún, es claramente contraria a la constitución de la Iglesia, tal como fue establecida por Cristo.
Más adelante explicaremos cómo los obispos pueden compartir y participar realmente en el poder universal de la Iglesia, dado al Bienaventurado Pedro y a sus sucesores. Pero esto de ninguna manera puede contradecirla divina constitución de la Iglesia.
Los pontífices nos han presentado repetidamente esta divina constitución de la Iglesia, que consiste en la jurisdicción suprema y universal del Romano Pontífice, y en la potestad ordinaria de los obispos en sus respectivas diócesis, y al hacerlo, uno no puede dejar de notar que a menudo han repetido palabra por palabra la enseñanza de San Bernardo sobre esta cuestión.
18. La fórmula de San Bernardo está consagrada por el uso de la Iglesia.
Aunque todos los Padres (según el mismo León XIII, tal como vimos más arriba) nos han dado la misma doctrina, a saber, que el rebaño universal está confiado únicamente al Romano Pontífice, mientras que cada iglesia particular está confiada también a un obispo particular, se destaca una enseñanza especial de San Bernardo, tanto por su claridad como por haber sido reiteradamente refrendada por el magisterio de la Iglesia.
Nos referimos al siguiente pasaje, tomado de una obra de San Bernardo dirigida al Papa Eugenio III:
«Otros pastores tienen asignados sus rebaños, cada uno el suyo; a ti se te han confiado todos los rebaños, un solo rebaño a un solo pastor, y tú eres el único pastor de todos, no sólo de las ovejas, sino también de los pastores»[34].
El texto latino, muy majestuoso y enérgico en su formulación, reza así:
«Habent illi sibi assignatos greges, singuli singulos, tibi universi crediti, uni unus, nec modo ovium, sed et pastorum, tu unus omnium pastor».
La expresión «singuli singulos» se encuentra en muchos textos del magisterio de la Iglesia, a menudo con una clara referencia a San Bernardo. En efecto, esta fórmula de San Bernardo ha sido repetida por:
Pío VI: Constitución apostólica Super Soliditate (1786).
León XIII: Encíclica Sapientiae Christianae, n. 48 (1890); Encíclica Satis Cognitum, n. 15 (1896).
Pío XII: Encíclica Mystici corporis, n. 42 (1943); Encíclica Doctor Mellifluus, n. 25 (1953); Encíclica Ad Apostolorum Principis, n. 38 (1958).
Por último, la expresión, «singuli singulos», ha sido elevada a la enseñanza más solemne de un concilio ecuménico, a saber, el Concilio Vaticano de 1870, en su constitución dogmática Pastor Aeternus:
«Ahora bien, tan lejos está esta potestad del Sumo Pontífice de dañar a aquella ordinaria e inmediata potestad de jurisdicción episcopal por la que los obispos que, puestos por el Espíritu Santo, sucedieron a los Apóstoles, apacientan y rigen, como verdaderos pastores, cada uno la grey que le fue designada (“singuli singulos”)»[35].
A esto podría añadirse el inmenso cuerpo de enseñanzas magisteriales que se han emitido sobre este mismo tema en expresiones equivalentes. Es bastante llamativo observar que, por el contrario, la nueva enseñanza de la colegialidad es autorreferencial; las versiones anotadas del Código de 1983 no son capaces de proporcionar más que los documentos del Vaticano II y otras enseñanzas emitidas por los «Papas del Vaticano II». Esto es así porque la colegialidad del Vaticano II no se encuentra en ninguna parte en los pronunciamientos magisteriales anteriores de la Iglesia.
ARTÍCULO QUINTO
ORDEN Y JURISDICCIÓN EN EL EPISCOPADO
19. Cambio n. 3: La colegialidad del Vaticano II anula las nociones de orden y jurisdicción de los obispos.
Hemos visto en el artículo precedente que los obispos son los sucesores de los Apóstoles. En la doctrina católica se dice que son sucesores de los Apóstoles en la medida en que gobiernan, por derecho divino, el rebaño que les ha sido confiado, cada uno el suyo («singuli singulos»). En la doctrina del Vaticano II, por el contrario, se dice que los obispos son sucesores de los Apóstoles en cuanto miembros del colegio episcopal, pertenencia que se obtiene no por el hecho de ser cabeza de una iglesia particular, sino por haber sido consagrado obispo. Intentemos ahora aclarar con mayor precisión estas distinciones, mediante un análisis más profundo del lugar que ocupa un obispo católico en la jerarquía de la Iglesia, tanto en lo que se refiere a la potestad de orden como a la de jurisdicción.
20. ¿Cuál es el lugar del obispo en la jerarquía de la Iglesia, según su divina constitución?
El Código de Derecho Canónico de 1917 nos presenta con mucha precisión cuál es la divina constitución de la Iglesia, en su jerarquía:
«Por institución divina, la sagrada jerarquía, en lo que respecta al orden, consiste en obispos, presbíteros y ministros; por razón de jurisdicción, [consiste en] el pontificado supremo y el episcopado subordinado; por institución de la Iglesia pueden añadirse también otros grados»[36].
El siguiente canon nos indica cómo se puede participar en la potestad de orden y en la potestad de jurisdicción de esta sagrada jerarquía:
«Los que son incorporados a la jerarquía eclesiástica no están obligados a ello por el consentimiento o la llamada del pueblo o del poder secular, sino que son constituidos en los grados de la potestad de orden por la sagrada ordenación; en el pontificado supremo, por la misma ley divina, una vez cumplidas las condiciones de la legítima elección y aceptación; en los demás grados de jurisdicción, por la misión canónica»[37].
Debemos notar inmediatamente que estos dos cánones, a saber, el canon 108, § 3, y el canon 109, no se encuentran en el nuevo Código de Derecho Canónico de 1983. Muchos de los cánones del Código de 1917 se encuentran, con mayor o menor modificación, en el Código de 1983, y los canonistas han establecido la correspondencia entre ambos. Pero estos cánones simplemente se omiten, y no tienen equivalente en el Código de 1983. Esto es extremadamente sorprendente ya que estos cánones están destinados a describir la jerarquía de la Iglesia según su divina constitución. Se podría pensar que la divina constitución tendría que estar incluida en cualquier Código, como la base sobre la que debe funcionar la Iglesia.
La razón de esta omisión, sin embargo, es bastante simple de entender. La doctrina que estos cánones retratan ha sido objeto de la «reevaluación» por parte del Vaticano II. En efecto, estos cánones distinguen claramente la potestad de orden de la potestad de jurisdicción, y explican que se obtienen de dos fuentes distintas. Por el contrario, el Vaticano II establece la consagración episcopal (la plenitud de la potestad de orden) como la fuente de la potestad de jurisdicción que se encuentra en el obispo. Contrastemos estas doctrinas.
21. El episcopado desde el punto de vista de la potestad de jurisdicción.
Según la divina constitución de la Iglesia, su jerarquía, bajo el aspecto del orden, consiste en obispos, sacerdotes y ministros; mientras que bajo el aspecto de la jurisdicción consiste en el Romano Pontífice y los obispos. La Iglesia puede añadir otros grados a esta jerarquía. Expliquémonos.
La autoridad suprema de la Iglesia se encuentra en el Sumo Pontífice, y esto, por ley divina. A él se le ha confiado el cuidado de toda la Iglesia. Bajo él, los obispos tienen autoridad sobre una iglesia particular, que les ha sido asignada.
Bajo el aspecto jurisdiccional, el episcopado pertenece a la divina constitución de la Iglesia en cuanto que Cristo quiso que fuera gobernada de este modo. No es admisible que el Romano Pontífice gobierne por sí mismo toda la Iglesia sin asignar pastores particulares a iglesias particulares. El Romano Pontífice no puede, por ejemplo, decidir gobernar toda la Iglesia como una diócesis en la que los obispos formarían una especie de asamblea de vicarios para asistirle en el gobierno de la Iglesia sin ser nunca particularmente asignados para gobernar una iglesia particular.
Por el contrario, y por contraste, el establecimiento de parroquias y párrocos no pertenece a la divina constitución de la Iglesia, y no iría en contra de ella que un obispo gobernara toda su diócesis como si fuera una gran parroquia en la que a ningún sacerdote en particular se le asignara un territorio concreto, sino que el obispo estuviera asistido por un colegio de sacerdotes, y gobernara de esta manera a su pueblo desde una autoridad episcopal central, asistido por una asamblea de sacerdotes.
Tal gobierno no entraría en conflicto con la divina constitución de la Iglesia. Que una diócesis esté dividida en parroquias para ser administradas por pastores no pertenece a la ley divina, sino que ha sido establecido por ley eclesiástica[38].
22. El episcopado desde el punto de vista de la potestad de orden.
Según la divina constitución de la Iglesia, su jerarquía, bajo el aspecto del orden, se compone de obispos, presbíteros y ministros.
Ya hemos explicado cómo un obispo residencial es establecido sobre una iglesia particular como su cabeza, con la misión de enseñar, gobernar y santificar a los fieles. Muchas de las tareas implicadas en el cumplimiento de la misión de gobernar son actos jurídicos, realizados con autoridad: la promulgación de leyes, la ejecución de decretos, los castigos a los delincuentes. Para estos, además de la autoridad legítima, no se requiere nada más, por parte de la persona, que sus facultades naturales de intelecto y voluntad para emitir estas decisiones autoritativas. Lo mismo sucede con el deber de enseñar: además de la autoridad por la que es hecho cabeza de una iglesia particular, y tiene por lo tanto poder moral para obligar a sus súbditos, el obispo se limitará a usar y cultivar sus facultades naturales en la predicación, la exhortación y el consejo.
Sin embargo, cuando se trata del deber de santificar a los fieles, la autoridad no es suficiente. Además de la jurisdicción, el obispo recurrirá a la potestad del orden sagrado para administrar los sacramentos a su pueblo, a fin de santificarlo por el poder de la Redención de Cristo. El obispo no bastará por sí solo para administrar los sacramentos a la multitud de su rebaño. Necesita, pues, la asistencia de sacerdotes y ministros, que trabajarán bajo su mandato.
La potestad del orden sagrado es un carácter impreso en el alma, una participación en el sacerdocio de Cristo. Es la facultad de actuar en nombre de Cristo para santificar a los fieles mediante el poder redentor de su sagrada humanidad. Es ontológicamente independiente de la autoridad, que es una facultad moral.
Desde el punto de vista del orden, el episcopado es la plenitud del sacerdocio, la plenitud del orden sagrado, por el cual no sólo es capaz de ofrecer el Santo Sacrificio de la Misa, y administrar los sacramentos a los fieles, sino también de dar el poder del sacerdocio a otros: ese es el poder distintivo del episcopado, considerado desde el punto de vista del orden: el poder de ordenar a otros sacerdotes que puedan administrar los sacramentos.
23. ¿Debe un obispo (según la jurisdicción) ser obispo (según el orden)?
Ordinariamente, sí, un obispo residencial, colocado con autoridad sobre una iglesia particular, debe ser obispo consagrado, teniendo la plenitud del poder del sacerdocio. La razón es sencilla de entender: a la cabeza de una iglesia particular se le confía la misión de enseñar, gobernar y santificar a su rebaño. Como hemos explicado, la facultad moral de la autoridad le basta para cumplir el deber de enseñar y gobernar a los fieles. Sin embargo, no es suficiente para cumplir su deber de santificarlos, ya que esto implica la administración de los sacramentos, que sólo puede ser llevada a cabo por sacerdotes ordenados. El obispo residencial tiene, por lo tanto, el deber de mandar sacerdotes que le ayuden en este deber y de asegurarse de proporcionar un número suficiente de sacerdotes. Para ello, por lo tanto, debe estar dotado de la potestad del sacerdocio, ya que debe estar directamente implicado en esta tarea. Y también debe tener el poder de proporcionar más sacerdotes, que le ayudarán en su trabajo de santificación. Así, el obispo residencial debe estar dotado de la plenitud del sacerdocio para poder ordenar más sacerdotes, que administrarán los sacramentos a su rebaño, bajo su autoridad.
Tal es la razón que exige que un obispo residencial sea consagrado obispo: el deber, confiado a él, por ley divina, de santificar a su rebaño particular.
24. ¿Debe un obispo (según la jurisdicción) ser necesariamente obispo (según el orden)?
El sentido de la pregunta aquí es si es realmente posible que un obispo residencial nunca sea consagrado obispo. La simple respuesta es que sí es posible, y que la necesidad de la cabeza de ser obispo particular es una ley eclesiástica, fundada en la conveniencia de lo que es el episcopado, según la voluntad de Cristo.
El obispo residencial es, en efecto, la persona a la que se confía directamente el derecho y el deber de enseñar, gobernar y santificar a su rebaño. Ciertamente necesitará el auxilio del clero inferior en el cumplimiento de su tarea[39].
Para asegurar la administración de los bautismos, el ofrecimiento del Sacrificio de la Misa, oír confesiones, la celebración de la cristiana sepultura, etc., el obispo residencial necesitará ciertamente el auxilio de muchos sacerdotes. En su diócesis, los sacerdotes son sus colaboradores, sus asistentes. Para asegurarse que los fieles puedan recibir fácilmente los sacramentos de la confirmación y que los sacerdotes puedan ser ordenados en número suficiente, puede incluso requerir el auxilio de algunos clérigos dotados de la plenitud del sacerdocio, es decir, clérigos que han sido consagrados obispos, aunque no se les haya concedido autoridad sobre ninguna iglesia en particular. Pero es muy conveniente, como debería ser obvio, que, puesto que el deber de la santificación de los fieles está puesto, por ley divina, sobre los hombros del obispo residencial, sea sacerdote, capaz de oír confesiones y ofrecer la santa Misa. Y por la misma razón es claramente conveniente que esté dotado también de la plenitud del sacerdocio, para poder administrar el sacramento de la confirmación, consagrar cálices, ordenar sacerdotes y, eventualmente, consagrar obispos, que le ayuden, en su diócesis, a administrar los sacramentos y las bendiciones que están reservadas a los obispos consagrados.
Puesto que la ley divina le obliga a cumplir personalmente la misión de santificar a los fieles, es obvio que conviene que tome parte en ella, y no se contente con que otros hagan su trabajo. Debe participar personalmente en este deber, puesto que le ha sido confiado personalmente. Y puesto que toda la obra de la santificación en su Iglesia, incluyendo la administración de la confirmación y la ordenación de sacerdotes y ministros, es algo que también le obliga personalmente, por ley divina, es conveniente que esté consagrado obispo, a fin de poder, en caso necesario, realizar confirmaciones y ordenaciones. Puesto que todo esto se le pide personalmente, es obvio que debe hacerse capaz de proveer todas estas cosas, sin depender de nadie más. Por lo tanto, la obligación personal de santificar a su rebaño implica la obligación de poseer personalmente la capacidad de proveer todo lo que necesita para cumplir con su deber, lo que significa que, a menos que esté excusado por otra consideración, está realmente obligado a ser consagrado obispo.
25. ¿Cuál es la fuerza de esta obligación?
Esta obligación es muy seria, como debería ser obvio por la explicación dada anteriormente. En efecto, el derecho de la Iglesia ha concedido al nuevo obispo un plazo por el que necesariamente debe ser consagrado obispo. Así, el canon 333 del Código de Derecho Canónico de 1917 dice lo siguiente:
«A no ser que lo prohíba un impedimento legítimo, el promovido al episcopado, aunque sea Cardenal de la Santa Iglesia Romana, debe, dentro de los tres meses siguientes a la recepción de las cartas apostólicas, recibir la consagración y, dentro de los cuatro [meses], acudir a su diócesis, teniendo debidamente en cuenta la prescripción del can. 238 § 2».
La ley de la Iglesia indica un plazo de tres meses, al final del cual se espera que el nuevo obispo de una diócesis haya sido consagrado obispo.
Sin embargo, esta ley eclesiástica no siempre se ha aplicado con tanta firmeza, y antes del Concilio de Trento era tristemente muy común que muchos obispos residenciales nunca fueran consagrados obispos, sino que confiaran las funciones litúrgicas episcopales a obispos auxiliares, es decir, clérigos que han sido consagrados obispos, pero que trabajan para el obispo residencial en su diócesis particular. Desde el punto de vista de la jurisdicción, estos obispos auxiliares no están en mejores condiciones que cualquier sacerdote diocesano.
Esto fue un abuso introducido por el tiempo y reformado por el Concilio de Trento. Como se ha explicado, la obligación personal de santificar a su rebaño hace recaer sobre el obispo la obligación de ser personalmente capaz de proveer todo lo necesario y, por lo tanto, de ser obispo.
Se trata de una obligación moral grave, que deriva de la naturaleza misma del episcopado, tal como fue instituido por Cristo. Sin embargo, a pesar de este fuerte vínculo existente entre ambos aspectos del episcopado, es importante distinguir claramente la potestad de jurisdicción de la potestad del orden sagrado. Son distintas, según la institución divina de Cristo: son de naturaleza diferente y tienen un origen distinto. Tal es la enseñanza explícita del Código de Derecho Canónico de 1917, que está totalmente ausente en el Código de 1983.
Corroboremos un poco más la existencia de esta distinción, antes de proceder al análisis de la enseñanza del Vaticano II sobre esta cuestión.
26. La práctica común muestra que el episcopado puede existir ocasionalmente en uno solo de sus dos aspectos en un individuo.
Ordinariamente el episcopado está presente en un obispo según los dos aspectos por los que es divinamente instituido en la Iglesia, es decir, según el orden sagrado y según la jurisdicción. La persona asignada como pastor ordinario de una iglesia particular ha sido debidamente consagrada obispo para poseer la plenitud del sacerdocio, y poder así ordenar sacerdotes y consagrar a otros obispos.
Estas dos potestades, que definen el episcopado según la voluntad de Cristo, y que de ordinario están unidas en el mismo sujeto, a veces están separadas. Esto es posible debido a que son independientes entre sí en su origen y existencia.
Además del hecho de que ésta es la enseñanza universal de los teólogos y canonistas, especialmente después de que el contenido explícito del Código de 1917 fuera promulgado por Benedicto XV, este principio está corroborado por innumerables ejemplos tomados de la historia y de la práctica universal.
Era muy común, antes del Vaticano II, que un obispo recién nombrado tomara posesión de su cargo lo antes posible, en cuestión de unos pocos días o semanas después del nombramiento, mientras que la consagración se producía a menudo un poco más tarde, en aras de una conveniente organización de tan importante acontecimiento. No era raro, por lo tanto, que un nuevo obispo residencial, que ya poseía y ejercía el poder ordinario de obispo, fuera cabeza de una iglesia particular, pero que todavía no estaba investido con el poder de la plenitud del sacerdocio, que sólo puede darse mediante la ceremonia de la consagración episcopal. Este principio está supuesto por el Concilio de Trento, al determinar un plazo de tres meses dado al nuevo obispo residencial para ser consagrado obispo[40].
Por el contrario, la práctica de consagrar obispos para ayudar en la administración de sacramentos y bendiciones reservadas a los obispos era extremadamente común en las grandes diócesis. Estos obispos estaban allí para ayudar y asistir al obispo residencial en su deber personal de santificar a los fieles. Pero desde el punto de vista de la jurisdicción, ser consagrado obispo no les daba nada más que a cualquier sacerdote de la diócesis. Al igual que los sacerdotes diocesanos, estaban al servicio del obispo residencial, y estaban llamados a ayudarle y asistirle, y no podían hacer nada sin su delegación.
Estas dos prácticas comunes nos muestran que es posible que un obispo residencial esté dotado de jurisdicción sin haber sido consagrado obispo; y a la inversa, es posible que un sacerdote sea consagrado obispo, para poder confirmar y ordenar, sin que se le otorgue ninguna autoridad sobre ninguna iglesia en particular.
A esto podría añadirse la práctica ocasional de renuncia y deposición de los obispos, por la cual un obispo pierde su jurisdicción sobre una diócesis, pero retiene para siempre el carácter del episcopado, y el poder real de ordenar sacerdotes.
La jurisdicción sobre una diócesis no otorga por sí misma la plenitud del sacerdocio, que sólo se da mediante la consagración episcopal.
A la inversa, el hecho de ser consagrado obispo no otorga por sí mismo jurisdicción sobre ninguna iglesia en particular. Ésta viene dada por una misión canónica emanada del Romano Pontífice, y no por la consagración episcopal. Tal era la enseñanza explícita del canon 109, en el Código de 1917, canon que fue completamente dejado en el olvido[41].
27. La distinción entre la potestad de orden y la potestad de jurisdicción ha sido presentada por el Papa Pío XII como perteneciente a la constitución de la Iglesia, tal como fue divinamente instituida.
Además de las palabras expresas del Código de Derecho Canónico de 1917, ahora nos beneficiamos de la amplia enseñanza del Papa Pío XII sobre estas cuestiones.
En 1954, el Papa Pío XII enseñó lo siguiente:
«La constitución de la Iglesia, su gobierno y su disciplina; las cuales cosas, todas dependen ciertamente de la voluntad de Jesucristo, fundador de la Iglesia. En virtud de esa divina voluntad los fieles se dividen en dos clases: clero y seglares; en virtud de la misma voluntad está constituida la doble jerarquía sagrada, o sea de orden y de jurisdicción. Además –lo que del mismo modo ha sido establecido por disposición divina– a la potestad de orden (en virtud de la cual la Jerarquía eclesiástica se halla compuesta de obispos, sacerdotes y ministros) se accede recibiendo el sacramento del orden sagrado; la potestad de jurisdicción, además, que al Sumo Pontífice es conferida directamente por derecho divino, proviene a los obispos del mismo derecho, pero solamente mediante el sucesor de San Pedro, al cual no solamente los simples fieles, sino también todos los obispos deben estar constantemente sujetos y ligados con el homenaje de la obediencia y con el vínculo de la unidad»[42].
El Papa Pío XII establece aquí una serie de puntos importantes que, según explica, están establecidos por voluntad divina (y son por lo tanto absolutamente inmutables, y pertenecen a la fe):
(1) La distinción entre la potestad de orden y la potestad de jurisdicción pertenece a la divina constitución de la Iglesia, así como la distinción entre laicos y clérigos.
(2) Que, por la misma voluntad divina, la potestad de orden se confiere por la recepción del sacramento del orden; mientras que la potestad de jurisdicción se confiere, en virtud de la ley divina, directamente al Sumo Pontífice, y se confiere a los obispos por medio del Romano Pontífice.
De donde se sigue que, por divina voluntad, no se dice ni se puede decir que la potestad de jurisdicción fluya de la potestad de orden, o en virtud de la consagración episcopal. Pues estas cosas pertenecen a dos potestades distintas, que se distinguen en virtud de la ley divina.
28. La jurisdicción no procede de la consagración episcopal. Más bien, los obispos reciben su jurisdicción directamente del Romano Pontífice.
El Papa Pío XII ya había enseñado, a principios de su pontificado, en su emblemática encíclica sobre la Iglesia, Mystici Corporis, que los obispos recibían su jurisdicción directamente del Romano Pontífice:
«Por lo cual los obispos no solamente han de ser considerados como los principales miembros de la Iglesia universal, como quienes están ligados por un vínculo especialísimo con la Cabeza divina de todo el Cuerpo –y por ello, con razón son llamados partes principales de los miembros del Señor–, sino que, en lo que se refiere a su propia diócesis, apacientan y rigen como verdaderos pastores, en nombre de Cristo, la grey que a cada uno ha sido confiada [singuli singulos]; pero, haciendo esto, no son completamente independientes, sino que están puestos bajo la autoridad del Romano Pontífice, aunque gozan de jurisdicción ordinaria que el mismo Sumo Pontífice directamente les ha comunicado»[43].
Es imposible, por lo tanto, sostener que el Romano Pontífice se limite a dirigir o asignar sujetos a una jurisdicción que los obispos habrían recibido a través de su consagración. El Papa Pío XII enseña explícitamente que los obispos reciben su potestad ordinaria de jurisdicción directamente del Sumo Pontífice.
Contra las consagraciones cismáticas, el Papa Pío XII repitió el mismo principio:
«Los obispos que no han sido nombrados ni confirmados por la Santa Sede, más aún, escogidos y consagrados contra explícitas disposiciones de ella, no podrán gozar de poder alguno de magisterio o de jurisdicción, ya que la jurisdicción se da a los Obispos únicamente por medio del Romano Pontífice…»[44].
Los actos sacramentales realizados por clérigos cismáticos dotados de la potestad del orden sagrado pueden ser válidos, pero, puesto que se llevan a cabo sin la jurisdicción o delegación conferida por la Iglesia, esos actos son gravemente ilícitos:
«Y los actos que pertenecen a la potestad del sagrado Orden, realizados por dichos eclesiásticos, aunque sean válidos… son gravemente ilícitos, es decir, pecaminosos y sacrílegos»[45].
Esto demuestra que la potestad de jurisdicción no proviene del mero hecho de poseer la potestad de orden; y a la inversa, demuestra que estar privado de la potestad de jurisdicción no significa estar privado de la potestad de orden. Estas dos potestades son distintas e independientes hasta el punto de que pueden existir por separado, aunque de ordinario se supone que se encuentran en la misma persona, a saber, la cabeza de una iglesia particular.
29. Los cambios introducidos por el Vaticano II.
Los cambios del Vaticano II son visibles en el canon que los define en el Código de 1983:
«§1. Por institución divina, los Obispos suceden a los Apóstoles por el Espíritu Santo que les es dado. Son constituidos Pastores en la Iglesia para ser los maestros de la doctrina, los sacerdotes del culto sagrado y los ministros del gobierno.
§2. Por su consagración episcopal, los Obispos reciben, junto con el oficio de santificar, los oficios de enseñar y gobernar, los cuales, sin embargo, por su naturaleza, sólo pueden ser ejercidos en comunión jerárquica con la cabeza del Colegio y sus miembros»[46].
El lector ya familiarizado con las distinciones tradicionales se siente de inmediato confundido por el canon anterior. Según el Código de 1983, los obispos son sucesores de los Apóstoles por el simple hecho de la consagración episcopal. Sin ni siquiera ser asignado a una Iglesia en particular, el obispo consagrado se convierte en pastor, dotado del «oficio», de las «funciones» (en latín se lee «munera») de enseñar, gobernar y consagrar. Estos «munera», sin embargo, sólo pueden ejercerse en comunión jerárquica.
Un comentario canónico del Código de 1983 explica lo siguiente:
«La ordenación episcopal confiere la participación ontológica en las funciones sagradas de enseñar, santificar y gobernar. Para que estas funciones adquieran la configuración de un verdadero poder, deben ser definidas jurídicamente por la autoridad jerárquica por medio de una misión canónica, es decir, la atribución de un cargo o la asignación de miembros específicos de los fieles, para quienes la persona en cuestión debe desempeñar sus funciones»[47].
El lector puede notar enseguida que no se hace ninguna distinción particular del poder de santificación que confiere el orden sagrado. La función de «santificar» es otorgada por la «ordenación episcopal» tanto como las «funciones» de enseñar y gobernar. Se dice que estas funciones «sólo pueden ejercerse en comunión jerárquica», sin establecer distinción alguna.
Según la doctrina católica, los sacramentos dados por un obispo verdaderamente consagrado serían válidos, independientemente de la «comunión jerárquica». Por otra parte, ninguna autoridad ni ningún tipo de «función» de gobierno pueden tenerse en absoluto fuera de la comunión jerárquica. El hecho de que estas distinciones no estén claramente establecidas genera confusión e imprecisión en la mente del lector. El sentido natural del texto haría creer que la capacidad de enseñar y gobernar viene dada por la consagración episcopal tanto como la capacidad de santificar (tradicionalmente conocida como potestad de orden).
Según la doctrina católica, la jurisdicción es lo que otorga el oficio y la función de enseñar, gobernar y santificar a los fieles. Por otro lado, el orden sagrado otorga el poder de santificar, a través de la administración de los sacramentos. Este poder tiene su origen y existencia independientemente de la jurisdicción.
En el sistema del Vaticano II, en cambio, la ordenación episcopal otorga las «funciones» ontológicas de enseñar, gobernar y santificar. Lo que la comisión canónica otorga es la capacidad de ejercer realmente estas funciones. Si esto es necesario o no para el ejercicio válido de estas funciones, el Vaticano II se negó deliberadamente a explicarlo, y permitió abiertamente que se discutiera:
«Sin comunión jerárquica no puede ejercerse la función ontológico-sacramental [munus], que debe distinguirse del aspecto jurídico-canónico. Sin embargo, la Comisión ha decidido que no debe entrar en cuestiones de licitud y validez. Estas cuestiones se dejan a los teólogos para que las discutan; en concreto, la cuestión del poder ejercido de facto entre las Iglesias orientales separadas, sobre la que existen diversas explicaciones»[48].
Este texto está completamente en desacuerdo con las nociones tradicionales de orden y jurisdicción, y en su lugar utiliza las nuevas nociones de funciones y poderes, que ahora debemos discutir.
30. La distinción entre orden y jurisdicción es reemplazada por la distinción entre funciones y poderes.
La distinción católica entre orden y jurisdicción en la persona del obispo, tal como fue establecida por el Código de 1917, y presentada por el Papa Pío XII como perteneciente a la divina constitución de la Iglesia, es efectivamente reemplazada por una nueva distinción de funciones y poderes, desconocida por la doctrina católica.
Así lo indica la nota preliminar añadida a Lumen Gentium:
«En la consagración se da una participación ontológica de los ministerios [munera] sagrados, como consta, sin duda alguna, por la Tradición, incluso la litúrgica. Se emplea intencionadamente el término ministerios [munera] y no la palabra potestades [potestates], porque esta última palabra podría entenderse como potestad expedita para el ejercicio. Mas para que de hecho se tenga tal potestad expedita es necesario que se añada la determinación canónica o jurídica por parte de la autoridad jerárquica».
Una «participación ontológica de los ministerios sagrados» significa que el destinatario recibe algo real, que es, que existe, en él. Tal es el significado de «ontológico». Lo que tiene, real u ontológicamente, se dice que es una «participación de los ministerios sagrados» propio de los obispos. Se nos advierte, sin embargo, que la consagración por sí sola no da un poder «expedito para el ejercicio». Esto se concede sólo por medio de una ulterior «determinación canónica».
Esto puede resultar bastante confuso para quien esté acostumbrado a la doctrina tradicional sobre el episcopado, que distingue entre dos aspectos de esta dignidad: la potestad de orden, obtenida mediante la consagración episcopal, y la potestad de jurisdicción, obtenida mediante el Romano Pontífice.
En realidad, el Vaticano II ignora y se abstrae de esta distinción tradicional, para establecer una nueva. El orden del episcopado, tal como fue establecido por Cristo en la Iglesia, ya no se distingue según el orden y la jurisdicción. Más bien, se dice que la consagración episcopal es «una participación ontológica» en las funciones de los obispos, mientras que la «determinación canónica» otorga un poder «expedito para el ejercicio». Esto significa que la consagración episcopal le convierte en obispo, con las tres funciones que conlleva: enseñar, gobernar y santificar. Sin embargo, se supone que no debe ejercer estas funciones sin una determinación canónica que, por ejemplo, le establezca como pastor de una iglesia concreta.
Para entender por qué se hizo este cambio, y cuáles son sus consecuencias, es importante que el lector sepa que la distinción tradicional entre jerarquía de orden y jerarquía de jurisdicción es comúnmente rechazada por los teólogos modernos, o al menos presentada como una «elaboración medieval» y «poco teológica»[49].
Lo que la consagración episcopal hace, por lo tanto, no es conferir la potestad de orden (como se entendía tradicionalmente), sino el hecho de que un individuo es establecido públicamente en el rango de los obispos, en la Iglesia, y consagrado para este oficio. Por lo tanto, no hay que pensar que este individuo recibe ningún «poder mágico», explican los modernistas, sino que ha sido dotado públicamente de las «funciones» propias del orden episcopal.
31. La explicación dada por los teólogos modernos nos explicará la importancia de este cambio.
Un destacado teólogo estadounidense de la segunda mitad del siglo XX (y recompensado por sus trabajos teológicos con el nombramiento cardenalicio) lo explica todo con claridad:
«Congar señala que la idea moderna de la ordenación como la atribución de un poder permanente por medio de una consagración ritual es algo que apareció por primera vez en el siglo XII. Según una concepción anterior, a la que Congar desearía volver, “las palabras ordinare, ordinari, ordinatio significaban el hecho de ser designado y consagrado para ocupar un determinado lugar, o mejor, una determinada función, ordo, en la comunidad y a su servicio”.
Al igual que Congar y Küng, Walter Kasper describe el oficio sacerdotal (utiliza el término “sacerdote”) no principalmente en términos de su función sacro-consagratoria, sino en términos de su función socio-eclesial»[50].
La doctrina tradicional es denominada como «algunas teorías»:
«Según algunas teorías, el “poder de las llaves” del sacerdote le permite, a su discreción, suministrar o negar los medios de gracia y, por lo tanto, conceder o negar lo necesario para la salvación: un poder verdaderamente aterrador sobre los fieles»[51].
Este teólogo modernista alaba esta «teoría» histórica por su énfasis en la «dimensión simbólica y mística del sacerdocio», pero también nos advierte de sus supuestos peligros:
«Sin embargo, como todo lo bueno, el concepto sacro del sacerdocio puede exagerarse. Puede conducir a una exaltación supersticiosa del sacerdote como persona poseedora de poderes divinos y mágicos. Puede llegar a estar alejado del resto de la comunidad y rodeado de un aura de santidad cultual más propia del paganismo que del cristianismo»[52].
En lugar de estar dotado de «poderes mágicos» personales, el sacerdote debe ser el «espíritu rector» («spiritus rector») de su congregación. De ahí que el mismo teólogo norteamericano nos presente la enseñanza de Hans Küng, quien resume las funciones del sacerdote de la siguiente manera:
«En todo esto, es el espíritu rector (spiritus rector) suavemente eficaz de la congregación»[53].
El cambio introducido por el Vaticano II, de una distinción entre orden y jurisdicción a una distinción entre «funciones» y «potestad expedita para el ejercicio» puede resultar muy confuso para los católicos de mentalidad tradicional. Pero a la luz de la enseñanza de los teólogos modernistas, revela todo su significado e importancia. Según esta nueva doctrina, se establece a alguien en el rango de los obispos mediante la consagración episcopal. No se cree que esta ceremonia otorgue un «poder mágico y divino» (lo que nosotros llamaríamos el orden sagrado, que es verdaderamente un poder impreso en el alma de quien lo recibe), sino que se cree que, al convertirse en miembro de este orden de obispos, el individuo recibe las «funciones» propias de este orden[54].
Por lo tanto, ser sacerdote u obispo sería ante todo una «función socio-eclesial», como se suele decir. Los protestantes estarían de acuerdo con todo lo dicho hasta aquí. Sin embargo, los teólogos modernistas suelen subrayar el hecho de que la ordenación encarna la naturaleza «sacramental» de la Iglesia, y exige como respuesta una consagración personal del ministro a Cristo. De ahí que los teólogos modernistas estarían en desacuerdo con los Protestantes, que creen que los «pastores» no tienen más poder que cualquiera de los «laicos». Los modernistas creen que la ordenación confiere a un individuo las «funciones» propias de un «orden» o «rango» en la Iglesia, funciones que no pueden ser realizadas por los laicos.
En consecuencia, resulta bastante evidente que la ordenación sacerdotal, o consagración episcopal, ya no es considerada por los modernistas como la asignación de una potestad personal, ontológica de orden, sino que está constituida por el hecho de estar integrado en un rango eclesiástico. A la luz de esta doctrina, la colegialidad adquiere todo su significado. Este contexto teológico explica el silencio voluntario sobre las nociones tradicionales de orden y jurisdicción; explica la insistencia en la dimensión «colegial» del episcopado como ontológicamente primordial para el cuidado de cualquier diócesis particular, y explica la introducción de las nuevas nociones de «funciones» y «potestad expedita para el ejercicio».
Al evaluar la importancia de la colegialidad del Vaticano II, es absolutamente necesario darse cuenta de que la doctrina presentada más arriba es lo que los principales arquitectos de la Lumen Gentium, como el propio Congar, creían realmente y pretendían expresar en esta constitución dogmática.
El abandono de la noción de orden y jurisdicción no es una mera omisión; la introducción de términos como «funciones» con el fin de describir lo que la consagración episcopal otorga a su destinatario, no es mera coincidencia y confusión; son muy precisos y tienen un significado claro para alguien acostumbrado a la nueva teología desarrollada a mediados del siglo XX.
Para demostrar nuestro punto de vista, citaremos a un teólogo dominico, Jean-Pierre Torrell, considerado en los círculos conservadores del «Novus Ordo» como uno de los principales expertos en Santo Tomás. Torrell reconoce y explica las novedades del Vaticano II:
«La responsabilidad de alimentar al único rebaño sólo puede ser única y poseerse en estado indiviso, a pesar de los muchos titulares del cargo… este énfasis en el carácter colegial del ministerio es también una gran «novedad» surgida al volver a las fuentes, ya que se había desvanecido por completo en nuestra tradición latina»[55].
Este carácter colegial del ministerio reemplaza lógicamente a la antigua distinción entre potestad de orden y potestad de jurisdicción:
«Por lo tanto, es la triple función ligada al ministerio de la que he hablado, y es uno de los puntos en los que más se manifiesta la “novedad” del Vaticano II. En el período inmediatamente anterior al Concilio, todavía se hacía la distinción –y a veces incluso la separación– entre la potestad del orden sagrado y la potestad de jurisdicción. Obispos y sacerdotes eran iguales en cuanto a lo primero, pero se pensaba que toda la jurisdicción pertenecía al obispo. Lo mismo ocurría en cuanto a la enseñanza: sólo los obispos eran la “Iglesia que enseña”; los presbíteros pertenecían a la “Iglesia que es enseñada”. El Concilio nos obliga a rectificar esta percepción; hay que decir que la participación del presbítero en el sacramento del orden le confiere, en su nivel de autoridad y, por cierto, dependiendo del obispo, la responsabilidad pastoral en su triple modalidad»[56].
Este autor, considerado todo un referente en teología entre los conservadores, explica muy claramente que el Vaticano II dio una nueva visión no sólo del episcopado, sino del ministerio en general, incluso de los sacerdotes. El aspecto colegial del ministerio explica el abandono de la distinción de orden y jurisdicción en favor de una nueva noción de las tres funciones pastorales. Torrell afirma que tal «novedad» se justifica «volviendo a las fuentes», pero contradice claramente la enseñanza de la Iglesia, y lo que el Papa Pío XII, en particular, ha descrito como la divina constitución de la Iglesia[57].
32. Consecuencias.
Cualquier intento de comprender los textos del Vaticano II según la doctrina tradicional resulta en un confuso sinsentido.
En efecto, según la doctrina católica, la potestad de orden viene dada por la consagración episcopal, y es ciertamente una potestad «expedita para el ejercicio» tanto si se tiene una misión canónica como si no. Por otra parte, la consagración episcopal no otorga ninguna «función» ontológica de enseñar y gobernar, aunque el hecho de tener la plenitud de la potestad de orden puede describirse como una disposición adecuada a la potestad de gobernar y enseñar.
Este cambio significativo abre evidentemente la puerta al abandono total de la teología sacramental tradicional, relativa a la administración válida y lícita de todos los sacramentos.
¿Alguien que está fuera de la «comunión jerárquica» tendría sólo la función de santificar, pero no su poder? En un espíritu ecuménico, los modernistas ciertamente no se atreverían a afirmar que los sacramentos que se encuentran fuera de la Iglesia Católica son inválidos, y muchos ni siquiera se atreven a afirmar que su administración es ilícita. Por lo tanto, si son válidos, gracias a una función ontológica, a pesar de la ausencia de poder canónico, ¿no podrían también ejercerse válidamente las funciones de gobernar y enseñar, sin un poder canónico? El lector puede ver a dónde pueden conducir todos estos principios erróneos, y de hecho los han llevado a muchos teólogos modernos, quienes reconocen abiertamente el gobierno del clero cismático.
Muchos han abandonado también la teología católica sobre la noción misma de la validez de los sacramentos. Todos estos problemas están relacionados: una vez que se confunden orden y jurisdicción, empieza a tener sentido considerar que la validez del sacramento depende de un acontecimiento o ceremonia eclesial, y no de un poder ontológico.
En su confusión de orden y jurisdicción, Rahner ha llegado a especular que se podría ver en el papado el grado supremo del sacramento del orden[58].
Ocasionalmente, se puede encontrar en algún documento oficial algo que recuerda la antigua distinción entre la potestad de orden y la potestad de jurisdicción, como en el siguiente:
«Para poder ejercitar el munus episcopal se necesita la misión canónica concedida por el Romano Pontífice. Con ella, la Cabeza del Colegio episcopal confía una porción del Pueblo de Dios o un oficio para el bien de la Iglesia universal. Por lo tanto, las tres funciones, que constituyen el oficio pastoral que el Obispo recibe en la consagración episcopal, deben ser ejercitadas en la comunión jerárquica, si bien, en razón de su diferente naturaleza y finalidad, la función de santificar se ejercita de manera distinta a las de enseñar y gobernar. Estas dos últimas, en efecto, por su intrínseca naturaleza (natura sua), no pueden ser ejercitadas si no es en la comunión jerárquica, caso contrario, los actos realizados no son válidos»[59].
Según este documento, aunque las tres funciones (el «munus pastoral») recibidas a través de la consagración episcopal requieren ser determinadas ulteriormente por el «Jefe del Colegio» para convertirse en una «potestad expedita para el ejercicio», y aunque la falta de la «misión canónica» no invalidaría el ejercicio de la «función de santificar», sí invalidaría, en cambio, el ejercicio de las «funciones» de enseñar y gobernar.
¿Salva este documento la doctrina católica sobre la distinción entre la potestad de orden y la potestad de jurisdicción? En realidad, no, y por varias razones:
(1) Este documento, emanado de la Congregación para los Obispos, tiene ciertamente un peso mucho menor que la Nota praevia anexa a la Lumen Gentium, que dejaba explícitamente abierta la discusión sobre la licitud y validez del ejercicio de las «funciones» episcopales fuera de la Iglesia Católica. Por lo tanto, es evidente que el principio enunciado en este documento no pretende aplicarse universalmente a cualquier ejercicio de las «funciones» episcopales, sino que concierne únicamente a la Iglesia Católica. De los escritos de los teólogos y prelados modernistas se desprende que a los obispos no católicos se les reconoce algún tipo de «misión» y «jurisdicción» válidas en sus respectivas iglesias cismáticas y heréticas.
(2) Además, este documento respalda totalmente la doctrina del Vaticano II según la cual la consagración episcopal conferiría la triple función de enseñar, gobernar y santificar, lo cual es una doctrina totalmente ajena a la divina constitución de la Iglesia tal como la describe la doctrina católica, y se refiere, para empezar, más bien a la nueva teología de lo que es el sacerdocio.
(3) Este documento en realidad lo empeora, en el sentido de que confirma la nueva doctrina que hemos presentado anteriormente. El documento no sólo evita deliberadamente el uso de los términos católicos «potestad de orden» y «potestad de jurisdicción», sino que presenta claramente la consagración episcopal como la adjudicación de las tres «funciones» de santificar, gobernar y enseñar, como formando un «munus» (función) «pastoral» o «episcopal». La razón dada para la validez del uso ilícito de la «función de santificar», por lo tanto, no se explica por la doctrina católica que afirma explícitamente que la consagración episcopal se refiere a la plenitud de la potestad de orden (cf. Sacramentum Ordinis de Pío XII), sino más bien como debida a una diferencia de naturaleza de las «funciones». En otras palabras, estas tres funciones se dan juntas, de la misma manera, por la consagración episcopal. Pero la razón por la cual la «función santificadora» puede plantear actos válidos sin «misión canónica» se debe meramente al fin y naturaleza de la función santificadora. La diferencia, por lo tanto, no está causada por el hecho de que la consagración episcopal tenga una relación diferente con la potestad de orden y la potestad de jurisdicción, sino por el hecho de que tienen un modo diferente de obrar, debido a su fin y naturaleza.
La inferencia lógica es que la consagración episcopal, según el Vaticano II, no da, en sí misma, la potestad de orden, como tampoco da la potestad de jurisdicción, si se aplicaran los términos tradicionales.
Esto contradice directamente la doctrina católica presentada por el magisterio de la Iglesia en tantas ocasiones, y propuesta a la Iglesia como establecida por voluntad divina (perteneciente, por lo tanto, al depósito de la fe).
Sin embargo, concuerda claramente con la doctrina modernista sobre el «ministerio», que niega cualquier «poder mágico» personal y, en cambio, cree que la ordenación consiste en convertirse en miembro de un rango eclesiástico, destinado a determinadas funciones. Una vez más, la colegialidad sólo tiene sentido en este nuevo sistema.
33. Según la doctrina católica, ¿qué tipo de relación con la potestad de jurisdicción otorga una consagración episcopal?
Hemos explicado antes que la jurisdicción episcopal, por su propia naturaleza, requiere «el orden episcopal», lo que significa que la persona designada para ejercer la jurisdicción episcopal sobre una iglesia particular está obligada (por la propia naturaleza de las cosas, así como por el derecho eclesiástico positivo) a ser consagrada obispo tan pronto como sea convenientemente posible. Esto es necesario para el cumplimiento del deber, que le ha sido confiado, de santificar a su rebaño.
Sin embargo, si miramos esta cuestión desde el otro extremo, surge otra pregunta: ¿qué necesidad existe de que alguien que ha sido consagrado obispo reciba realmente la potestad de jurisdicción? En otras palabras, ¿qué otorga la consagración episcopal al obispo recién consagrado, en términos de jurisdicción?
La respuesta breve es que la consagración episcopal no confiere ninguna potestad de jurisdicción, sino que da una cierta aptitud y conveniencia para recibirla.
La razón se basa en el lugar que ocupa el obispo en la constitución de la Iglesia, de lo que hemos hablado anteriormente. Un obispo con jurisdicción necesita la consagración episcopal para poder cumplir su obligación de apacentar el rebaño que le ha sido confiado. Así, pues, la consagración episcopal, por su naturaleza, se encuentra ordinariamente en un obispo con jurisdicción. Hemos explicado cómo este obispo puede recurrir a obispos auxiliares, que son obispos consagrados, pero que no tienen jurisdicción, para que le ayuden en la administración de las confirmaciones y ordenaciones en su diócesis. La consagración episcopal no da, por lo tanto, ninguna jurisdicción, y no la exige en sentido estricto, como es evidente en el caso de los obispos auxiliares. El hecho de ser designado obispo con jurisdicción da una seria obligación moral de ser consagrado obispo, pero ser consagrado obispo no da, en absoluto, ninguna obligación moral de ser obispo con jurisdicción (que, de todos modos, no es algo que esté en su poder decidir), sino que sólo da cierta aptitud, idoneidad y disposición para ello[60], puesto que ser consagrado obispo es (moralmente) uno de los requisitos para la persona nombrada para una sede episcopal, y puesto que el orden episcopal está ordinariamente destinado a existir en un obispo con jurisdicción.
34. La consagración episcopal definida por el Papa Pío XII.
El 30 de noviembre de 1947, el Papa Pío XII promulgó Sacramentum Ordinis, una constitución apostólica sobre el sacramento del Orden.
Este documento es de suma importancia hoy en día, y el momento de su promulgación, antes de la crisis del Vaticano II, es un signo sorprendente del cuidado providencial con el que Dios protege a su santa Iglesia.
En esta constitución apostólica, el Papa Pío XII define infaliblemente la materia y la forma del sacramento del Orden, y además indica la fórmula exacta de este sacramento, en el Rito Romano, para el diaconado, el sacerdocio y el episcopado, estableciendo exactamente qué palabras del rito litúrgico son la forma real de los sacramentos.
Sin embargo, al mismo tiempo, el Papa Pío XII subraya una serie de puntos doctrinales que son fundamentales para nuestro debate.
En primer lugar, el Romano Pontífice nos recuerda que el sacramento del Orden tiene un doble efecto: confiere la potestad de orden y procura la gracia del Espíritu Santo para ejercer dignamente las órdenes recibidas[61]:
«La fe católica profesa que el sacramento del orden instituido por Cristo Señor, y por el que se da el poder espiritual y se confiere gracia para desempeñar debidamente los deberes eclesiásticos, es uno y el mismo para toda la Iglesia»[62].
La definición de la forma del sacramento del Orden se basa en ese principio, así como en otro principio muy importante de la teología sacramental:
«Es sentir constante de todos que los sacramentos de la nueva Ley, como signos que son sensibles y eficientes de la gracia invisible, no sólo deben significar la gracia que producen, sino producir la que significan»[63].
Se deduce claramente que la forma del sacramento del Orden debe expresar lo que produce en el alma. En conformidad con la doctrina católica sobre los sacramentos, el Papa Pío XII define, pues, infaliblemente lo siguiente:
«Siendo esto así, después de invocar la lumbre divina, con nuestra suprema potestad apostólica y a ciencia cierta, declaramos y, en cuanto preciso sea, decretamos y disponemos: Que la materia única de las sagradas órdenes del diaconado, presbiterado y episcopado es la imposición de las manos, y la forma, igualmente única, son las palabras que determinan la aplicación de esta materia, por las que unívocamente se significan los efectos sacramentales –es decir, la potestad de orden y la gracia del Espíritu Santo– y que por la Iglesia son recibidas y usadas como tales»[64].
Por lo tanto, al definir la forma del sacramento del Orden, el Papa Pío XII también define infaliblemente el efecto del sacramento: «a saber, la potestad de orden y la gracia del Espíritu Santo» («potestas Ordinis et gratia Spiritus Sancti»). Pío XII aplica esto explícitamente a la consagración episcopal y, de hecho, al determinar las palabras exactas de la forma de consagración episcopal se puede ver muy claramente tanto la potestad de orden como la gracia del Espíritu Santo expresadas en las palabras «que son aceptadas y usadas por la Iglesia en ese sentido», a saber:
«Comple in Sacerdote tuo ministerii tui summam, et ornamentis totius glorificationis instructum coelestis unguenti rore sanctifica»[65].
Según la definición infalible del Papa Pío XII, por lo tanto, el efecto propio de la consagración episcopal es, además de la gracia del Espíritu Santo, la «potestas ordinis», la potestad de orden. Esto indica una directa distinción con el otro poder, que existe por institución divina en la Iglesia, a saber, la «potestas jurisdictionis», la potestad de jurisdicción.
El Papa Pío XII ha dejado muy en claro en muchas ocasiones la divina constitución de la Iglesia, distinguiendo entre la potestad de orden y la potestad de jurisdicción, que se confieren de modos distintos:
«Además –lo que del mismo modo ha sido establecido por disposición divina– a la potestad de orden… se accede recibiendo el sacramento del Orden sagrado; la potestad de jurisdicción, además, que al Sumo Pontífice es conferida directamente por derecho divino, proviene a los Obispos del mismo derecho, pero solamente mediante el Sucesor de San Pedro»[66].
Orden y jurisdicción son, por lo tanto, dos potestades realmente distintas, con dos objetos realmente distintos y que proceden de dos causas realmente distintas.
En efecto, el Papa Pío XII definió infaliblemente que el efecto de la consagración episcopal es la potestad de orden («potestas ordinis») y no el «triple munus pastoral» de enseñar, gobernar y santificar, del que habla el Vaticano II.
La distinción real entre potestad de orden y potestad de jurisdicción pertenece a la divina constitución de la Iglesia y a la institución divina del sacramento del orden, y no puede ser modificada jamás.
El Papa Pío XII nos recuerda, en efecto, la definición del Concilio de Trento, según la cual la Iglesia no puede cambiar la substancia de los sacramentos, es decir: lo que los sacramentos son y lo que realizan:
«Ningún poder compete a la Iglesia sobre «la substancia de los sacramentos», es decir, sobre aquellas cosas que, conforme al testimonio de las fuentes de la revelación, Cristo Señor estatuyó debían ser observadas en el signo sacramental»[67].
Puesto que el Vaticano II ha «reevaluado» el episcopado, al que tradicionalmente se le reconocen dos poderes, a saber, el orden sagrado y la jurisdicción, no es de extrañar que acabara contradiciendo la doctrina católica en estos dos aspectos. Hemos visto cómo contradice la definición del Papa Pío XII respecto al efecto de la consagración episcopal. No es de extrañar que también contradiga la doctrina de Pío XII sobre el origen de la jurisdicción episcopal.
35. Se reevalúa la enseñanza del Papa Pío XII sobre el origen de la jurisdicción de los obispos.
En el Código de Derecho Canónico de 1917, el canon 109 indica una clara distinción entre cómo se puede participar en la potestad de orden y cómo se puede participar en la potestad de jurisdicción:
«Los que son incorporados a la jerarquía eclesiástica no están obligados a ello por el consentimiento o el llamado del pueblo o del poder secular, sino que son constituidos en los grados de la potestad de orden por la sagrada ordenación; en el pontificado supremo, por la misma ley divina al cumplirse las condiciones de la legítima elección y aceptación; en los restantes grados de jurisdicción, por la misión canónica»[68].
El Papa Pío XII ha sido extremadamente claro también, y en muchas ocasiones, al decir que la jurisdicción era dada a los obispos, no por la consagración episcopal, sino más bien, en virtud de la ley divina, directamente por el Romano Pontífice;
«En virtud de esa divina voluntad los fieles se dividen en dos clases: clero y seglares; en virtud de la misma voluntad está constituida la doble jerarquía sagrada, o sea de orden y de jurisdicción. Además –lo que del mismo modo ha sido establecido por disposición divina– a la potestad de orden (en virtud de la cual la Jerarquía eclesiástica se halla compuesta de obispos, sacerdotes y ministros) se accede recibiendo el sacramento del orden sagrado; la potestad de jurisdicción, además, que al Sumo Pontífice es conferida directamente por derecho divino, proviene a los obispos del mismo derecho, pero solamente mediante el sucesor de San Pedro, al cual no solamente los simples fieles, sino también todos los obispos deben estar constantemente sujetos y ligados con el homenaje de la obediencia y con el vínculo de la unidad»[69].
Para explicar esta doctrina católica, el Vaticano II nos invita a una reevaluación:
«Los documentos de los Sumos Pontífices contemporáneos sobre la jurisdicción de los obispos deben interpretarse de esta necesaria determinación de potestades»[70].
Esto, obviamente, es un intento de tergiversar la clara enseñanza del Papa Pío XII en algún tipo de acuerdo con las novedades del Vaticano II. Sin embargo, no funciona. El Papa Pío XII no dijo que la determinación del Romano Pontífice dio a los obispos la facultad de ejercer una jurisdicción que ya tendrían ontológicamente, ni la evolución de una «función» ontológica en un «potestad expedita para el ejercicio». Esto se debe al hecho de que el Papa Pío XII no considera al episcopado como un mero rango ministerial al que se atribuyen, en conjunto, las funciones de enseñar, gobernar y santificar, y del que se llega a ser miembro por medio de la consagración episcopal.
Más bien, el Papa Pío XII está haciendo claramente la distinción, existente en virtud de la ley divina, entre la potestad de orden y la potestad de jurisdicción, no sólo en su naturaleza, sino también en su origen. El Papa Pío XII enseña que el Romano Pontífice confiere directamente a los obispos el poder de jurisdicción ontológicamente, y no simplemente su «determinación» por la cual está «expedito para el ejercicio». La potestad de jurisdicción es totalmente independiente de la potestad de orden, que el Papa Pío XII reconoce presente incluso en los obispos que recibieron la consagración ilegítimamente:
«Los obispos que no han sido nombrados ni confirmados por la Santa Sede, más aún, escogidos y consagrados contra explícitas disposiciones de ella, no podrán gozar de poder alguno de magisterio o de jurisdicción, ya que la jurisdicción se da a los Obispos únicamente por medio del Romano Pontífice».
«Y los actos que pertenecen a la potestad del sagrado Orden, realizados por dichos eclesiásticos, aunque sean válidos… son gravemente ilícitos, es decir, pecaminosos y sacrílegos».
Es evidente, pues, que Pío XII nunca sostuvo que los obispos cismáticos tuvieran «funciones» de enseñar, regir y santificar, que no están «expeditas para el ejercicio». Más bien reconoce ciertamente en un obispo válidamente consagrado la potestad de orden «expedita para el ejercicio», mientras que, por el contrario, no reconoce ninguna «participación ontológica» en las funciones de enseñar y gobernar a la Iglesia en los prelados cismáticos.
La afirmación que hace la nota de Lumen Gentium, por lo tanto, es claramente falsa. El Vaticano II no dice lo mismo que Pío XII. Y si realmente fuera así, ¿por qué el Código de 1983 abandonó por completo el antiguo canon 109, que se limitaba a transcribir al Derecho Canónico lo que Pío XII describía como divinamente instituido?
¿Por qué se echaron al olvido los antiguos cánones que describían la divina constitución de la Iglesia? ¿Por qué «los documentos de los Sumos Pontífices contemporáneos sobre la jurisdicción de los Obispos» requerían una nueva interpretación?
Uno encuentra la respuesta a esas preguntas al considerar «la colegialidad de los obispos como una reevaluación del ministerio de los obispos»[71], y al tomar en serio lo que Juan Pablo II dijo sobre el trabajo realizado en la formación del Código de 1983:
«Es absolutamente necesario poner de relieve con toda claridad que estos trabajos fueron llevados a término con un espíritu plenamente colegial. Y esto no sólo se refiere al aspecto externo de la obra, sino que afecta también profundamente a la esencia misma de las leyes elaboradas»[72].
36. Como consecuencia, Pablo VI promulgó una reforma del rito de la consagración episcopal.
La «reevaluación» del ministerio de los obispos no sólo se ha aplicado en el Derecho Canónico, sino que también se lo ha hecho al nuevo rito de ordenación episcopal, promulgado por Pablo VI en 1968. Es evidente que este nuevo rito, en su conjunto, pretendía reflejar la nueva teología del episcopado. Lo que es aún más preocupante es que el nuevo rito comprende una nueva fórmula: las mismas palabras sagradas que, por el poder de Dios, hacen que un sacerdote sea consagrado obispo, han sido totalmente cambiadas.
Dotado de la asistencia del Espíritu Santo, el Papa Pío XII ha determinado infaliblemente los requisitos esenciales de esta fórmula de consagración:
«Siendo esto así, después de invocar la lumbre divina, con nuestra suprema potestad apostólica y a ciencia cierta, declaramos y, en cuanto preciso sea, decretamos y disponemos… que la forma, igualmente única, son las palabras que determinan la aplicación de esta materia, por las que unívocamente se significan los efectos sacramentales –es decir, la potestad de orden y la gracia del Espíritu Santo– y que por la Iglesia son recibidas y usadas como tales»[73].
La fórmula de la consagración episcopal tiene que significar unívocamente (es decir, sin ambigüedad alguna) tanto la potestad de orden como la gracia del Espíritu Santo.
Ahora la nueva fórmula dice así:
«Así pues, derrama ahora sobre este elegido ese poder que procede de Ti, el Espíritu rector que diste a tu amado Hijo Jesucristo, el Espíritu dado por Él a los santos Apóstoles, que fundaron la Iglesia en cada lugar para que fuera tu templo para gloria y alabanza incesantes de tu nombre».
El único pasaje remotamente cercano que habla de la potestad de orden y de la gracia del Espíritu Santo es la invocación del «Espíritu rector» («spiritus principalis»), que parece ser una referencia directa al Espíritu Santo. Sin discutir aquí los dudosos orígenes de esta nueva fórmula, y el hecho de que un término no puede referirse unívocamente a la vez a dos efectos diferentes (la gracia del Espíritu Santo y la potestad de orden) la dificultad salta inmediatamente a la vista, a la luz de lo que hemos explicado anteriormente: la nueva fórmula pretende reflejar la doctrina del Vaticano II sobre el episcopado.
Pues si esta nueva doctrina no atribuye claramente al ordenando la plenitud de la potestad de orden, claramente distinta de la potestad de jurisdicción, sino que le atribuye las «funciones» [munera] de enseñar, gobernar y santificar a la Iglesia, ¿cuál es entonces el significado real del término «espíritu rector»? ¿Cómo debemos entenderlo? ¿No deberíamos suponer que tiene el sentido del Vaticano II? ¿No deberíamos suponer que tiene el mismo significado que lo que Hans Küng llamó «spiritus rector», el «espíritu rector»? ¿No es el «Espíritu rector» el que confiere al ordenando las «funciones» de enseñar, regir y santificar?
Hemos explicado lo que significaba el abandono de la distinción tradicional entre los poderes de orden y jurisdicción, y hemos mostrado cómo lo entendían destacados teólogos modernos, recompensados por el cardenalato por su labor teológica, tales como Avery Dulles o Congar. No cabe duda de que la nueva doctrina que hemos presentado es el sentido en que debe entenderse el Vaticano II.
Pero si esta doctrina del Vaticano II es errónea y contradice la doctrina católica, como pensamos, ¿qué debemos pensar de la nueva fórmula de consagración episcopal que pretende reflejarla? Sólo por eso está justificado tener serias preocupaciones de que la nueva fórmula no exprese inequívocamente la potestad de orden. Sin embargo, el Papa Pío XII la definió como un requisito esencial de la fórmula del orden sagrado.
Si la nueva fórmula no expresa inequívocamente la potestad de orden, sino que hace una vaga referencia a la función de regir o gobernar (que el Vaticano II enseña que se confiere por consagración episcopal), entonces no se cumple al menos uno de los requisitos esenciales establecidos por Pío XII, y la nueva fórmula debería considerarse inválida.
ARTÍCULO SEXTO
COLEGIALIDAD Y PRIMADO
37. Cambio n. 4: La doctrina de la colegialidad del Vaticano II provoca una reevaluación del primado del Romano Pontífice.
De la nueva noción de consagración episcopal se derivan una serie de aplicaciones prácticas:
(1) Se requiere la ordenación episcopal antes de ser proclamado Papa;
(2) Se requiere la ordenación episcopal antes de poder recibir el cuidado de una iglesia particular.
38. Según la doctrina católica tradicional, ¿qué obligación tiene un Papa recién elegido de ser consagrado obispo?
Hemos explicado que el obispo recién nombrado tiene la grave obligación de ser consagrado obispo tan pronto como sea posible, según el decreto del Concilio de Trento y el Código de Derecho Canónico de 1917.
Sin embargo, el hecho de no haber sido consagrado obispo no es un obstáculo para la autoridad, y la historia ofrece numerosos ejemplos de obispos residenciales que nunca han sido consagrados. En efecto, esta clase de obispo puede pedir la ayuda de obispos auxiliares, y tiene por encima suyo al Romano Pontífice, que también está dotado de poder episcopal inmediato sobre su rebaño.
El Romano Pontífice, sin embargo, no es inferior a nadie, y no puede confiar en nadie por encima de él para suplir lo que le falta. La obligación del Papa recién elegido, por lo tanto, de ser consagrado obispo es mucho más fuerte. Como pastor universal de la Iglesia, está personalmente obligado a asegurar la obra de santificación en toda la Iglesia. Y puesto que no puede contar con nadie por encima de él, tiene la obligación absoluta de hacerse personalmente capaz de administrar todos los sacramentos y ordenar sacerdotes. Por lo tanto, mientras que el oficio de obispo residencial no es absolutamente incompatible con el rechazo a ser consagrado obispo, el oficio del papado, por otra parte, incluye necesariamente la aceptación de ser personalmente obispo. En efecto, el deber de asegurar la perennidad de la fuerza santificadora del sacerdocio en la Iglesia universal, y la responsabilidad personal de asegurar la sucesión perpetua del orden sagrado en la Iglesia, obligan personalmente al Romano Pontífice, el cual no podría hacer depender el cumplimiento de sus obligaciones de la buena voluntad de otros, y ponerse así en una situación en la que podría tener que comprometer el bien de la Iglesia para obtener que otros hagan lo que él quiere.
Por estas razones, la negativa a ser consagrado obispo equivale a un rechazo al papado, ya que se manifestaría una negativa a asegurar personalmente algo absolutamente esencial para la Iglesia Católica, y que debe estar completamente de acuerdo en asegurar.
De este hecho se derivan las siguientes consecuencias:
(1) Mientras que el obispo recién nombrado suele ser consagrado uno o dos meses después de su nombramiento, a fin de escoger un tiempo conveniente, el Papa recién elegido, si no es ya obispo, es tradicionalmente consagrado inmediatamente después de su aceptación del papado.
(2) Lo que es necesario para una correcta aceptación del papado es la intención de ser consagrado obispo, ya que está obligado a asegurar personalmente la perseverancia del episcopado, esencial para la Iglesia.
(3) Sin embargo, no es necesario que sea efectivamente consagrado obispo para recibir la autoridad[74]. Esto es así porque la autoridad no fluye del sacerdocio: se trata de dos facultades diferentes que no provienen la una de la otra. Por lo tanto, si un laico es elegido, está dotado de la suprema autoridad del Romano Pontífice tan pronto como acepta la elección, incluso antes de ser ordenado sacerdote y consagrado obispo.
Los dos últimos puntos presentados anteriormente son en realidad enseñanza explícita del Papa Pío XII:
«Aunque un laico fuera elegido Papa, sólo podría aceptar la elección si fuera apto para la ordenación y estuviera dispuesto a ser ordenado; el poder de enseñar y gobernar, así como el carisma de la infalibilidad le serían concedidos en el instante de su aceptación, incluso antes de ser ordenado»[75].
39. De conformidad con el Vaticano II, la consagración episcopal se hace necesaria antes de poder ser Papa.
Si, tal como enseña el Vaticano II, la consagración episcopal es aquella por la cual alguien se convierte en miembro del colegio episcopal, ¿no se requeriría en primer lugar que el jefe de este colegio fuera uno de sus miembros? En otras palabras, ¿no presupondría la doctrina del Vaticano II que uno tiene que ser consagrado obispo para ser Papa?
Si es necesario que el Papa sea miembro de la Iglesia para poder convertirse en su cabeza, ¿no parecería lógicamente necesario también ser miembro del colegio episcopal para poder convertirse en su cabeza?
Según la doctrina católica, el colegio episcopal, que sucede al colegio de los Apóstoles, está compuesto por obispos residenciales. Por lo tanto, esto no plantea ninguna dificultad: por el mero hecho de convertirse en Romano Pontífice, haya sido consagrado obispo o no, el Papa recién elegido es también a la vez obispo residencial y sucesor de los Apóstoles (concretamente de San Pedro).
Pero en el sistema del Vaticano II, uno se convierte en miembro del colegio episcopal, y en sucesor de los Apóstoles, por medio de la consagración episcopal. Por lo tanto, surgiría un problema si uno se convirtiera en Papa antes de ser consagrado obispo: el jefe del colegio episcopal no sería miembro del mismo; el sucesor de San Pedro no sería considerado sucesor de los Apóstoles. Esto es absurdo, obviamente, y muestra la falsedad de la nueva doctrina.
Sin embargo, para resolver esta contradicción, los innovadores no se resignaron a abandonar su error. Más bien decidieron cambiar las leyes, contradiciendo de esta manera la doctrina y praxis católicas.
El Código de Derecho Canónico de 1983 afirma explícitamente lo contrario de lo que Pío XII había enseñado y de lo que la historia ha demostrado en algunas ocasiones. Según el Código de 1983, en efecto, si un laico es elegido Papa y acepta su elección, sólo se convertirá en Papa cuando sea consagrado obispo:
«El Romano Pontífice adquiere la potestad plena y suprema en la Iglesia cuando, junto con la consagración episcopal, ha sido legítimamente elegido y ha aceptado la elección. Por consiguiente, si ya tiene el carácter episcopal, recibe esta potestad desde el momento en que acepta la elección al sumo pontificado. Si no tiene el carácter episcopal, debe ser ordenado obispo inmediatamente»[76].
El contenido de este canon se basa en la constitución apostólica Romano pontifici eligendo, promulgada por Pablo VI el 1 de octubre de 1975, y ha sido confirmada de nuevo por Juan Pablo II en su constitución apostólica Universi dominici gregis, del 22 de febrero de 1996.
Implícitamente, este cambio significa que la doctrina enseñada por el Papa Pío XII[77] y la praxis tradicional de la Iglesia no estaban en conformidad con la constitución de la Iglesia, cuando consideraban al elegido como verdadero Papa tan pronto como aceptaba la elección, fuera obispo consagrado o no.
Implícitamente, por otra parte, se admite el cambio de doctrina, ya que son necesarias algunas modificaciones en el derecho que lo reflejen.
40. La consagración episcopal se vuelve necesaria antes de que uno pueda convertirse en obispo diocesano, cabeza de una iglesia particular.
Además de las contradicciones presentadas anteriormente, y que son propias del caso del Romano Pontífice, sucesor de San Pedro, otra dificultad, más general, surge de la nueva doctrina de la consagración episcopal.
En efecto, si las «funciones» de enseñar, gobernar y santificar a la Iglesia se otorgan mediante la consagración episcopal, mientras que el ejercicio de estas funciones se hace posible por una «ulterior determinación canónica o jurídica por parte de la autoridad jerárquica» que perfecciona estas «funciones» en una «potestad expedita para el ejercicio», entonces parece lógico que es imposible tener la «potestad expedita para el ejercicio» a menos que se tenga, de antemano, la «participación ontológica en las funciones sagradas» obtenida mediante la consagración episcopal[78].
Una vez más, la praxis tradicional de la Iglesia desmiente tal sistema: uno puede estar dotado de la jurisdicción sobre una diócesis sin haber sido consagrado obispo.
Pero, una vez más, los innovadores, en lugar de adaptar su doctrina a la enseñanza y praxis de la Iglesia, han decidido más bien acomodar estas últimas para reflejar su novedad. De ahí que, mientras antes del Vaticano II era frecuente recibir la jurisdicción sobre una diócesis antes de ser consagrado obispo, y mientras la historia nos da muchos ejemplos de obispos residenciales que nunca han sido consagrados, la consagración episcopal queda ahora establecida por el Código de 1983 como requisito necesario antes de tomar posesión canónica del cargo. Así, pues, de conformidad con la doctrina del Vaticano II, la ley de 1983 establece que nunca podrá ejercer la autoridad episcopal quien no haya sido consagrado obispo[79].
Una vez más, estas modificaciones confirman el cambio de doctrina que hemos constatado y delatan la presencia de una novedad. La autoridad para enseñar y gobernar ya no se reconoce como conferida directamente por el Romano Pontífice. Ahora se dice que se otorga ontológicamente, como una función, a través de la consagración episcopal, mientras que el Romano Pontífice sólo puede determinar esta función ontológica en una potestad expedita para el ejercicio sobre una iglesia particular.
Si invertimos el argumento y lo aplicamos al caso del Romano Pontífice, habría que admitir lógicamente que lo que es dado por Cristo al Papa es similar a lo que es dado por el Papa al obispo, a saber, la «determinación» por la cual la función ontológica se convierte en una «potestad expedita para el ejercicio». Desde otro punto de vista, como hemos señalado antes, la nueva doctrina implicaría que habría que ser primero «sucesor de los Apóstoles», de un modo general, antes de poder llegar a ser sucesor de San Pedro.
Estas consideraciones disminuyen enormemente el papado, no sólo al negar que el Romano Pontífice conceda verdaderamente, de forma directa y ontológica, jurisdicción a los demás obispos, sino también, por otra parte, al rebajar el papado a una especie de determinación hecha por Cristo a una función que ya está «ontológicamente» presente, a través de la consagración episcopal, en el Papa recién elegido.
Disminuye el papado al hacer depender, ontológicamente, el hecho de ser sucesor de San Pedro al hecho de tener que ser antes sucesor de los Apóstoles, de un modo genérico normalmente propio sólo de los demás obispos. En consecuencia, la colegialidad tendría precedencia ontológica sobre el primado, en la persona del Papa, tanto como la colegialidad tendría precedencia ontológica sobre la jurisdicción particular en cualquier obispo diocesano, mientras que, según la doctrina católica, se es miembro del colegio episcopal precisamente por tener jurisdicción sobre una iglesia particular, y del mismo modo, el Romano Pontífice es la cabeza del colegio por el hecho de recibir jurisdicción sobre toda la Iglesia.
Este cambio de doctrina destruye el fundamento del papado, fuente y raíz de toda autoridad en la Iglesia. Del mismo modo, y bajo el pretexto de reforzar el episcopado, socava de hecho la verdadera autoridad episcopal, tal como fue querida por Cristo, es decir, la autoridad del obispo sobre su iglesia particular.
41. Se introducen algunos otros cambios para seguir aplicando la nueva doctrina de la colegialidad.
El principio subyacente de estos cambios está bien explicado en documentos promulgados por Juan Pablo II, como en el Motu Proprio Apostolos suos (1998) y la exhortación apostólica Pastores gregis (2003). En ambos documentos, Juan Pablo II repite el siguiente principio:
«El poder del Colegio episcopal sobre toda la Iglesia no es el resultado de la suma de los poderes de los Obispos individuales sobre sus Iglesias particulares; es una realidad preexistente en la que participan los Obispos individuales».
Una vez más, esto concuerda perfectamente con la nueva noción de ministerio, que consiste en estar establecido en un rango eclesiástico al que se asocian determinadas funciones. Recién una vez que se es miembro de este rango o colegio de ministros, se pueden ejercer las funciones de ese rango.
Esta precedencia ontológica del poder universal de la colegialidad sobre el poder otorgado sobre una iglesia particular (o sobre la Iglesia universal, en el caso del Romano Pontífice) puede verse en muchos lugares del Código de 1983, manifestada en cambios que podrían parecer insignificantes, pero que, en conjunto, a la luz de lo que hemos dicho, delatan un cambio fundamental y universal en eclesiología.
Esto es así porque la colegialidad es una doctrina destinada a pertenecer a la constitución misma de la Iglesia:
«Así, pues, en base a la comunión que, en cierto sentido, aglutina a toda la Iglesia, se explica y realiza también la constitución jerárquica de la Iglesia a la que el Señor dotó de naturaleza colegial y al mismo tiempo primacial, cuando “instituyó a los Apóstoles a modo de colegio o grupo estable, al frente del cual puso a Pedro, elegido de entre ellos”»[80].
La colegialidad es, pues, el núcleo del episcopado:
«La unión colegial entre los Obispos está basada, a la vez, en la Ordenación episcopal y en la comunión jerárquica; atañe, por lo tanto, a la profundidad del ser de cada Obispo y pertenece a la estructura de la Iglesia como Cristo la ha querido»[81].
42. La noción de «colegialidad afectiva» o «espíritu de colegialidad».
Si la colegialidad es esencial al episcopado y ontológicamente antecedente a cualquier cuidado pastoral particular, se deduce que todo lo que hace un obispo está animado por la colegialidad:
«Esto es lo que se llama “afecto colegial” (affectus collegialis), o colegialidad afectiva, de la cual se deriva la solicitud de los Obispos por las otras iglesias particulares y por la Iglesia universal»[82].
Este «espíritu de colegialidad» impregnará, por lo tanto, todas las instituciones de la Iglesia:
«Dicho afecto colegial se realiza y se expresa en diferentes grados y de diversas maneras, incluso institucionalizadas, como son, por ejemplo, el Sínodo de los Obispos, los Concilios particulares, las Conferencias Episcopales, la Curia Romana, las visitas ad limina, la colaboración misionera, etc. No obstante, el afecto colegial se realiza y manifiesta de manera plena sólo en la actuación colegial en sentido estricto, es decir, en la actuación de todos los Obispos junto con su Cabeza, con la cual ejercen la plena y suprema potestad sobre toda la Iglesia. Esta índole colegial del ministerio apostólico ha sido querida por Cristo mismo. El afecto colegial, por lo tanto, o colegialidad afectiva (collegialitas affectiva) está siempre vigente entre los Obispos como communio episcoporum; pero sólo en algunos actos se manifiesta como colegialidad efectiva (collegialitas effectiva)»[83].
Ya hemos visto que ahora se supone que el Papa debe ser consagrado obispo antes de ser Papa, y que, del mismo modo, ahora se supone que el obispo diocesano debe compartir el poder colegial y universal de los obispos, mediante la consagración episcopal, antes de que se le pueda confiar el cuidado de una porción particular del rebaño. Esto subraya la forma más básica de colegialidad: el hecho de pertenecer al colegio episcopal, por medio de la consagración, antes de ser obispos de una iglesia particular.
El ejercicio de la potestad ordinaria sobre un rebaño particular no es un acto colegial, una collegialitas effectiva, sino que debe hacerse con espíritu colegial, una collegialitas affectiva, que es la conciencia de pertenecer al colegio episcopal supremo. En ese sentido, el cuidado de una iglesia particular que le ha sido asignada debe ser visto por un obispo individual como una forma en la que puede prestar servicio a la Iglesia universal y al poder universal del colegio episcopal.
Obviamente, la cooperación con otros obispos, localmente, será una aplicación directa de este espíritu de colegialidad, como explica Juan Pablo II:
«Cuando los Obispos de un territorio ejercen conjuntamente algunas funciones pastorales para el bien de sus fieles, este ejercicio conjunto del ministerio episcopal aplica concretamente el espíritu colegial (affectus collegialis), que es “el alma de la colaboración entre los Obispos, tanto en el campo regional, como en el nacional o internacional”. Dicho ejercicio, sin embargo, no asume nunca la naturaleza colegial característica de los actos del orden episcopal en cuanto sujeto de la suprema potestad sobre toda la Iglesia»[84].
La Curia romana pasa de ser un instrumento de gobierno propio del Romano Pontífice a ser un instrumento de gobierno al servicio del gobierno colegial de los obispos:
«Por lo tanto está claro que el ministerio de la Curia Romana, tanto considerado en sí mismo como por su relación con los obispos de la Iglesia universal, o por los fines a los que tiende y el concorde sentimiento de caridad en que debe inspirarse, se distingue por una nota de colegialidad, si bien la Curia no puede parangonarse con ningún tipo de colegio; esta característica la habilita para el servicio del Colegio episcopal y la provee de los medios idóneos para ello. Más aún: es también expresión de la solicitud de los obispos por la Iglesia universal, en cuanto que comparten este cuidado y diligencia “con Pedro y bajo Pedro”.
Todo esto adquiere el máximo relieve y un significado simbólico cuando los obispos, como ya he dicho antes, son llamados a colaborar unidos en los distintos dicasterios»[85].
43. El sínodo de los obispos y las conferencias episcopales.
Siendo la colegialidad tan esencial a la Iglesia, tiene sentido que su ejercicio sea lo más habitual y permanente posible. Ahora bien, el ejercicio perfecto de la colegialidad se da en los concilios ecuménicos, en los que todos y cada uno de los obispos cooperan en el gobierno universal de la Iglesia. Sin embargo, esto no puede realizarse con frecuencia, por razones prácticas evidentes. Para llevar a cabo un ejercicio continuo de colegialidad que se aproxime lo más posible al del concilio ecuménico, se ha creado una nueva institución, el «sínodo de los obispos», que es una especie de senado o consejo de obispos, destinado a asistir regularmente al Romano Pontífice en el gobierno universal de la Iglesia, dando continuamente testimonio del principio de colegialidad, es decir, de la soberanía suprema del colegio episcopal.
«Los Obispos elegidos de entre las diversas regiones del mundo, en la forma y disposición que el Romano Pontífice ha establecido o tengan a bien establecer en lo sucesivo, prestan al Supremo Pastor de la Iglesia una ayuda más eficaz constituyendo un consejo que se designa con el nombre de sínodo episcopal, el cual, puesto que obra en nombre de todo el episcopado católico, manifiesta, al mismo tiempo, que todos los Obispos en comunión jerárquica son partícipes de la solicitud de toda la Iglesia»[86].
El sínodo de los obispos en sí no posee la autoridad suprema, sino que sólo pretende representar la del colegio episcopal, de la misma manera que en las democracias modernas algún tipo de asamblea pretende representar al pueblo soberano. En un sistema revolucionario moderno, el poder permanece en el pueblo, como grupo, y la asamblea sólo pretende representarlo y ejercerlo de manera imperfecta. Así, el sínodo de los obispos representa al colegio episcopal soberano y habla en su nombre, aunque el colegio de todos los obispos sigue siendo el sujeto real de la autoridad suprema.
El sínodo de los obispos se convierte en una «experiencia» de colegialidad y de «ser Iglesia»:
«Agradecemos, pues, al Señor que nos haya concedido la gracia de celebrar una vez más una Asamblea del Sínodo de los Obispos y tener en ella una profunda experiencia de ser Iglesia»[87].
Lo que el sínodo de los obispos realiza a nivel de la Iglesia universal, lo realizan en distintas partes del mundo las «conferencias episcopales», que son asambleas permanentes de obispos de una determinada región del mundo, destinadas a dotar de uniformidad al gobierno de las diócesis locales. Una vez más, aunque no pretendan ejercer la potestad suprema del colegio episcopal[88], y no pretendan, en teoría, quitar la potestad ordinaria de gobierno que cada obispo tiene en su diócesis, sin embargo, pretenden ser una «práctica de la colegialidad»[89] animada por el «espíritu colegial» del que se ha hablado anteriormente:
«Cuando los Obispos de un territorio ejercen conjuntamente algunas funciones pastorales para el bien de sus fieles, este ejercicio conjunto del ministerio episcopal aplica concretamente el espíritu colegial (affectus collegialis), que es «el alma de la colaboración entre los Obispos, tanto en el campo regional, como en el nacional o internacional». Dicho ejercicio, sin embargo, no asume nunca la naturaleza colegial característica de los actos del orden episcopal en cuanto sujeto de la suprema potestad sobre toda la Iglesia»[90].
44. La «teología de la comunión» es la base de la «teología de la colegialidad».
Este principio se encuentra en la mayoría de los documentos de los que se han tomado las aplicaciones presentadas más arriba, del «espíritu de colegialidad» impregnando todas las instituciones de la Iglesia, aunque las alusiones hayan podido escapar al lector católico, no habituado a este sistema operativo de la teología, propio de los modernistas.
Uno de los documentos más explícitos sobre esta cuestión es el informe final del sínodo extraordinario de los obispos de 1985, que tenía como objetivo impulsar la aplicación del Vaticano II, con ocasión del vigésimo aniversario de su clausura:
«La eclesiología de comunión proporciona el fundamento sacramental de la colegialidad. Por lo tanto, la teología de la colegialidad es mucho más amplia que su mero aspecto jurídico. El espíritu colegial es más amplio que la colegialidad efectiva entendida de forma exclusivamente jurídica. El espíritu colegial es el alma de la colaboración entre los obispos a nivel regional, nacional e internacional. La colegialidad en sentido estricto implica la actividad de todo el colegio, junto con su cabeza, sobre toda la Iglesia. Su máxima expresión se encuentra en un concilio ecuménico».
«De esta primera colegialidad entendida en sentido estricto [el concilio ecuménico] hay que distinguir las diversas realizaciones parciales, que son auténticamente signo e instrumento del espíritu colegial: el Sínodo de los Obispos, las Conferencias Episcopales, la Curia Romana, las visitas ad limina, etc.».
Es posible que el lector ya haya comprendido lo que significa aquí la referencia a la «teología de la comunión». No se refiere a la doctrina católica de la comunión de los santos, lamentablemente, sino a lo que podríamos calificar de «teología de los elementos», que es el principio central de la nueva eclesiología del Vaticano II y que, más recientemente, se ha aplicado al sacramento del matrimonio[91].
Esta eclesiología de los elementos no es directamente objeto de nuestra atención, y remitimos al lector al capítulo dedicado a este tema. Baste aquí resumirla de manera sencilla.
El Vaticano II dice que la Iglesia de Cristo «subsiste en» la Iglesia Católica, en la medida en que la plenitud de la Iglesia de Cristo se encuentra en la Iglesia Católica (con todos sus elementos, y tal como debe ser, idealmente, por institución de Cristo). Esto, sin embargo, no excluye que se encuentren «elementos» de la Iglesia de Cristo en otras «iglesias particulares» que «no están en plena comunión con la Iglesia Católica». Lo que significa es que la Iglesia de Cristo es una institución de la que se puede participar según diversos grados: «subsiste en» la Iglesia Católica y, aunque no subsiste en otras iglesias, está de alguna manera «presente» en ellas, por una participación analógica en la «eclesialidad» de la Iglesia de Cristo[92].
Así, de modo análogo, la colegialidad sólo se encuentra en su plenitud («colegialidad efectiva») en el colegio episcopal pleno, con y bajo el Romano Pontífice. Pero todas las obras de los obispos que son inferiores a esa perfección de la colegialidad plena son, no obstante, «realizaciones parciales» de la misma. Su «alma» es la «colegialidad afectiva», o «espíritu de colegialidad». Así, pues, sería un error, se nos advierte, restringir la colegialidad al modelo perfecto del colegio de todos los obispos unidos al Romano Pontífice y bajo su autoridad:
«La teología de la colegialidad es mucho más amplia que su mero aspecto jurídico. El espíritu colegial es más amplio que la colegialidad efectiva entendida de forma exclusivamente jurídica».
Esto recuerda claramente la advertencia del Vaticano II, de no pensar que fuera de la Iglesia Católica habría un «vacío eclesiológico». Esto significa que fuera de la Iglesia Católica, la Iglesia de Cristo puede seguir estando presente mediante una participación análoga.
Del mismo modo, la colegialidad, se nos dice, no debe limitarse a su forma más perfecta (el concilio ecuménico), pues amplía y anima cualquier cooperación existente entre los obispos.
Antes del Vaticano II, la cooperación de los obispos, a veces necesaria, solía adoptar la forma de concilios provinciales. Estos se realizaban con la aprobación del Romano Pontífice. Antes del Vaticano II, existían una serie de títulos que los Papas habían creado a lo largo del tiempo para dar cierta precedencia y una cierta delegación a algunos obispos, que tendrían una autoridad limitada sobre otros obispos de su entorno, para fines específicos y limitados. Estos títulos (arzobispo, metropolitano, etc.) no eran de derecho divino (pues por derecho divino la jerarquía de la Iglesia Católica se limita al Papa y a los obispos), sino que eran de institución eclesiástica. Algo parecido puede decirse de las Congregaciones Romanas. Fueron creadas para ayudar al Romano Pontífice en la administración de la Iglesia universal. Sólo tienen la autoridad que el Romano Pontífice les confiere. Todas estas instituciones eclesiásticas obtienen su poder limitado de lo alto, es decir, de la autoridad e institución del Romano Pontífice.
No es sorprendente que estas instituciones eclesiásticas hayan disminuido mucho en importancia, después del Vaticano II. La nueva institución del sínodo de los obispos, para la Iglesia universal, y las conferencias episcopales, en diferentes regiones del mundo, son ahora favorecidas, ya que reflejan mejor la nueva constitución reevaluada de la Iglesia. Estas instituciones son «realizaciones parciales» de la colegialidad.
Por lo tanto, está claro que, mientras que antes del Vaticano II cada institución de la Iglesia se definía por su relación con el Romano Pontífice, ahora la importancia de cada institución se define por su grado de «colegialidad afectiva», es decir, en qué medida refleja y ejerce la colegialidad la autoridad suprema del cuerpo soberano de los obispos.
Uno de los «beneficios» de la colegialidad, por lo tanto, para un modernista, sería envenenar la constitución jerárquica de la Iglesia con un principio muy querido por el hombre moderno: una especie de soberanía democrática del cuerpo de los obispos, dada como justificación doctrinal de una forma de gobierno eclesiástico mucho más cercana a las democracias modernas.
Esta «teología de la comunión», sobre la que se dice establecer la colegialidad, se entiende también en oposición al «modelo institucional» tradicional, que no es otra cosa que la eclesiología tradicional. Según los modernistas, la Iglesia es un misterio cuya esencia no puede describirse ni definirse adecuadamente. Los modernistas se refieren a la descripción tradicional de la divina constitución de la Iglesia como uno de los posibles «modelos» o imágenes que describen ciertos aspectos de este misterio. Huelga decir que, después de haber concedido a la eclesiología tradicional ser uno de los «modelos» de explicación del «misterio de la Iglesia», no tardan en explicar por qué consideran que este modelo es muy limitado, e incluso peligroso en algunas de sus consecuencias, en el ámbito del ecumenismo, por ejemplo. Profundizaremos sobre este punto en el próximo capítulo. Baste señalar aquí que la «teología de la comunión» es el mismo sistema teológico en el que se basa la nueva noción de ministerio que hemos descrito más arriba[93]. Por lo tanto, una vez más, observamos que la enseñanza oficial del Vaticano II y de los «Papas del Vaticano II» está en consonancia con esta nueva teología del ministerio.
45. El ecumenismo necesitaba la doctrina de la colegialidad.
Además, decir que la colegialidad es «más amplia que su aspecto jurídico» y que puede existir en «realizaciones parciales», abre evidentemente la puerta de par en par a una aplicación ecuménica. Puesto que todos los obispos consagrados tienen el triple munus ontológico de pastor en la Iglesia, se deduce que, aunque tal vez el ejercicio de la «colegialidad efectiva» sea imposible excepto en la comunión jerárquica de la Iglesia Católica, con y bajo el Papa, nada impide, sin embargo, la deducción lógica de que todavía puede haber un «espíritu de colegialidad» y una «colegialidad afectiva» por la que, más allá de las fronteras y categorías jurídicas, el cuidado pastoral de la Iglesia sea compartido comúnmente por todos los obispos. Tales implicancias lógicas se han hecho, de hecho, más o menos explícitamente, en múltiples ocasiones. Así, a los obispos cismáticos se les llama siempre «hermanos» y «los» obispos de los lugares que ocupan ilegítimamente. Más explícitamente, Francisco ha dicho a Kirill, el patriarca ortodoxo ruso de Moscú: «Somos pastores del mismo sagrado rebaño de Dios»[94].
Creemos que este es el motivo que está más allá de la novedosa doctrina de la colegialidad: da una falsa apariencia de fundamento doctrinal al ecumenismo; está más cerca de la eclesiología cismática; nos aleja de la doctrina católica sobre el origen de la jurisdicción, que aniquila la posibilidad misma del ecumenismo. En efecto, según la doctrina católica, los cismáticos y los herejes carecen absolutamente de jurisdicción, no tienen derecho a enseñar y gobernar a los fieles, todos sus actos en este sentido son nulos e inválidos. Tienen que volver humildemente a la Iglesia Católica y hasta que no lo hagan son falsos pastores que extravían a los fieles hacia la perdición.
Esto, obviamente, no sería una base doctrinal muy favorable al ecumenismo[95].
La mera presencia de ciertas verdades de fe y tal vez de algunos sacramentos válidos en las falsas iglesias no habría sido suficiente para la práctica moderna del ecumenismo. En efecto, el ecumenismo trata de establecer una relación con las falsas iglesias respetando su jerarquía interna, en lugar de limitarse a intentar reconducir a las almas que se han extraviado. El Vaticano II no considera a los cismáticos como conjuntos humanos de individuos que no tienen existencia eclesial. Por el contrario, reconoce una cierta «eclesialidad», por así decirlo, a las falsas iglesias. Por lo tanto, pretende lograr la unión entre la Iglesia Romana y las otras iglesias, como si tuvieran alguna validez, como iglesia, de hecho y ante los ojos de Dios. Según la doctrina católica, no tienen más validez como iglesias que la que tendría un dios falso como «valor» o «elementos» del Dios verdadero.
Pero para establecer este tipo de falso ecumenismo, es evidente que hay que respetar y reconocer de alguna manera la vida interna y la autoridad de estas iglesias.
La «teología de la comunión» (la «eclesiología de los elementos») proporciona no sólo una (falsa) base doctrinal para conceder valor a las falsas iglesias, sino que también proporciona una forma de conceder valor y legitimidad a su organización interna, y en particular a sus obispos, ya que, como dijo Francisco, «somos pastores del mismo sagrado rebaño de Dios»[96].
ARTÍCULO SÉPTIMO
RESPUESTAS A ALGUNAS OBJECIONES
46. Objeción n. 1. El hecho de que cada diócesis sea gobernada al mismo tiempo por su propio obispo y por el Romano Pontífice establece una situación en la que el papado y el episcopado forman ya dos cabezas de la misma Iglesia local. Así, pues, la colegialidad no es nada nuevo.
47. Respuesta a la objeción n. 1: La autoridad del obispo de una diócesis y la del Romano Pontífice no son ambas supremas y universales, sino que están sabiamente subordinadas.
Como hemos explicado anteriormente, por voluntad divina de Cristo, los obispos tienen autoridad sobre la grey particular que les ha sido asignada, cada obispo sobre su respectiva diócesis, singuli singulos. Pero el Romano Pontífice está puesto por encima de todo el rebaño.
Por lo tanto, la subordinación de la autoridad de los obispos y del Papa funciona de la siguiente manera: una porción particular del rebaño está sujeta tanto a la autoridad de su obispo particular como a la autoridad suprema del Papa. No está bajo dos autoridades que son supremas y universales a la vez, como quiere el Vaticano II, a saber, la del Papa y la del Colegio episcopal, ejercida a través de un obispo particular miembro de este colegio. Más bien, una porción particular del rebaño está bajo dos autoridades que están subordinadas: la de su obispo particular, y la del Romano Pontífice. Ambas autoridades son ordinarias y episcopales, aunque la autoridad del Romano Pontífice es superior.
Esto lo explica claramente el Papa León XIII:
«Y no hay que creer que la sumisión de los mismos súbditos a dos autoridades implique confusión en la administración. Tal sospecha nos está prohibida, en primer término, por la sabiduría de Dios, que ha concebido y establecido por sí mismo la organización de ese gobierno. Además, es preciso notar que lo que turbaría el orden y las relaciones mutuas sería la coexistencia, en una sociedad, de dos autoridades del mismo grado y que no se sometiera la una a la otra. Pero la autoridad del Pontífice es soberana, universal y del todo independiente; la de los obispos está limitada de una manera precisa y no es plenamente independiente. “Lo inconveniente sería que dos pastores estuviesen colocados en un grado igual de autoridad sobre el mismo rebaño. Pero que dos superiores, uno de ellos sometido al otro, estén colocados sobre los mismos súbditos no es un inconveniente, y así, un mismo pueblo está gobernado de un modo inmediato por su párroco, y por el obispo, y por el Papa” (Santo Tomás in IV Sent., dist. XVII, a. 4, ad q. 4, ad 3).
Los Romanos Pontífices, que saben cuál es su deber, quieren más que nadie la conservación de todo lo que está divinamente instituido en la Iglesia, y por esto, del mismo modo que defienden los derechos de su propio poder con el celo y vigilancia necesarios, así también han puesto y pondrán constantemente todo su cuidado en mantener a salvo la autoridad de los obispos»[97].
Es evidente que los Romanos Pontífices, que «quieren más que nadie la conservación de todo lo que está divinamente instituido en la Iglesia», habrían cometido una gran falta si hubieran negado repetidamente y desde la fundación de la Iglesia que, además de la autoridad del Romano Pontífice y la del obispo residencial, existía otro sujeto de autoridad universal, a saber, la del colegio episcopal, como un solo cuerpo que gobierna la Iglesia universal como si fuera un solo rebaño.
La enseñanza del Papa León XIII rechaza una vez más tal idea. Los cristianos están sujetos, explica, a una doble autoridad: la de su obispo respectivo y la del Papa. No existe nada más en la divina constitución de la Iglesia.
48. Objeción n. 2. Tanto el Papa Pío XI como el Papa Pío XII han recordado a menudo a los obispos su deber de cuidar la Iglesia universal, y no sólo de sus respectivas diócesis.
49. Respuesta a la objeción n. 2: Los obispos han sido llamados a ser solícitos por el bien común de la Iglesia por caridad, en el desempeño de su oficio pastoral en su diócesis. Nunca se les ha dicho que tuvieran el deber, que les obligaría en justicia, de participar en el gobierno de la Iglesia universal.
El Papa Pío XI, en un esfuerzo misionero, intenta atraer a los obispos para que le ayuden caritativamente, sobre todo por el hecho de que son sucesores de los Apóstoles. Sin embargo, también en este caso el Papa se refiere claramente al gobierno que ejercen sobre las iglesias particulares:
«Si ningún fiel cristiano debe tratar de rehuir este deber, ¿podrá desentenderse de él el clero, que participa, por elección y gracia de Nuestro Señor Jesucristo, de su mismo sacerdocio y apostolado? O ¿podréis descuidarlo vosotros, venerables hermanos, que, honrados con la plenitud del sacerdocio, estáis, por disposición divina, cada uno en vuestro puesto, al frente de ese mismo clero y pueblo? Vemos, por cierto, que Jesucristo impuso aquel precepto de “id por todo el mundo y predicad el Evangelio a todos los hombres” (Mc. XVI, 15), no sólo a Pedro, cuya Cátedra ocupamos, sino además a todos los Apóstoles, cuyos sucesores sois vosotros»[98].
El Papa Pío XII habla aún más explícitamente que sus predecesores:
«No cabe duda alguna de que tan sólo al Apóstol Pedro y a sus sucesores, los Romanos Pontífices, ha confiado Jesús la totalidad de su grey: “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas” (Jn. XXI, 16-17); mas, si todo obispo es pastor solamente de la porción de la grey confiada a sus cuidados, su caridad de legítimo sucesor de los Apóstoles por institución divina y en virtud del oficio recibido, le hace solidariamente responsable de la misión apostólica de la Iglesia, conforme a la palabra de Cristo a sus Apóstoles: “Como me envió el Padre, así también yo os envío” (Jn. XX, 21).
Esta misión, que tiene que abarcar a todas las naciones y a todos los tiempos (Mt. XXVIII, 19-20), no cesó con la muerte de los Apóstoles: continúa en la persona de todos los obispos en comunión con el Vicario de Jesucristo. En ellos, que son por excelencia los enviados, los misioneros del Señor, reside en su plenitud “la dignidad del apostolado, que es la principal en la Iglesia”, según afirma Santo Tomás»[99].
Esta enseñanza del Papa Pío XII es muy importante por su precisión, ya que aclara las cosas de un modo muy distinto al Vaticano II. La totalidad del rebaño fue confiada sólo a Pedro y a sus sucesores. A cada obispo sólo se le confía y da el gobierno sobre una parte del rebaño. El Papa Pío XII no podía ser más claro:
«Todo obispo es pastor solamente de la porción de la grey confiada a sus cuidados»[100].
Esta expresión constituye claramente una repetición de la enseñanza tradicional según la cual los obispos gobiernan la Iglesia, cada uno en su propia diócesis, «singuli singulos».
Sin embargo, al ser realmente verdaderos pastores de la Iglesia, los obispos, junto con el Papa, comparten esta única misión apostólica dada por Cristo a los Apóstoles y, a través de ellos, a la Iglesia.
No se dice que fluya de la consagración episcopal, ni que se ejerza por una especie de jurisdicción universal. Lo que el Papa Pío XII pide a los obispos es que no olviden su deber de caridad de participar en el esfuerzo misionero, que no se logra mediante una especie de acción colegial de todos los obispos que ejercen el gobierno sobre el mundo, sino más bien mediante un esfuerzo caritativo para proporcionar misioneros y fondos, así como exhortando a los fieles a rezar por una causa gobernada enteramente por el mismo Romano Pontífice.
Es así como el Papa Pío XII llama a los obispos a cumplir «las responsabilidades que os hacen solidarios en el servicio de los intereses generales de la Iglesia»[101]; cada obispo en el gobierno de su diócesis puede ayudar al Romano Pontífice en el esfuerzo misionero de la Iglesia.
Es muy diferente de la nueva noción según la cual la «solicitud de la Iglesia universal» debe ser ejercida por los obispos mediante actos colegiales, incluso (ontológicamente) antes que la solicitud de una iglesia particular:
«La potestad del Colegio episcopal sobre toda la Iglesia no proviene de la suma de las potestades de los Obispos sobre sus Iglesias particulares, sino que es una realidad anterior en la que participa cada uno de los Obispos, los cuales no pueden actuar sobre toda la Iglesia si no es colegialmente»[102].
La doctrina del Vaticano II es muy similar a un punto de la doctrina defendida por Eybel[103], y totalmente condenada y rechazada por el Papa Pío VI:
«Tal lenguaje sólo hace aún más deplorable tanto la ciega temeridad de un escritor que ha sido asiduo en revivir en su tratado los errores condenados por tantos decretos; de un hombre que no teme decir o insinuar, en muchos lugares y por mil direcciones, que cada obispo es llamado por Dios tanto como lo es el Papa, al gobierno de la Iglesia, y que no ha recibido menos poder; que Jesucristo dio el mismo poder a todos los Apóstoles, que lo que algunos hombres creen que sólo puede obtenerse del soberano Pontífice, y concedido sólo por él, puede obtenerse igualmente de cada obispo, ya sea que dependa de la consagración o de la jurisdicción eclesiástica; que Jesucristo quiso que su Iglesia fuera administrada a la manera de una república…»[104].
El Papa Pío VI presenta más tarde una serie de antiguas proposiciones que habían sido condenadas como heréticas y cismáticas por la Facultad de París. Entre ellas se encuentran las siguientes:
«No se puede decir que haya una sola cabeza suprema en la Iglesia, o un solo soberano, a no ser que se entienda por tal Jesucristo».
«Todos los obispos juntos y en un solo cuerpo gobiernan la misma Iglesia, cada uno con pleno poder».
«Cada obispo es universal, por derecho divino».
Estas condenas no pueden conciliarse con la nueva doctrina.
León XIII redobla aún más la apuesta:
«Además, el que ha sido puesto a la cabeza de todo el rebaño, debe tener necesariamente la autoridad, no solamente sobre las ovejas dispersas, sino sobre todo el conjunto de las ovejas reunidas. ¿Es acaso que el conjunto de las ovejas gobierna y conduce al pastor? Los sucesores de los Apóstoles, reunidos, ¿serán el fundamento sobre el que el sucesor de Pedro debería apoyarse para encontrar la solidez? Quien posee las llaves del reino tiene, evidentemente, derecho y autoridad no sólo sobre las provincias aisladas, sino sobre todas a la vez; y del mismo modo que los obispos, cada uno en su territorio, mandan con autoridad verdadera, así los Romanos Pontífices, cuya jurisdicción abraza a toda la sociedad cristiana, tiene todas las porciones de esta sociedad, aun reunidas en conjunto, sometidas y obedientes a su poder»[105].
50. Objeción n. 3. Muchos teólogos y canonistas han reconocido que los obispos, como colegio sucesor del colegio de los Apóstoles, tienen, juntos como cuerpo y bajo el Romano Pontífice, jurisdicción universal y suprema sobre toda la Iglesia, que es lo que enseña el Vaticano II.
Este parece ser particularmente el caso del concilio ecuménico. En efecto, parece admitido por la ley de la Iglesia, en el Código de Derecho Canónico de 1917:
«Canon 228 § 1. Un concilio ecuménico goza de la potestad suprema sobre la Iglesia universal».
51. Respuesta n. 3: Aunque los teólogos admiten que el cuerpo de los obispos, unidos y sometidos al Romano Pontífice gozan del ejercicio de la potestad suprema sobre la Iglesia universal, es falso decir que defendían la misma doctrina que la colegialidad del Vaticano II.
El Código de Derecho Canónico de 1917 dice que el concilio ecuménico goza [en latín: pollet] de la potestad suprema, y no dice que el concilio ecuménico sea el sujeto inmediato de la potestad suprema y plena. Por el contrario, como hemos mostrado más arriba, el Código de 1917 enseña en realidad que los obispos reciben su jurisdicción por medio del Romano Pontífice.
Baste aportar aquí algunas referencias.
52. La enseñanza del Cardenal Billot S.J.
La tesis XXVII del De Ecclesia de Billot se ha presentado a veces como una defensa del principio de colegialidad. En efecto, la tesis dice así:
«Para subrayar la unidad por la que oró por los Apóstoles en la última cena, cuando dijo: “Que sean uno como nosotros somos Uno… a fin de que sean perfectamente uno”, Cristo dispuso el colegio apostólico como una institución estable y perpetua, en cuanto que, unido al príncipe Pedro, participa del poder supremo. Por lo tanto, la monarquía de la Iglesia es una monarquía sui generis que, si bien conserva sin limitaciones el carácter pleno de una monarquía en todos los aspectos, sin embargo, tiene un régimen de obispos individuales unido a ella, de modo que también admite el cuerpo episcopal unido a su cabeza en el ejercicio singular de la autoridad suprema»[106].
Pero enseguida se ve que Billot no enseña en absoluto lo mismo que el Vaticano II. Para él, el colegio episcopal puede ser consorte del Romano Pontífice (es decir, asistente, ayudante, partícipe) en el ejercicio de la potestad suprema. Pero en ninguna parte admite que el colegio episcopal posea la plena potestad suprema de la Iglesia, de origen distinto al Romano Pontífice (a saber, de la consagración episcopal, como sostiene el Vaticano II). Esto se hace evidente cuando uno lee todo el manual teológico del Cardenal Billot, en lugar de citarlo fuera de contexto para algo remotamente parecido a la colegialidad del Vaticano II.
En efecto, contrariamente al Vaticano II, el docto Cardenal distingue muy claramente en el obispo la potestad de jurisdicción de la potestad de orden, y defiende explícitamente su distinto origen. La jurisdicción, dice Billot, no fluye de la potestad de orden, ni la potestad de orden es un prerrequisito para la potestad de jurisdicción:
«Así, pues, no debe entenderse que la potestad de jurisdicción dependa de la potestad del orden episcopal, como si la primera fuera una propiedad que fluye necesariamente de la segunda. Más aún, [no debe entenderse] de tal manera que la potestad de jurisdicción no pueda existir, a no ser que exista primero, por naturaleza, la potestad de orden; pues esto se excluye de nuevo fácilmente, sobre todo a causa de la disciplina actual, según la cual la investidura de jurisdicción no se tiene concomitantemente con la consagración, sino que suele incluso precederla en el tiempo»[107].
Más adelante, el Cardenal Billot deja muy en claro (en contra de lo que enseña el Vaticano II) que la sucesión apostólica de los obispos reside principalmente en la sucesión según la jurisdicción, tal como hemos expuesto anteriormente:
«De ahí que veáis que la sucesión de los Apóstoles en los obispos se reconoce en cuanto a la potestad de jurisdicción, y no sólo en cuanto a la potestad de orden, que en todo caso nunca puede carecer de jurisdicción en los que se dicen y son obispos, en el sentido pleno y adecuado del episcopado»[108].
Esto significa que alguien es obispo, en el sentido pleno y adecuado del término, y por lo tanto es sucesor de los Apóstoles, no por la mera potestad de orden, recibida a través de la consagración episcopal, sino más bien por la potestad de jurisdicción. E inmediatamente argumenta que la jurisdicción de los obispos es una participación en la jurisdicción suprema y plena del Romano Pontífice. Incluso argumenta que la jurisdicción extraordinaria y universal de los Apóstoles, aunque fue concedida directamente por Cristo, era sin embargo una participación en la potestad ordinaria y universal de San Pedro:
«El hecho de que esta potestad fuera recibida en los Apóstoles inmediatamente de Cristo no excluye en absoluto que participara al mismo tiempo de la potestad de Pedro, y que derivara y fluyera de la plenitud de Pedro»[109].
Así, al explicar su tesis XXVII, hablando de la potestad suprema de que goza el colegio episcopal, el Cardenal Billot explica lo siguiente:
«Por lo tanto, una cosa hay que decir todavía: fue institución de Cristo que este poder supremo que estaba plenamente (tota) en Pedro solo, estuviera también en él en cuanto que está junto con los otros miembros subordinados del senado apostólico, haciendo un solo cuerpo, un solo tribunal y un solo sujeto plenario y completísimo de autoridad»[110].
Billot explica, además:
«Así, en segundo lugar, Pedro no está en este colegio como un presidente en un parlamento, el primero entre iguales, sino que, puesto que es siempre la roca de la Iglesia y el que confirma a los hermanos, y el pastor de los corderos, así como de las ovejas, sólo él es la fuente y razón de la autoridad suprema de todo el cuerpo»[111].
Así, pues, está claro que, en la mente de Billot, el colegio episcopal recibe la autoridad del Romano Pontífice, o más bien comparte el ejercicio de la autoridad suprema. El colegio episcopal se convierte en sujeto de la autoridad suprema como prolongación del Papa, del mismo modo que el cuerpo participa del poder de la cabeza. Billot añade:
«Por lo tanto, en cuarto lugar, el colegio apostólico, investido de la autoridad suprema, no es otra cosa que el cuerpo entero de los prelados subordinados, en cuanto está unido a Pedro, la cabeza, en la unidad de un solo agente y gobierno…»[112].
«Siendo esto así, uno no tiene que preguntarse por qué el ejercicio de la autoridad suprema fue asignado a todo el colegio apostólico, puesto que esta misma autoridad suprema ya reside plena e integralmente, y de hecho primero, sólo en Pedro»[113].
Al final de su tratado, Billot añade de nuevo:
«Por lo tanto, hay que concluir que el concilio ecuménico y el Papa no son dos sujetos de suprema potestad, ni siquiera de infalibilidad activa. [No son dos sujetos] de suprema potestad, puesto que el concilio no la tiene sino en razón del Sumo Pontífice, cuya autoridad valida [en latín: informat] las definiciones escritas de manera conciliar, de común acuerdo, para manifestar la unidad de la Iglesia. Tampoco [son dos sujetos] de infalibilidad activa, ya que la infalibilidad está anexa a la suprema potestad eclesiástica como prerrogativa inseparable, tal como se ha dicho a menudo más arriba»[114].
Por lo tanto, en la mente del Cardenal Billot, la autoridad del colegio episcopal, incluso en un concilio ecuménico, no es más que una participación en el ejercicio de la autoridad suprema que reside primera y plenamente sólo en el sucesor de San Pedro. La doctrina de Billot no es en absoluto la misma que la colegialidad del Vaticano II.
53. La enseñanza de Augustine O.S.B.
El famoso canonista Augustine atribuye el derecho a participar en el gobierno universal de la Iglesia al hecho de ser sucesor de los Apóstoles, y reconoce claramente que este hecho pertenece a los obispos residenciales, mientras que lo niega a los obispos titulares, dejando así en claro que es la jurisdicción, y no la consagración episcopal, lo que convierte al obispo en uno de los sucesores de los Apóstoles:
«Los que deben ser llamados [al concilio ecuménico] son los obispos, sean patriarcas, primados, arzobispos o simples obispos, siempre que sean residenciales y no meramente titulares. La razón por la que los obispos residenciales deben ser llamados radica en su doble carácter de pastores y maestros. Este doble oficio lo ejercen de una doble manera: (1) Como sucesores de los Apóstoles participan en el gobierno de la Iglesia universal y forman un cuerpo análogo al colegio de los Apóstoles, con quienes Cristo permanece hasta el fin de los tiempos. (2) Como obispos residenciales ejercen su oficio en una circunscripción o diócesis determinada, que, sin embargo, forma parte integrante de la Iglesia universal. Esta potestad es jurisdiccional en sentido particular, mientras que la potestad que ejercen sobre toda la Iglesia es jurisdiccional en sentido general, es decir, en la medida en que se reúnen en concilio bajo su superior legítimo»[115].
54. La enseñanza de Zapelena S.J.
Zapelena dice algo similar:
«Los obispos suceden a los Apóstoles en la potestad de gobierno, individualmente, en cuanto tienen potestad ordinaria y propia para regir una determinada porción de la grey eclesiástica; pero más verdaderamente el colegio episcopal sucede al colegio apostólico, pues todos los obispos reunidos bajo el Romano Pontífice tienen jurisdicción universal, que ejercen ante todo cuando están reunidos en concilio ecuménico»[116].
Este teólogo aclara más adelante, sin embargo, que el origen de la jurisdicción universal que los obispos comparten con el Romano Pontífice es el mismo que el de la jurisdicción particular por la que los obispos individuales gobiernan sus respectivas diócesis, es decir, de la plenitud de poder del Romano Pontífice:
«La cuestión del origen de la jurisdicción del colegio episcopal, sea provincial o plenaria, parece tener que resolverse a partir de los mismos principios por los que se resuelve la cuestión del origen de la jurisdicción particular en los obispos individuales»[117].
ARTÍCULO OCTAVO
EL PRIMER CONCILIO VATICANO SOBRE EL EPISCOPADO
55. El Concilio Vaticano I y el episcopado.
El Concilio Vaticano de 1870 es bien conocido por su definición dogmática del primado e infalibilidad del Romano Pontífice. Esta definición es una decisión muy valiosa del Concilio Vaticano sobre la constitución de la Iglesia. Sin embargo, el trabajo del Concilio no debía detenerse con esta definición. De hecho, antes de que el Concilio tuviera que interrumpirse, se estaba trabajando en la redacción de otra constitución dogmática que describía la naturaleza de la Iglesia. Se pedía que el Concilio aclarase la naturaleza y papel del episcopado en la Iglesia. De ahí que los debates sobre el episcopado y su relación con el papado se hubieran agitado ya en 1870. Se ha argumentado que ciertas afirmaciones entre los prominentes teólogos y Padres del Concilio son muy favorables a la colegialidad del Vaticano II. Esto no es cierto.
Antes de analizar los trabajos del Concilio, comenzaremos por una discusión sobre la preparación del Concilio Vaticano de 1870. En efecto, en el curso de la preparación se planteó una cuestión relevante para nuestra discusión, a la que hemos aludido anteriormente: si los obispos titulares debían o no ser llamados a participar en el concilio ecuménico. En efecto, aunque la historia muestra que los obispos titulares han participado ocasionalmente en concilios regionales y generales, también es innegable que ningún obispo titular participó en nombre propio en los dos concilios anteriores, a saber, el V Concilio de Letrán y el Concilio de Trento[118].
56. La historia de la convocatoria de obispos titulares en el Concilio Vaticano de 1870[119].
La comisión central del Concilio, encargada del inmenso trabajo de preparación, confió al Arzobispo Angelini[120] la tarea de preparar un informe, que sería discutido por la comisión el 17 de mayo de 1868, respondiendo a la pregunta: «¿Es conveniente convocar también a los obispos titulares al Concilio?»[121]. El informe mostraba que canonistas y teólogos no estaban de acuerdo en conceder el derecho a participar en el Concilio a los obispos titulares privados de toda jurisdicción propiamente dicha. La comisión evitó responder a la cuestión de un derecho estricto de participación, y concluyó que, en cualquier caso, sería conveniente que todos los obispos titulares fueran convocados al Concilio Ecuménico.
57. El obispo Maret suscita la polémica.
Ese mismo año, en otoño de 1868, Mons. Maret[122] preparaba una obra: Du Concile général et de la paix religieuse, que pensaba publicar en septiembre del año siguiente, pocas semanas antes de la apertura del Concilio. Pero el 8 de noviembre de 1868, Mons. Maret escribe al periódico L’Univers para defenderse de las acusaciones que le hace Louis Veuillot[123]. En esta carta, reivindica un «derecho inviolable»[124] a expresar libremente sus opiniones en el Concilio Ecuménico. Louis Veuillot reaccionó enérgicamente contra esta pretensión, y publicó una carta escrita por uno de sus amigos, el P. Delafosse, oratoriano, cuya conclusión era la siguiente: «Los obispos sin jurisdicción, como son los obispos in partibus que no son misioneros, no tienen derecho a tomar parte en los trabajos del futuro Concilio y el Jefe supremo de la Iglesia no está obligado a convocarlos. Si el Santo Padre los convoca al Concilio, no es en absoluto seguro que se les conceda voz deliberativa: lo que simplificaría enormemente la “grande y difícil tarea” a la que el obispo de Sura[125] “se prepara en silencio”, como lo demuestran su libro y su carta».
La mordaz ironía del P. Delafosse y su bien argumentada carta causaron aún mayor revuelo en Francia. El Superior General del Oratorio presentó sus excusas a Mons. Maret y pidió a otro oratoriano, el P. Elie Méric, que escribiera una respuesta al P. Delafosse. Esta respuesta, publicada también en L’Univers (28 de noviembre de 1868), dio lugar a una serie de teólogos que defendían un derecho indiscutible de los obispos titulares a participar en un concilio ecuménico.
Como hemos visto, la cuestión ya había sido resuelta por la comisión romana, de manera práctica, el 17 de mayo de 1868, con la conclusión de que, cualquiera fuera la cuestión de derecho, convenía en todo caso llamar a los obispos titulares a participar en el concilio ecuménico.
Sin embargo, el 8 de marzo de 1869, el Papa Pío IX expresó el deseo de no admitir indiscriminadamente a todos los obispos titulares en el Concilio, ya que «entre ellos hay algunos de los que se podría decir mucho respecto a la conducta que han adoptado»[126]. No se dio ningún nombre, pero Mons. Maret estaba muy probablemente entre ellos. El día 14, por lo tanto, la comisión volvió a ocuparse de esta cuestión para preparar un informe presentando los argumentos. Después de examinarlos, el Papa Pío IX ratificó la decisión precedente: era conveniente y oportuno mantener la convocatoria al concilio que ya había sido enviada a todos los obispos, incluidos los titulares[127].
58. Aunque el Concilio Vaticano de 1870 convocó de hecho a los obispos titulares, privados de jurisdicción, no reconoció con ello un derecho divino a hacerlo, sino que se limitó a seguir la costumbre y conveniencia de convocar a todos los obispos católicos al concilio ecuménico.
La cuestión de derecho no se resolvió directamente, por varias razones. Los obispos no ejercen en un concilio ecuménico la jurisdicción que tienen sobre su propia diócesis, ya que en el concilio ecuménico todos los obispos juntos ejercen la jurisdicción sobre toda la Iglesia. Además, la cuestión del origen de la jurisdicción episcopal, que había sido muy debatida en el Concilio de Trento, no estaba destinada a ser resuelta en el Concilio Vaticano de 1870, y los propios documentos sobre la Iglesia en los que se trabajó (y que nunca se llevaron a cabo) evitaron a propósito responder a esta cuestión.
Además, el derecho de la Iglesia no estaba claramente establecido sobre la cuestión de la convocatoria de los obispos titulares, y algunos teólogos, como Angelini, defendían firmemente la existencia de un derecho divino de todos los obispos consagrados a participar en el concilio ecuménico.
Sin embargo, el Código de Derecho Canónico de 1917 ha resuelto claramente estas cuestiones, tal como hemos visto anteriormente. Según el Código, los obispos titulares pueden ser llamados a participar junto con los obispos residenciales, pero el Romano Pontífice es libre de excluirlos si lo desea. Por lo tanto, no se les reconoce ningún derecho divino a ser convocados. Además, el Código de 1917 estableció que la jurisdicción de los obispos proviene por medio del Romano Pontífice, y no de la consagración episcopal:
«Los que son incorporados a la jerarquía eclesiástica no están obligados a ello por el consentimiento o la llamada del pueblo o del poder secular, sino que son constituidos en los grados de la potestad de orden por la sagrada ordenación; en el pontificado supremo, por la misma ley divina, una vez cumplidas las condiciones de la legítima elección y aceptación; en los demás grados de jurisdicción, por la misión canónica»[128].
El contenido de este canon, relativo a la distinta naturaleza y origen de la potestad de orden y de la potestad de jurisdicción, ha sido repetido desde entonces muchas veces en el magisterio auténtico del Papa Pío XII, que llegó a declararlo perteneciente a la divina constitución de la Iglesia[129] (que es inmutable y objeto de fe).
Un comentario canónico, publicado en 1918, poco después de la promulgación del Código de Derecho Canónico que resolvió estas cuestiones, dice lo siguiente:
«La siguiente cuestión sería si el derecho de un obispo a ser llamado a un concilio general depende de la consagración episcopal o de la jurisdicción. El Concilio Vaticano [de 1870] adoptó sin duda el punto de vista de que es un derecho que emana directamente de la jurisdicción. Este es también implícitamente el punto de vista de nuestro Código, de lo contrario un obispo confirmado por Roma, pero aún no consagrado, no podría ser llamado[130]. El punto es palpablemente ilustrado por el debate concerniente a la admisión de obispos titulares. Tras largas deliberaciones, la comisión de Cardenales encargada de investigar el asunto decidió que tales obispos debían ser llamados, ya que estaban obligados por el juramento «vocatus ad synodum veniam». La comisión no tocaría la quaestio juris»[131].
Puesto que efectivamente «todos los obispos católicos» ya habían sido convocados por el Papa Pío IX (lo que implícitamente incluía también a los obispos titulares), y puesto que todos los obispos han hecho el juramento, en el propio rito de consagración episcopal, de acudir al concilio ecuménico cuando sean convocados, la comisión de Cardenales dejó de lado la «quaestio juris», la cuestión de derecho (es decir, si los obispos titulares deben o no ser convocados), y decidió, en el orden práctico, que acudieran todos los obispos titulares, de acuerdo con su juramento y con la amplia invitación formulada por el Papa Pío IX.
De ahí que continúe el mismo comentario:
«La comisión no resolvería el problema, ya que el tiempo era demasiado corto…
Pero hay un indicio inequívoco del punto de vista que el Concilio Vaticano, así como nuestro Código, adoptan con respecto a la doble cuestión propuesta más arriba: el oficio de maestro y pastor sigue a la jurisdicción, no a la consagración, y se supone que la jurisdicción es dada por el Sumo Pontífice»[132].
Otro comentario dice algo muy parecido:
«La base sobre la que se funda el derecho a participar en el concilio ecuménico con voz deliberativa es la jurisdicción episcopal. De ahí que los obispos residenciales tengan pertenencia y voz en él por derecho propio y ordinario, mientras que todos los demás la tienen por privilegio y concesión del Romano Pontífice, que se concede por derecho común a unos, y debe darse cada vez a otros. Sin embargo, el mero orden episcopal, puesto que no confiere ninguna jurisdicción efectiva, no comporta ningún poder que deba ejercerse sobre la Iglesia universal. Así, pues, tanto los obispos titulares como los eméritos no tienen derecho a ser convocados, pero ciertamente es oportuno hacerlo, particularmente en el caso de los vicarios apostólicos, que tienen jurisdicción ordinaria y representan vastas regiones. El canon 223 ha resuelto ahora con autoridad todas las antiguas cuestiones que todavía se discutían con ocasión del Concilio Vaticano [de 1870]»[133].
Las cuestiones agitadas antes del Concilio Vaticano de 1870 se consideran, pues, autoritariamente resueltas.
59. La «sodissima distinzione» del informe.
Al presentar los diferentes argumentos a Pío IX, la comisión presenta como «más sólida» una distinción teológica, a saber, la distinción entre la jurisdicción particular que un obispo individual puede ejercer sobre su diócesis, y la jurisdicción universal que los obispos ejercen juntos en un concilio ecuménico. Este elogio se ha aplicado a veces a la teoría de Bolgeni, pero no es exacto, y debemos explicarlo brevemente aquí.
El propio informe preparado por Mons. Angelini no mencionaba a Bolgeni, y su conclusión era, como hemos dicho, que, aunque los obispos titulares no tenían que ser convocados al concilio, sin embargo, era conveniente hacerlo[134].
Sin embargo, en una ponencia dada por Mons. Angelini a la comisión, con ocasión de la presentación de su investigación, se menciona explícitamente a Bolgeni[135]. Mons. Angelini discute las diversas opiniones existentes sobre esta cuestión, y en esta ponencia presenta, por lo tanto, entre otras cosas, la distinción entre la jurisdicción particular de un obispo individual y la jurisdicción universal del colegio episcopal. Para apoyar esta distinción, aduce la explicación dada por Bolgeni, a la que parece bastante favorable. Pero esta mención no puede tomarse en modo alguno como una aprobación de la enseñanza de Bolgeni por la propia comisión ni, menos aún, por el Concilio Vaticano. Además, muchos teólogos han hecho, mucho antes que Bolgeni, esa distinción, sin recurrir a su teoría, ahora incompatible con la enseñanza del Papa Pío XII.
La distinción entre la jurisdicción particular de los obispos singulares y la jurisdicción universal común a los obispos reunidos en un concilio no es algo peculiar de Bolgeni, y no debe tomarse como equivalente a una adhesión a su teoría. Por lo tanto, el hecho de que se diga que esta distinción es «la más sólida» no significa que la explicación de Bolgeni lo sea.
Muchos teólogos distinguen, en efecto, la jurisdicción particular de los obispos en sus respectivas diócesis, y la jurisdicción universal del cuerpo de los obispos, reunidos en concilio ecuménico. Esta jurisdicción universal y suprema del concilio ecuménico no es una mera suma de las diferentes jurisdicciones particulares de los obispos de todo el mundo católico. Sin embargo, esta suprema autoridad es dada a los obispos reunidos en concilio, no directamente de parte de Dios, en virtud de la mera consagración episcopal, como diría Bolgeni, sino que les es dada por medio del Romano Pontífice. Tal es la enseñanza explícita del Papa Eugenio IV:
«Contra lo que todos los doctores católicos profesan y enseñan, pretenden que, una vez reunidos por la autoridad apostólica, los concilios generales no derivan ya su fuerza y poder de la Iglesia Romana. Niegan así, en términos equivalentes, que los concilios generales reciban su autoridad y fundamento del vicario de Cristo, negación que ningún hombre fiel y culto se había atrevido a hacer»[136].
Analizaremos más a fondo esta cuestión en el próximo artículo.
60. Las discusiones de Kleutgen y Zinelli en el Concilio Vaticano de 1870.
Aunque el Concilio Vaticano I no pudo promulgar una constitución dogmática que presentara toda la divina constitución de la Iglesia, además de lo que definió sobre el priado del Romano Pontífice, inició sin embargo este trabajo, antes de que fuera interrumpido indefinidamente por la revolución italiana.
En el curso de las discusiones, la autoridad del colegio episcopal fue planteada en algunas ocasiones, y se reconoció que es capaz de compartir el ejercicio del poder supremo de la Iglesia. Esto, sin embargo, no fue un precedente de la doctrina de la colegialidad del Vaticano II, sino que se asemeja más bien a lo que hemos presentado a partir de la enseñanza de Billot, Augustine y Zapelena.
Así, en el capítulo IV del borrador redactado por el teólogo jesuita Joseph Kleutgen, y propuesto a la discusión del concilio, leemos lo siguiente:
«Sin embargo, los obispos no están excluidos del oficio supremo [latín: muneris] de enseñar y gobernar la Iglesia universal. En efecto, este oficio pontificio de atar y desatar, que fue dado sólo a Pedro, fue confiado también al colegio de los Apóstoles, unido, sin embargo, a su cabeza, tal como se desprende de las palabras de Nuestro Señor»[137].
Pero Kleutgen no propone con ello la colegialidad del Vaticano II. En efecto, atribuye la plenitud de esta potestad suprema al Romano Pontífice[138], que puede llamar a los demás obispos a participar en su solicitud por la Iglesia universal[139].
Kleutgen llega a hablar de dos sujetos de suprema potestad, pero esto debe entenderse en este sentido:
«En efecto, puesto que los obispos, llamados por el Sumo Pontífice a participar de su solicitud, no son meros consejeros, sino que, junto con el Papa, emiten decretos como verdaderos jueces y definidores, y puesto que estos decretos son de la más alta autoridad y obligan a toda la Iglesia, no puede dudarse de que los obispos tienen alguna parte en la enseñanza y gobierno de la Iglesia universal»[140].
Es evidente que los obispos participan de la autoridad suprema cuando participan en el gobierno de la Iglesia universal, cuyo gobierno está confiado propiamente a Pedro y a sus sucesores.
Del mismo modo, Mons. Zinelli[141], hablando en nombre de la Deputación de la Fe, también reconoció que los obispos, junto con el Papa, pueden compartir su autoridad suprema:
«Admitimos que el poder pleno y supremo existe en el Sumo Pontífice como en la cabeza, y que el mismo poder pleno y supremo está también en la cabeza unida a sus miembros, es decir, en el Papa junto con los obispos»[142].
Lo dijo Zinelli al rechazar dos peticiones de modificación del proyecto que definía el primado del Romano Pontífice:
«Estos dos reverendísimos enmendadores han convenido en que el Concilio Vaticano debe aceptar el principio según el cual la plena potestad suprema eclesiástica no reside en el Romano Pontífice, sino en el Romano Pontífice junto con los obispos. Estos cambios, entendidos en este sentido, son completamente ajenos a la opinión de vuestra Deputación de la Fe, que se basa en la Sagrada Escritura y en la Tradición y en las definiciones de los concilios. En efecto, de todas las fuentes de la revelación se desprende claramente que la potestad plena y suprema en la Iglesia fue otorgada a Pedro y a sus sucesores, de tal manera que no puede ser constreñido por ningún poder humano superior a él, sino sólo por la ley natural y divina»[143].
Tanto Zinelli como Kleutgen, además, explican abiertamente que no quieren abordar la cuestión del origen de la jurisdicción en los obispos, cuestión que había sido objeto de gran discusión en el Concilio de Trento, sin que se resolviera. En consecuencia, consideran suficiente profesar la total dependencia del ejercicio de la jurisdicción por parte de los obispos respecto al Romano Pontífice, sin explicar exactamente cómo la autoridad suprema propia del Romano Pontífice es ejercida también por el concilio ecuménico.
Sin embargo, puesto que la cuestión del origen de la jurisdicción de los obispos está ya resuelta, gracias sobre todo a las repetidas afirmaciones del Papa Pío XII, parece que la cuestión del origen directo de la jurisdicción del concilio ecuménico tampoco es ya discutible, sino que debe atribuirse al Romano Pontífice.
Cabe señalar que, aunque Kleutgen habla de dos sujetos inadecuadamente distintos de la potestad suprema de la Iglesia, este teólogo jesuita sigue a San Roberto Belarmino al atribuir el origen inmediato de esta potestad al Sumo Pontífice[144]. En otras palabras, Kleutgen no cree realmente en un sujeto secundario que recibiría la autoridad directamente de Dios, sino que el concilio ecuménico puede ejercer la potestad suprema de la Iglesia, potestad que procede del Romano Pontífice, y cuya autoridad sólo puede ejercerse sobre las materias permitidas por él.
La explicación teológica de Kleutgen sobre el «doble sujeto» de la autoridad suprema no equivale en absoluto a la colegialidad del Vaticano II, que niega que el Romano Pontífice sea el origen del poder supremo del colegio episcopal. Estas dos cuestiones no están necesariamente relacionadas:
«A los ojos de la Deputación de la fe, de su ponente [Mons. Zinelli] y de su teólogo [el P. Kleutgen S.J.], queda claro que la doctrina del doble sujeto no implica en modo alguno, como fundamento necesario, una elección obligatoria en la cuestión de la derivación de la jurisdicción[145]. En sí mismas, ambas tesis debatidas en Trento[146] pueden llegar a una teología del doble sujeto. Esto ya es suficiente para responder a la objeción que ve una incompatibilidad entre una de estas tesis y la doctrina del duplex subjectum [doble sujeto]. Además, el P. Joseph Kleutgen subraya que la tesis del origen pontificio de la jurisdicción es la longe communior sententia [con mucho, la enseñanza más común]. Con esta afirmación, nos da a entender claramente que se trata también de su opinión. Sin embargo, nadie había propuesto tan claramente como él la teología de un doble sujeto inadecuadamente diferenciado»[147].
Nadie, se nos dice, había sido tan ardiente defensor de la explicación teológica de un «doble sujeto» inadecuadamente distinto de la potestad suprema en la Iglesia y, sin embargo, este ardiente defensor, el P. Kleutgen, atribuye el origen de esta potestad suprema, incluso en el concilio ecuménico, no directamente a Dios (a través de la consagración episcopal), sino por medio del Romano Pontífice. Esto está en perfecto acuerdo con la enseñanza del Papa Pío XII, y en abierta contradicción con la doctrina de la colegialidad del Vaticano II.
Además, lo que Zinelli y Kleutgen consideraron no tenía nada que ver con la colegialidad del Vaticano II. De hecho, reconocieron y profesaron la clara distinción entre la potestad de orden y la potestad de jurisdicción. Reconocían como sucesores de los Apóstoles a los obispos dotados de jurisdicción, y no meramente consagrados. Todas estas, y muchas otras nociones católicas, estaban incluidas en el borrador de Kleutgen, que repugnarían a los teólogos modernistas del Vaticano II[148].
Sin embargo, alguien atribuyó explícitamente la participación de los obispos en la potestad suprema del concilio ecuménico directamente a su consagración episcopal, y vamos a considerar ahora esta teoría, que nos dará ocasión de profundizar más en la comprensión de la autoridad del concilio ecuménico.
ARTÍCULO NOVENO
LA ENSEÑANZA DE BOLGENI Y LA COLEGIALIDAD DEL VATICANO II
61. Bolgeni sostenía que todos los obispos, como cuerpo unido al Romano Pontífice, son poseedores de una jurisdicción universal otorgada directamente por Dios en virtud de la consagración episcopal.
Esta teoría sería, de esta manera, un precedente de la doctrina del Vaticano II, aunque en muchos aspectos no llegó tan lejos como éste[149]. Bolgeni reconoció la distinción tradicional entre orden y jurisdicción y defendió ardientemente la doctrina según la cual la jurisdicción episcopal es otorgada a cada obispo por el Romano Pontífice.
62. ¿Quién es Bolgeni?
Giovanni Vincenzo Bolgeni (1733-1811) fue un teólogo italiano, miembro de la Compañía de Jesús hasta su supresión por Clemente XIV. Fue un teólogo radical, ya que se distinguió por su defensa de la Santa Sede contra los jansenistas, pero también llegó a ser conocido por opiniones insostenibles. Muy erudito y apasionado, era muy estimado por sus superiores y por el propio Romano Pontífice.
La polémica en torno a su doctrina comenzó con la cuestión de la caridad en 1788, cuando empezó a enseñar que la caridad sobrenatural no consiste en amar a Dios sobre todas las cosas, por Sí mismo, lo que Bolgeni afirma que es imposible, sino amar a Dios porque es bueno con nosotros. Esta posición es insostenible, huelga decirlo, y fue rechazada como una perniciosa novedad por sus contemporáneos. Entre sus obras, que le valieron la estima de Pío VI, hay que contar una defensa en 1791 de la distinción entre la potestad de orden y la potestad de jurisdicción[150]. Bolgeni se distinguió por una feroz denuncia de la Constitución civil francesa del clero, impuesta por la Revolución Francesa. Unos años más tarde, sin embargo, Bolgeni cayó en desgracia pública al defender el juramento cívico impuesto por la república revolucionaria de Roma en 1798, la cual privaba al Romano Pontífice de todo su poder temporal. Su defensa escrita del juramento cívico fue condenada por la Iglesia, y Bolgeni publicó una retractación, pero nunca pudo recuperar la estima y reputación de las que había disfrutado al principio de su vida[151].
Alabado por unos por su celo, criticado por otros por sus peculiares teorías, Bolgeni es una figura controvertida en la historia de la teología.
Examinemos ahora cómo fue recibida su doctrina de la jurisdicción universal de los obispos por teólogos y canonistas, y analicémosla después detenidamente.
63. Menciones favorables.
En 1799, un monje camaldulense llamado Mauro Cappellari (futuro Gregorio XVI) publicó un libro titulado Il Trionfo della Santa Sede e della Chiesa, que es una defensa del papado y de su infalibilidad. En el curso de su exposición, Cappellari sostiene que el poder supremo del Romano Pontífice no quita nada a la eminente dignidad y poder del episcopado.
En este contexto apela a la distinción de Bolgeni entre la jurisdicción particular y la jurisdicción universal de los obispos. Sin embargo, Cappellari reduce la jurisdicción universal a un derecho de sufragio en el concilio ecuménico[152], que atribuye a la consagración episcopal.
Cappellari reconoce el derecho de todos los obispos católicos consagrados (incluso titulares) a participar en el concilio ecuménico. Esto se debe al hecho de que los obispos reunidos en concilio ecuménico no ejercen su jurisdicción particular sobre sus respectivas diócesis, sino una jurisdicción universal y suprema sobre toda la Iglesia. Pero este principio es admitido también por muchos teólogos que no comparten la doctrina de Bolgeni sobre el origen de esa jurisdicción, como ya hemos aludido al discutir si los obispos titulares deben o no ser convocados al concilio. Aunque se admitiera que los obispos titulares tienen derecho a participar en un concilio ecuménico tanto como los demás obispos, sigue siendo posible atribuir, junto con muchos teólogos y canonistas (y con Eugenio IV), el origen de esa jurisdicción al Romano Pontífice.
En otras palabras, el hecho de que todos los obispos católicos tengan derecho de sufragio en el concilio, como dice Cappellari, no significa necesariamente que la jurisdicción surja de la consagración, la cual daría un título, un derecho a ser llamado necesariamente al concilio (necesidad que ha sido negada posteriormente por el Código de Derecho Canónico de 1917, como hemos visto), pero el concilio seguiría recibiendo su jurisdicción suprema del Romano Pontífice.
Aunque Cappellari acepta la explicación de Bolgeni que dice que todos los obispos católicos tienen indistintamente derecho de sufragio en el concilio, no atribuye necesariamente la jurisdicción del concilio a la consagración episcopal, como hace Bolgeni. De hecho, puesto que se limita a hablar de un derecho de sufragio, ejercido sólo en un concilio, deberíamos concluir que en realidad no está abrazando la doctrina de Bolgeni en su extraña peculiaridad[153]. De hecho, la teoría de Bolgeni está en contra del principio de que, según la constitución de la Iglesia, la potestad de orden se confiere por la ordenación, mientras que la jurisdicción se confiere a través del Romano Pontífice.
Sin embargo, algunos teólogos y canonistas están explícitamente de acuerdo con Bolgeni, incluso sobre el origen de la jurisdicción del Concilio. En un estudio realizado sobre este tema en particular, el teólogo dominico Gagnebet[154] menciona los siguientes nombres: Philips, Pilgrim, Maupied[155], Copella y Tizzani. Otros autores (como Dom Gréa) enseñan algo bastante cercano a Bolgeni sobre la jurisdicción universal de los obispos, pero atribuyen explícitamente el origen de la jurisdicción universal al Romano Pontífice.
De hecho, es importante comprender que la doctrina de Bolgeni fue mencionada y apoyada principalmente en el contexto de un argumento a favor de la participación de los obispos titulares en el concilio ecuménico. Pero incluso entre los teólogos que concederían a los obispos titulares una voz deliberativa en el concilio ecuménico, muy pocos son los que no atribuirían el origen de la autoridad del concilio ecuménico al Romano Pontífice.
64. Adversarios entre los canonistas.
Además de ser contraria a los principios comúnmente admitidos por teólogos y canonistas anteriores a su época, la doctrina de Bolgeni fue explícitamente criticada por otros autores posteriores. Presentemos aquí una muestra.
Dominique Bouix dedica un capítulo de su obra a la presentación y análisis de la opinión de Bolgeni. Sus conclusiones son que: (1) la doctrina de Bolgeni es una novedad; (2) la doctrina de Bolgeni no sólo es una novedad que no se encuentra en la doctrina de los autores católicos, sino que, de hecho, está en contradicción con ella; y, en consecuencia, (3) la doctrina de Bolgeni no parece segura[156]. Bouix es muy conocido por sus extensas lecturas y referencias. La siguiente afirmación, procedente de él, es, pues, un golpe contundente:
«De hecho, el propio Bolgeni no cita a ningún doctor que le haya precedido en la defensa de esto, ni siquiera en su presentación. Y no he podido encontrar ningún rastro de este sistema, aunque he consultado muchas obras»[157].
La conclusión de Bouix es que la doctrina de Bolgeni es «non tuta», «no-segura». Tal es, en efecto, la nota teológica que se suele dar a las novedades que están en contradicción con la enseñanza común de los teólogos. Sin embargo, tal como hemos visto, el hecho de que la jurisdicción de los obispos (ya sea en sus diócesis o reunidos en concilio) provenga directamente del Papa ya no es una mera opinión común de los teólogos, sino que es enseñanza explícita del magisterio. Así, pues, la doctrina de Bolgeni no es solamente «insegura», sino que debe considerarse, como mínimo, errónea.
Craisson menciona la opinión de Bolgeni y repite la crítica de Bouix, tras lo cual concluye:
«Así, los Obispos reciben del Papa cualquier jurisdicción universal que tengan, ya sea en el concilio ecuménico o fuera de él»[158].
En 1869, la Nouvelle Revue Théologique calificó la novedad de Bolgeni de «superfluidad totalmente innecesaria»[159].
El famoso comentario de Wernz-Vidal al Derecho Canónico distingue entre lo que denomina el «sistema papal», es decir, una constitución de la Iglesia basada en el poder supremo del Papa solo, y el «sistema episcopal», es decir, una constitución de la Iglesia que concedería a todos los obispos juntos el poder supremo sobre la Iglesia, mientras que el Papa sólo tendría un primado de honor. El «sistema papal» ha sido definido por la Iglesia como dogma de fe, mientras que el «sistema episcopal» fue condenado como herejía. Sin embargo, el Vaticano II es un intento de mezclar estos dos sistemas. Pero Wernz-Vidal rechazan abiertamente tal intento:
«Ciertamente, algunos sabios, sobre todo en la Edad Media, han usado palabras exageradas en sus discusiones sobre el poder del Romano Pontífice. Esto no quita el hecho de que el sistema papal, como los no católicos, e incluso algunos autores católicos lo han llamado con menos precisión, siempre ha sido admitido en la Iglesia Católica como la única doctrina genuina, y el sistema episcopal nunca ha obtenido ninguna aprobación auténtica. Tampoco puede existir duda alguna de que, entre el sistema papal correctamente explicado, y el sistema episcopal no puede ser defendido por los católicos algún tipo de tercer sistema intermedio. En efecto, el sistema papal fue evidentemente definido en el Concilio de Florencia y, sobre todo, en el Concilio Vaticano, ses. IV, cap. 3, mientras que el sistema episcopal fue condenado»[160].
El mismo comentario al Derecho Canónico de Wernz-Vidal defiende claramente que la jurisdicción de los obispos les llega por medio del Romano Pontífice. Después de defender esta doctrina, comenta así la opinión de Bolgeni:
«Tampoco puede admitirse por ninguna razón la opinión de Bolgeni, quien deriva ciertamente del Romano Pontífice la jurisdicción particular de los obispos en sus diócesis, pero defiende que alguna jurisdicción universal es dada inmediatamente por Dios, junto con el carácter episcopal, a los obispos, no tomados individualmente, sino unidos en un solo cuerpo. En efecto, la doctrina propuesta por Bolgeni no evita la nota de novedad, ya que no pudo aducir a ningún teólogo en su favor, y obtuvo después el apoyo de sólo unos pocos seguidores, v.g. Phillips y Vering. Además, esta distinción entre jurisdicción universal y particular fue hecha por Bolgeni gratuitamente y sin ningún fundamento sólido, y todos los defensores de nuestra opinión [a saber, que la jurisdicción episcopal deriva del Romano Pontífice] enseñan esta doctrina simple y generalmente, sin haber hecho tal distinción; por lo tanto, incluso la jurisdicción universal de los obispos debe derivar del Romano Pontífice. Luego, Bolgeni afirma erróneamente que se obtiene por consagración episcopal; cae así en las mismas dificultades por las que ni siquiera la jurisdicción particular se obtiene por consagración. Además, no puede explicar suficientemente por qué los obispos meramente consagrados no deben ser llamados al concilio ecuménico por estricto derecho, mientras que algunos simples presbíteros o diáconos (legados, Cardenales) tienen un derecho decisivo en los concilios ecuménicos. Pero si se refiere al mandato emitido por el Romano Pontífice, la jurisdicción universal de los obispos debe derivarse de la misma fuente sin necesidad de ninguna novedad. Por último, la doctrina católica de la plenitud del poder concedido sólo a Pedro difícilmente puede conciliarse con las afirmaciones de Bolgeni»[161].
Gagnebet proporciona una larga lista de canonistas que rechazan la doctrina de Bolgeni, cuyas referencias sería demasiado largo proporcionar: Nilles, Icard, Vecchiotti, Cavagnis, Lombard, Aichner, Tauber, Badii, Coronata, Blat, Claeys Bouuaert-Simenon, Raus, Ferreres, Chelodi, Sipos[162].
65. Adversarios entre los teólogos.
Como hemos visto, la doctrina de Bolgeni no ha sido muy popular entre los canonistas. Tampoco ha tenido mejor acogida entre los teólogos.
Así, en relación con la cuestión que nos ocupa, Palmieri no duda en calificar a Bolgeni de «buscador de novedades», «aucupatoris novarum opinionum»:
«Por lo tanto, debe rechazarse la opinión de Bolgeni, buscador de novedades, quien dice que una jurisdicción universal es dada inmediatamente por Cristo a los obispos, no en cuanto obispos particulares, sino en cuanto que constituyen un solo cuerpo episcopal con su cabeza, el Romano Pontífice. En efecto, Cristo confirió inmediatamente la jurisdicción universal sólo a la cabeza, y a través de esa cabeza la comunica al cuerpo, cuando actúa junto con la cabeza, compartiendo su poder para el ejercicio de la jurisdicción universal»[163].
Wilmers ofrece una extensa refutación de la doctrina de Bolgeni, que presentaremos en el siguiente apartado.
Straub también rechaza la doctrina de Bolgeni por ser contraria a la doctrina de los grandes teólogos y por no estar justificada[164].
Pesch explica que el argumento que prueba que los obispos reciben individualmente su jurisdicción del Romano Pontífice prueba también que los obispos reunidos en concilio ecuménico reciben su autoridad del Romano Pontífice[165].
Muncunill, como tantos otros, rechaza la doctrina de Bolgeni por nueva, injustificada e irreconciliable con la divina constitución de la Iglesia:
«En efecto, además de ser nueva e inventada sin fundamento suficiente, no se concilia bien con la plenitud de la potestad de jurisdicción del Romano Pontífice»[166].
Van Noort[167] y Forget[168] enseñan explícitamente que la autoridad suprema y universal de los obispos reunidos en concilio ecuménico no emana de su consagración episcopal, sino que les es comunicada por el Romano Pontífice.
La versión inglesa revisada de Van Noort de 1959 enseña –como hemos dicho– que la doctrina de Bolgeni ya no puede aceptarse después de las declaraciones del Papa Pío XII:
«Esta era la opinión enseñada por Bolgeni a principios del siglo XIX, y algunos canonistas le siguieron. Añadían, sin embargo, que los obispos sólo podían hacer uso de esa jurisdicción universal recibida directamente de Cristo en un Concilio. Esta opinión ya no es sostenible después de la declaración de Pío XII de que la jurisdicción de los obispos se recibe directamente del Papa»[169].
Con las pocas excepciones de los canonistas del siglo XIX antes mencionados, la doctrina de Bolgeni cayó en el olvido general. De ahí que Zubizarreta enseñe que todos los teólogos derivan la autoridad del concilio del Romano Pontífice. De hecho, parece haber sido a sus ojos menos controvertida que la cuestión del origen de la jurisdicción particular de los obispos individuales:
«Cualquiera sea el origen de la jurisdicción sobre sus respectivas iglesias, en un concilio ecuménico los obispos ejercen una jurisdicción recibida del Romano Pontífice, porque su autoridad se extiende a la Iglesia universal, autoridad que, según todos los teólogos, es comunicada únicamente por el Pastor Supremo»[170].
66. La jurisdicción del concilio ecuménico es comunicada a los obispos por el Romano Pontífice.
Tal es, contra Bolgeni, la opinión más común de los teólogos (la «opinión de todos», según Zubizarreta). De ahí que, además de los canonistas y teólogos antes mencionados, que han analizado y refutado explícitamente la doctrina de Bolgeni, podríamos mencionar además a todos los doctores y teólogos católicos que le han precedido, y que han enseñado, con el Papa Eugenio IV, que la autoridad del concilio ecuménico no viene directamente de Dios, sino que es comunicada a los obispos por el Romano Pontífice:
«Contra lo que todos los doctores católicos profesan y enseñan, pretenden que, una vez reunidos por la autoridad apostólica, los concilios generales no derivan ya su fuerza y poder de la Iglesia Romana. Niegan así, en términos equivalentes, que los concilios generales reciban su autoridad y fundamento del vicario de Cristo, negación que ningún hombre fiel y culto se había atrevido a hacer»[171].
Santo Tomás ha atribuido repetidamente al Romano Pontífice el origen de la autoridad de los concilios:
«Los Santos Padres reunidos en los Concilios no pueden definir nada si no es por la intervención de la autoridad del Romano Pontífice, sin la cual ni siquiera puede reunirse un concilio ecuménico»[172].
Para apoyar su nueva doctrina, Bolgeni (al igual que el Vaticano II) se refiere al hecho de que en el Evangelio Cristo concede autoridad no sólo a Pedro, sino también a todos los Apóstoles juntos. Santo Tomás ya había respondido a esta objeción:
«Aunque el poder de atar y desatar se da a los Apóstoles juntos, sin embargo, para que se signifique algún orden en este poder, primero se le dio a Pedro solo, para mostrar que este poder debe descender de él a los demás»[173].
Por lo tanto, es evidente que el poder de los obispos pertenece a la divina constitución de la Iglesia, establecida por Cristo. Sin embargo, su potestad les es comunicada por el Romano Pontífice, según esa misma institución divina. Esto es exactamente lo que el Papa Pío XII ha enseñado tan claramente:
Además –lo que del mismo modo ha sido establecido por disposición divina–… la potestad de jurisdicción, además, que al Sumo Pontífice es conferida directamente por derecho divino, proviene a los obispos del mismo derecho, pero solamente mediante el sucesor de San Pedro»[174].
Una investigación en colecciones teológicas como la Bibliotheca Maxima Pontificia de Rocaberti[175] revela cuán común es entre los teólogos la doctrina que atribuye explícitamente[176] al Romano Pontífice el origen de la autoridad de los concilios. Enumeremos estos autores:
Alvaro Pelagio OFM (1326), vol. III, p. 27; Amadeo Chiroli OSM (1671), vol. III, p. 392; Andrés Duval (1620), vol. III, p. 574; San Antonino OP de Florencia (1680), vol. IV, p. 110; Antonio Paulicio (1680), vol. IV, p. 435; Antonio Pérez OSB (1620), vol. IV, p. 723; Bautista Fragosi SJ (1658), vol. V, p. 143; Agustín Reding OSB (1692), vol. VII, p. 532; Cipriano Beneti OP (1512), vol. VII, p. 764; Dídaco Nugni OP (1601), vol. VIII, p. 264; Domingo Gravina OP (1601), vol. VIII, p. 878; Domingo Marchesi OP (1680), vol. IX, p. 784; Domingo de Santa Teresa OP (1580), vol. X, p. 207; Domingo de la Ssma. Trinidad OCD (1680), vol. X, p. 552; Eugenio Lombardo (1684), vol. XI, p. 431; Suárez SJ (1617), vol. XII, p. 614; Juan de Torquemada OP (1468), vol. XIII, p. 509; Thomassin, vol. XV, p. 499; Labat OP (1670), vol. XVIII, p. 55; Prieras OP (1523), vol. XIX, p. 260; Tomás Campeggi (1564), vol. XIX, p. 600; Tomás Stapleton (1598), vol. XX, p. 119; Vicente Ferré (1682), vol. XX, p. 440.
Nótese que estos autores están diciendo explícita y muy claramente que la autoridad del concilio ecuménico no viene directamente de Dios, sino del Romano Pontífice, que es el único que recibe la jurisdicción suprema y universal directamente de Dios. Estos teólogos defienden esta postura como la posición católica y ortodoxa, respondiendo detalladamente a las objeciones de los galicanos y conciliaristas. La discusión de la cuestión es bastante extensa, y está claro que la posición de Bolgeni no sólo fue ignorada, sino claramente contradicha por ellos. Basan su argumentación en la Sagrada Escritura y en el testimonio de los Padres, así como en argumentos teológicos tales como la imposibilidad y monstruosidad de tener dos cabezas supremas en la Iglesia. Estos autores dejan muy en claro que su posición es la única compatible con la doctrina católica.
Todos estos autores deben, por lo tanto, añadirse a la lista de adversarios de la novedad de Bolgeni, incluso antes de que fuera elaborada. Sin embargo, para comprender más claramente cuáles son los problemas de la posición de Bolgeni, veremos a continuación una refutación escrita por un autor más reciente.
67. Algunas aclaraciones sobre la jurisdicción universal del concilio ecuménico.
Antes de estudiar la refutación de la doctrina de Bolgeni por Wilmers en el párrafo siguiente, será útil dar algunas distinciones que los teólogos católicos enseñan sobre la jurisdicción de un concilio ecuménico.
Como hemos explicado, el Código de Derecho Canónico de 1917 reconoce la jurisdicción real de los obispos y prelados como lo que les da título para tomar parte en el concilio ecuménico. No considera que la sola consagración episcopal otorgue un derecho estricto a ser convocado al concilio.
No obstante, es cierto que la consagración episcopal, como hemos visto anteriormente, es una aptitud adecuada para el ejercicio de la jurisdicción. Es conveniente que a los obispos consagrados se les conceda el ejercicio de la jurisdicción, si es posible y bueno para la Iglesia.
Además, la jurisdicción ejercida por el concilio ecuménico no es, en la mente de los teólogos antes citados, una mera suma de todas las jurisdicciones particulares de los obispos de todo el mundo. Pues, en este caso, sería absolutamente imperativo que todas las diócesis estuvieran representadas por sus obispos, ya que, de lo contrario, los decretos del concilio no las vincularían. Por el contrario, la potestad del concilio ecuménico es una jurisdicción suprema y universal otorgada por el Papa al concilio para enseñar y regir a la Iglesia universal, incluso en las diócesis cuyos obispos no han podido acudir[177].
La jurisdicción particular de los obispos en sus respectivas diócesis no es, por lo tanto, la jurisdicción que se ejerce en el concilio. Sin embargo, esta jurisdicción particular es el título que les da derecho a estar presentes, porque el concilio ecuménico debe representar a la Iglesia universal, y las iglesias particulares están representadas por sus pastores legítimos[178].
Por otro lado, puesto que los obispos titulares, privados de jurisdicción, tienen, por medio de la consagración episcopal, una cierta reivindicación de aptitud para el ejercicio de la jurisdicción, tiene sentido que también sean llamados al concilio ecuménico, junto con los obispos con jurisdicción.
Así, por una parte, la convocatoria de los obispos residenciales que tienen jurisdicción sobre iglesias particulares es necesaria para tener una verdadera representación de la Iglesia universal. Y, por otra parte, es conveniente que al concilio sean convocados también los obispos titulares, ya que por la consagración episcopal tienen una cierta predisposición al ejercicio de la jurisdicción.
El Romano Pontífice es el único que puede convocar, presidir y confirmar los decretos de un concilio ecuménico. La jurisdicción del concilio es universal, en cuanto se extiende a toda la Iglesia, pero tiene un alcance limitado, ya que el Romano Pontífice sólo le otorga jurisdicción sobre la materia que le permite discutir y juzgar. La jurisdicción del concilio no es, pues, universal en su extensión, sino que depende totalmente de las determinaciones del Romano Pontífice en cuanto al objeto y al tiempo. Equiparar la jurisdicción universal del colegio episcopal a la jurisdicción suprema del Romano Pontífice es, por lo tanto, absurdo y contrario a la divina constitución de la Iglesia.
68. Refutación de Bolgeni por Wilmers: «Además de la jurisdicción que les da el Sumo Pontífice, los obispos no tienen ninguna otra jurisdicción universal que les haya sido dada por Cristo como miembros del colegio apostólico continuado a través de ellos».
Esta respuesta la tomamos directamente de la proposición 62 del De Christi Ecclesia de Wilmers[179]. Este autor responde extensamente a la posición de Bolgeni, y consideramos útil proporcionar aquí la refutación en su totalidad:
«Bolgeni (+1812) distingue en el obispo una doble jurisdicción, una particular en las diócesis particulares, que es conferida inmediatamente por el Papa, y otra universal, dada por la ordenación, es decir, por el sacramento del orden, mediante el cual se es admitido en el colegio de los Apóstoles, es decir, en el cuerpo episcopal. Dice, sin embargo, que esta jurisdicción universal no puede ser ejercida por un obispo sino cuando actúa como miembro del cuerpo episcopal reunido físicamente en un concilio, del mismo modo que un senador no tiene jurisdicción como tal sino cuando actúa como miembro de un colegio, aunque podría recibir otra potestad añadida a la de senador, a saber, cuando desempeña otra función además de la de senador. Esta doble potestad, que puede existir en el senador, es una imagen de la doble jurisdicción que se encuentra en el obispo.
Así, pues, Bolgeni no afirma que los obispos, considerados individualmente, tengan la jurisdicción universal de la que estaban dotados los Apóstoles. Enseña más bien que todo el cuerpo episcopal, junto con el Romano Pontífice, goza de jurisdicción universal e incluso suprema. La razón es que todo el cuerpo episcopal unido al Romano Pontífice sucede al colegio de los Apóstoles junto con San Pedro; en una palabra: el cuerpo episcopal como cuerpo sucede al colegio de los Apóstoles como colegio.
Del mismo modo, no afirma que la potestad suprema no pertenezca al Romano Pontífice, considerado aisladamente, sino que esta potestad suprema pertenece tanto al Romano Pontífice aisladamente como al colegio episcopal, al que el Romano Pontífice está unido.
Lo que enseña Bolgeni es aceptado también por algunos otros, particularmente por canonistas, como George Phillips.
No vamos a cuestionar aquí si los obispos como colegio suceden al colegio de los Apóstoles, pues ya hemos tratado su sucesión, que es restringida. La cuestión versa sobre el tipo de jurisdicción propuesta por los defensores de la teoría presentada; y parece que la existencia de esta jurisdicción debe ser negada.
Se demuestra 1. Por falta de fundamento. Los que atribuyen una sucesión ilimitada al colegio episcopal argumentan a partir del hecho de que, lo que Cristo dijo a los Apóstoles unidos a Pedro, se aplica a sus sucesores unidos al sucesor de Pedro. Sin embargo, como ya hemos demostrado, de la promesa de Cristo se sigue ciertamente que los obispos, sucesores de los Apóstoles, participan en la misión ejercida por los Apóstoles; se sigue igualmente, con la misma certeza, que Cristo estará con el colegio episcopal unido al Romano Pontífice tal como estuvo con el colegio de los Apóstoles; pero no se sigue que la misión de los obispos, distinta del Romano Pontífice, tenga el mismo alcance que tuvo la misión de los Apóstoles. Tampoco se deduce que Cristo estará con los obispos exactamente como estuvo con los Apóstoles. Una razón manifiesta demuestra más bien lo contrario. En efecto (a) En lo que se refiere a la extensión de la jurisdicción, ésta era más restringida en los discípulos y colaboradores de los Apóstoles, como atestigua la Sagrada Escritura. (b) Nada respalda la idea de que la aspiración e inspiración divinas dadas a los Apóstoles fueran dadas también a los discípulos y colaboradores. Pero si la promesa hecha a los Apóstoles no exige que la extensión del poder y el modo de asistencia o auxilio concedidos a los Apóstoles se concedan también a los obispos individualmente, se sigue que la misma promesa no exige que a su colegio se le conceda esa misma extensión y modo [de poder y auxilio]. Ciertamente, la promesa de Cristo debe ser verdadera; pero es verdadera si los obispos cuidan de apacentar el rebaño que se les ha confiado y si Dios está presente en ellos de tal modo que la Iglesia cumpla su fin. Apacientan los rebaños, aunque no reciban la jurisdicción de parte de Cristo, sino de su Vicario; y Dios se hace presente a ellos de tal manera que la Iglesia pueda cumplir su fin, si los preserva del error en la enseñanza cuando son instruidos por el Romano Pontífice, y están unidos a él por el poder que reciben del Sumo Pontífice.
[Se demuestra] 2. De la plenitud de la potestad propia del Papa. Si admitiéramos esta teoría, no estaría claro cómo el Romano Pontífice «tendría toda la plenitud de la potestad suprema (de jurisdicción)», concilio Vaticano, const. De eccl. cap. 3. No tiene toda la plenitud del poder si existe, además de su propio poder, otro que se extiende al gobierno de toda la Iglesia, y que no emana de su poder [papal], sino que es independiente de él en cuanto a su origen, aunque no sea independiente en su ejercicio. Si la jurisdicción de los obispos sobre toda la Iglesia no emana de la potestad del Sumo Pontífice, sino de la consagración, entonces es evidente que existe otra potestad, además de la potestad del primado, destinada a gobernar toda la Iglesia, que no tiene su origen en la potestad del Papa y por lo tanto se añade a ella. El Papa tendría, en efecto, como cabeza, la «mayor parte», pero no toda la plenitud de la potestad suprema[180]. Pues una potestad suprema a la que se añade otra potestad que no tiene su origen en la potestad de la cabeza, sino en otra parte, no es plena. La Iglesia no sería una monarquía, sino una monarquía atemperada por una aristocracia, no en el sentido de que además del pastor supremo haya otros pastores que apacienten a sus respectivos rebaños por un poder derivado [de la cabeza], sino en cuanto que el poder supremo no reside en un sujeto, sino en uno y también en el colegio agregado a él. Se constituiría un doble primado o una doble potestad suprema: una, propia sólo del Sumo Pontífice; otra, común al Sumo Pontífice y al colegio episcopal, y de tal manera que la potestad de los obispos no dimanaría de la potestad del Sumo Pontífice, sino de la potestad de orden.
[Se demuestra] 3. Del derecho a asistir a los concilios. Esta teoría presenta dificultades con respecto a quienes gozan del derecho a asistir a los concilios ecuménicos. Puesto que en estos concilios se prescriben leyes para toda la Iglesia, la jurisdicción que en ellos se ejerce es universal. Del principio de esta teoría se seguiría que (a) todos los que poseen carácter episcopal tienen derecho a ser llamados a los concilios y a asistir a ellos, ejerzan o no de hecho jurisdicción episcopal[181]. Bolgeni lo admitió abiertamente, L’Analisi n. 47. Pero los teólogos niegan que el derecho a acudir al concilio esté constituido por la mera ordenación episcopal. Afirman que los que son consagrados sin que se les conceda ningún ejercicio de jurisdicción, no tienen que ser necesariamente convocados; (b) el derecho a asistir al concilio y a emitir un voto no podría ser concedido a quienes no tienen el carácter episcopal, aunque ejerzan una jurisdicción particular[182]. En efecto, según esta opinión, el concilio ecuménico es el cuerpo episcopal dotado de jurisdicción universal; pero esta jurisdicción universal se supone en virtud del carácter episcopal, y sólo por éste; por lo tanto, todo aquel que no tenga el carácter está necesariamente privado del derecho a tomar parte en el concilio. Pero sabemos que asistir y emitir voto en el concilio se concede incluso a sacerdotes, por ejemplo, Cardenales, abades y superiores de regulares, en virtud del título de la jurisdicción particular que ejercen. ¿Con qué derecho? Bolgeni afirma que son admitidos por privilegio, n. 47. De esta manera, afirma implícitamente que el derecho a asistir al concilio y a emitir voto puede obtenerse por otro título que no sea la consagración.
[Se demuestra] 4. De la inconstancia de esta teoría. Lo que se afirma sobre el modo en que se adquiere esta jurisdicción universal es superfluo y no concuerda con la comunicación de la jurisdicción en uso en la Iglesia. Bolgeni enseña que la jurisdicción particular la da el Sumo Pontífice, mientras que la jurisdicción universal la da el sacramento del orden. Pero si la jurisdicción particular puede ser dada por el Sumo Pontífice, también puede serlo la jurisdicción universal, que debe distinguirse siempre de la potestad suprema. Y, de hecho, el Papa concede a los metropolitanos una jurisdicción que se extiende más allá de sus rebaños particulares, sobre los rebaños de otros obispos. También se concede una jurisdicción mucho más amplia a los Patriarcas y a los legados. En efecto, a veces se concede jurisdicción universal a los sacerdotes que el Romano Pontífice manda que participen en los concilios como legados suyos, y a los que dota de la autoridad de promulgar leyes junto con los obispos. Por lo tanto, también puede conceder a los obispos reunidos en concilio una jurisdicción que se extienda a todos los fieles, además de la jurisdicción particular que tienen [sobre sus rebaños particulares]. Pero si el Papa puede otorgar tal jurisdicción, no hay razón para inventar [la teoría] de que la otorga el sacramento del orden.
Bolgeni recurre al ejemplo de la doble potestad que puede disfrutar el senador en una república: ejerce una como senador y otra como ciudadano y súbdito. Pero esta comparación muestra que hay algo siniestro en toda esta teoría. En efecto, por su potestad senatorial, el senador concurre a constituir el poder supremo de la república. ¿Quién se atrevería a decir que por esta jurisdicción recibida de algún modo los obispos concurren a constituir el primado de la Iglesia?»[183].
69. Comentario y aplicaciones al Vaticano II.
Wilmers argumenta que lógicamente habría dos plenos poderes independientes en su origen. Esta objeción no ha recibido ninguna respuesta satisfactoria ni de Bolgeni ni del Vaticano II. Lógicamente, en efecto, si la potestad suprema del colegio episcopal tiene su origen en la consagración episcopal, se deduce que no emana de la potestad suprema del Romano Pontífice. Si esto es cierto, argumenta Wilmers, entonces el Romano Pontífice no tiene la plenitud de la potestad suprema, contradiciendo así el dogma del primado definido por el Concilio Vaticano de 1870.
La única salida posible es defender la identidad de este poder supremo, que es lo que de hecho sostiene el Vaticano II, en un esfuerzo por fingir fidelidad a la definición del Concilio Vaticano de 1870. De ahí que responden que estos dos poderes supremos son uno. Sin embargo, si esto fuera cierto, entonces uno fluiría del otro. Lógicamente, o bien la jurisdicción universal del colegio procede del Romano Pontífice, o bien la jurisdicción universal del Romano Pontífice procede, de algún modo, de la del colegio. Pero la misma potestad suprema no puede proceder de Dios desde dos orígenes distintos.
La primera opción (que el poder del colegio fluye del Romano Pontífice) es negada por el Vaticano II, por el mismo hecho de que dice que el colegio episcopal está dotado del poder supremo en virtud de la consagración episcopal, y no por una concesión del Romano Pontífice.
Entonces la única conclusión lógica es que el poder supremo del Papa fluye o emana de alguna manera del poder supremo del colegio. La potestad suprema del Papa es la misma potestad suprema del colegio, que surge de la consagración episcopal. Si el Papa posee y ejerce personalmente esta potestad suprema, entonces es evidente que sigue siendo la potestad suprema del colegio, y que la ejerce en cuanto cabeza del colegio episcopal. El poder supremo del Papa, lógicamente, no es tanto un poder personal como sucesor de San Pedro, independientemente de los otros obispos, sino que el poder supremo del Papa, en este sistema, fluye del hecho de ser la cabeza del colegio episcopal. El poder supremo del colegio tiene prioridad de origen sobre el poder del Papa.
Un comentario popular sobre los textos del Vaticano II sigue la misma lógica y acaba concluyendo lo siguiente:
«Jurídicamente hablando, sólo hay un titular del poder supremo: el colegio constituido bajo el Papa como su cabeza primacial. Esto no excluye, sino que implica, que el Papa por su parte pueda actuar «solo» como primado, ya que en tal actuación no necesita valerse de un acto colegial regularmente constituido en sentido estricto. Pero, aun así, siempre actúa como cabeza del colegio, ya que esto no significa que tenga que ser legalmente delegado y nombrado para tal acto por los demás obispos. Ya hemos indicado que toda acción primacial del Papa contiene de facto una referencia al colegio en su conjunto. Ya hemos señalado que, según el proyecto redactado antes del Concilio, el Papa imparte el magisterio infalible como “pastor y maestro de toda la Iglesia y cabeza del colegio episcopal” (n. 30). Recordemos, por último, que la autoridad del Papa es, en última instancia, una y no puede concebirse como constituida por elementos dispares[184]. Por lo tanto, si hace pleno uso de su poder como cabeza visible de la Iglesia, actúa a la vez como cabeza del colegio, sin el cual la Iglesia es impensable. Este punto de vista es perfectamente conciliable con la Constitución y la nota explicativa praevia (cf. O. Semmelroth, A. Grillmeier, M. Löhrer). Decir que el Papa también puede actuar «solo» únicamente excluye la necesidad de un acto estrictamente colegial de los obispos, pero no el hecho de que actúe precisamente como cabeza del colegio cuando decide algo “solo”.
Actuar “solo” no significa actuar como “persona privada”, sino como cabeza visible de la Iglesia, cosa que el Papa es sólo cuando es miembro de la Iglesia, viviendo de su Espíritu y de la institución en su conjunto. Si tiene que actuar como cabeza visible de la Iglesia, entonces tiene que actuar como cabeza del colegio. Por lo tanto, la colegialidad poseedora de la potestad suprema en la Iglesia es estrictamente una, pero tiene dos modos de actuación, en consonancia con su estructura intrínseca: a través del Papa “solo” como cabeza primacial, y a través del colegio actuando estrictamente como tal»[185].
Pensamos que esta interpretación es, en efecto, perfectamente conforme a la enseñanza de la Lumen gentium. Obviamente, contradice directamente el dogma del primado del Romano Pontífice.
Ante las repetidas afirmaciones del Vaticano II que pretendía ser fiel a este dogma, muchos han creído que el Vaticano II quería efectivamente preservarlo. Pero como el propio texto sostiene que el colegio episcopal posee la suprema autoridad de la Iglesia en virtud de la consagración episcopal, y por lo tanto de un origen independiente del primado divinamente instituido del Romano Pontífice, habría que concluir lógicamente la existencia de dos poderes universales y supremos en la Iglesia, ya que son distintos en su origen. O eso parece. En realidad, se trataba de una interpretación benigna, ya que presuponía que el Vaticano II no pretendía tocar el primado del Romano Pontífice, primado de suprema jurisdicción, que procede directamente de Dios, según la fe católica.
Pero, puesto que, por una parte, se ha negado repetidamente que estos poderes sean dos poderes distintos, y se ha afirmado repetidamente que son un único poder supremo y universal; y puesto que, por otra parte, el Vaticano II enseña que se origina en la consagración episcopal, se sigue lógicamente que el poder del Romano Pontífice es ese mismo poder universal del colegio, emanado de la consagración episcopal, que, por institución divina, podría ser ejercido por el Papa actuando «solo», en el sentido dado anteriormente por Rahner.
Si, en efecto, según este nuevo sistema, la potestad de jurisdicción, ya sea universal o particular, se confiere al menos en lo fundamental a los obispos mediante la consagración, no hay razón para creer que sería diferente para el Romano Pontífice. Y los cambios hechos al Código de 1983 ciertamente argumentan en este sentido, ya que el Romano Pontífice ahora debe ser consagrado obispo antes de poder ser Papa[186].
La autoridad suprema del Papa es por derecho divino, según el Vaticano II, el poder que Dios concede al colegio episcopal en su conjunto. El Papa, puesto que está divinamente constituido como cabeza de este colegio, goza de este poder supremo y puede ejercerlo solo.
Tales son, en efecto, las implicaciones lógicas de la Lumen Gentium, y tal es la interpretación que le dan teólogos de muy buena reputación, aprobados y honrados por la jerarquía oficial.
Esta descripción de un cuerpo soberano de obispos cuya autoridad es ejercida por su cabeza mientras permanece en el cuerpo como un todo, difiere poco de la herejía del pueblo soberano que se encuentra en las democracias modernas. El cuerpo episcopal es un cuerpo soberano cuya soberanía es ejercida por su gobernante (el Papa) aunque permanece intacta en el cuerpo soberano de los obispos; del mismo modo que, según la democracia moderna, el pueblo tiene la soberanía suprema, aunque esa soberanía, si bien permanece en el pueblo, suele ser ejercida por un gobernante, en nombre del pueblo.
70. Un nuevo rechazo de la teoría de Bolgeni.
La teoría de Bolgeni es una novedad, contradicha por la mayoría de los teólogos, y es ajena a la divina constitución de la Iglesia.
La novedad de Bolgeni, sin embargo, no es contradicha y refutada sólo por teólogos y canonistas, sino que también es contradicha por la enseñanza del magisterio. El mismo Papa Pío XII ignoró completamente la enseñanza de Bolgeni y, de hecho, la negó cuando enseñó que, por institución divina, la jurisdicción viene al Romano Pontífice inmediatamente de Dios, mientras que viene a los obispos a través del Romano Pontífice. No dio ninguna excepción, y el contexto deja en claro que no debe admitirse ninguna excepción, ni siquiera la noción de Bolgeni de jurisdicción universal.
El silencio absoluto del magisterio de la Iglesia sobre tal noción durante casi dos mil años, es más, su rechazo directo, es una señal segura de que esta noción no debe ser admitida. Pues es imposible que la Iglesia haya ignorado lo que sería un aspecto tan importante de su constitución, y que durante toda su historia haya actuado de forma contraria a ella, y haya establecido leyes que contradicen su divina constitución.
Debemos concluir que la jurisdicción universal defendida por Bolgeni, y en cierto modo reciclada en la doctrina de la colegialidad del Vaticano II, no puede conciliarse con la divina constitución de la Iglesia tal como nos ha sido presentada por el magisterio, sobre todo teniendo en cuenta la precisión cada vez mayor que se le ha dado desde hace dos siglos.
Así, pues, la cuestión del origen de la jurisdicción de los obispos podría haber estado todavía algo abierta a discusión en 1870, pero ahora ha sido resuelta definitivamente por el Papa Pío XII.
ARTÍCULO DÉCIMO
CÓMO LA COLEGIALIDAD ABRE DE PAR EN PAR LA PUERTA AL MODERNISMO
71. Consideremos la colegialidad como una herramienta para el Modernismo, y veamos las impzlicaciones que puede contener.
En la introducción a su De Ente et Essentia, Santo Tomás señala que «un pequeño error al principio conduce a uno grande al final». Así, un pequeño cambio de doctrina es siempre el principio de consecuencias nefastas.
Aunque hasta ahora hemos considerado la doctrina de la colegialidad con una mentalidad católica, los motivos de la implantación de tal novedad pueden resultar aún obscuros para el lector. ¿Por qué se hizo tanto esfuerzo para establecer la doctrina de la colegialidad?
La lectura de la literatura teológica popular de los años posteriores al Concilio Vaticano II es reveladora. La colegialidad tiene el potencial de muchas aplicaciones modernistas y ecuménicas. No todos sacarán estas aplicaciones, pero no se puede negar que son hechas por prominentes teólogos modernistas, y son toleradas, e incluso aplicadas en mayor o menor medida, por los «Papas del Vaticano II». Daremos aquí una rápida visión de estas aplicaciones.
72. La colegialidad es, en manos de los modernistas, la herramienta necesaria para relativizar el dogma del primado definido por el Concilio Vaticano I.
Dado que el primado de la jurisdicción suprema y plena del Romano Pontífice ha sido definido como dogma de fe, el «mayor obstáculo para el ecumenismo»[187] tuvo que ser tratado de manera indirecta. Esto se logró mediante la doctrina de la colegialidad. La autoridad suprema del Romano Pontífice es rechazada tanto por cismáticos como por herejes de todo tipo, por razones obvias. Todos ellos, sin embargo, aceptarían la noción de una autoridad dada por Cristo a la Iglesia. La doctrina católica enseña que toda autoridad en la Iglesia pasa por el sucesor de San Pedro. La colegialidad invierte este orden al sostener que la autoridad que se encuentra en el sucesor de San Pedro no es otra que la autoridad dada inmediatamente a la Iglesia universal en el colegio episcopal. De esta manera, en lugar de considerar la autoridad del colegio episcopal como una extensión y participación del poder del Papa, la colegialidad hace del Papa una especie de encarnación del poder del colegio episcopal[188].
Bastará entonces con atribuir esta autoridad suprema a la consagración episcopal, que puede encontrarse fuera de la Iglesia Católica, para construir una forma de incluir de algún modo a los obispos cismáticos[189]. Otros modernistas pondrán en duda la naturaleza del carácter del orden sagrado para construir una forma de incluir a los protestantes[190]. Poco a poco, se construye todo un sistema teológico para presentar la autoridad del Romano Pontífice como una mera encarnación de la autoridad de la Iglesia universal. Se alude entonces al principio de que el Papa, en el ejercicio de su suprema potestad, está obligado a seguir la divina constitución de la Iglesia[191] (que es un principio verdadero, pero que obviamente puede acarrear muchos problemas cuando la misma constitución ha sido completamente trastocada), y se llega poco a poco a un sistema que es un extraño intento de conciliar la definición de Pastor Aeternus con el reconocimiento de valor eclesiológico a las sectas heréticas y cismáticas que niegan abiertamente el primado. El papado se convierte en un mero «servicio de unidad» en la «Iglesia de Cristo».
73. Las nociones tradicionales de potestad de orden y potestad de jurisdicción pueden ser ignoradas y abandonadas tranquilamente.
La triple misión de la Iglesia de enseñar, gobernar y santificar fue dada a los Apóstoles con la autoridad y capacidad espiritual para llevarla a cabo. La autoridad para gobernar, enseñar y regular la administración de los sacramentos se denomina tradicionalmente potestad de jurisdicción, mientras que el poder espiritual para administrar los sacramentos se denomina tradicionalmente potestad de orden. Como hemos visto, la potestad de orden se otorga a través de la recepción del sacramento del orden, mientras que la potestad de jurisdicción se obtiene directamente del Romano Pontífice (quien, a su vez, lo recibe directamente de Dios).
Esta descripción clásica del poder de la Iglesia es un obstáculo evidente para el ecumenismo, porque según este modelo la jurisdicción es propiedad exclusiva de la Iglesia Católica, y es comunicada por el Romano Pontífice. Cualquiera que esté en cisma o herejía, o de cualquier otra manera separado de esta comunicación de jurisdicción que viene de la Sede Romana, es reconocido inmediatamente como destituido de autoridad para gobernar, enseñar y santificar. No tiene misión de Cristo, ni autoridad para cumplirla en ningún caso.
Cualquier ejercicio de la potestad de orden fuera y en contra de las disposiciones establecidas por la autoridad de la Iglesia Católica es automáticamente tachado de ilícito y pecaminoso.
Los modernistas se han esforzado mucho en presentar esta distinción clásica de orden y jurisdicción como una construcción de la Iglesia Occidental de la Edad Media[192].
Por el contrario, al asignar la triple función de enseñar, regir y santificar directamente a la consagración episcopal, el Vaticano II se compromete lógicamente a reconocer la presencia de la triple misión y función en obispos que no están «en plena comunión» con la Iglesia Católica. La negativa explícita del Vaticano II, en la nota explicativa praevia, a determinar si es o no válido y lícito el ejercicio del triple munus episcopal fuera de la Iglesia Católica, deja la puerta abierta de par en par a las aplicaciones modernistas de la «teología de la comunión», que está en la base de la doctrina de la colegialidad. El propio magisterio posterior al Vaticano II ha aceptado la noción de «realizaciones parciales» de la colegialidad (que ha denominado colegialidad afectiva).
En consecuencia, la doctrina de la colegialidad conduce inevitablemente a reconocer cierta validez a la jerarquía de las Iglesias cismáticas, no sólo en lo que se refiere a la potestad de orden, sino también en lo que tradicionalmente se llamaba potestad de jurisdicción. Esto equivale a reconocer algún valor eclesiológico a estas falsas iglesias precisamente en cuanto están organizadas como iglesias, lo cual es ajeno a la fe católica, pero explícitamente avalado por el Vaticano II. Si la «teología de la comunión» es la base de la colegialidad, es evidente que la colegialidad es, a su vez, condición necesaria para esta «teología de la comunión».
74. La noción de «sucesión apostólica» se ve modificada por la colegialidad.
El abandono de la jurisdicción como factor principal de la sucesión apostólica es quizá el cambio más importante introducido por la colegialidad. En palabras del propio Hans Küng:
«No se puede pasar por alto que la razón principal de la ausencia de intercomunión entre los cristianos reside en la cuestión de la sucesión apostólica…
Ha habido demasiados teólogos que han hecho depender la aplicación del término “Iglesia” a una comunidad particular a la validez de la sucesión apostólica…
Tal vez sea posible desligarlo de la estrechez jurídica y clerical que a lo largo de los años ha restringido su significado, en parte por el uso polémico y cada vez más exclusivo que se ha hecho del término»[193].
Todo el número de la revista popular del que se tomaron estas palabras (Concilium, vol. 4, n. 4, abril de 1968) no es más que un gigantesco esfuerzo de los modernistas por derribar la noción católica de sucesión apostólica. Gracias al Vaticano II, la sucesión apostólica ya no está ligada a la potestad de jurisdicción. Si está ligada a la consagración episcopal, debe ser admitida en las iglesias cismáticas. Un poco de historicismo modernista mostrará que la sucesión apostólica es primero algo que se aplica a toda la Iglesia (p. 20), sin referencia clara a ninguna jerarquía. También se puede mencionar una sucesión apostólica de los profetas, distinta de la sucesión en la jerarquía (p. 28). Basta entonces recurrir a la teología de la «Iglesia como sacramento esencial» y del «ministerio como servicio» (p. 43), para que los esforzados colaboradores modernistas de esta revista relativicen la institución divina del orden episcopal, para encontrar de algún modo la apostolicidad en la fe e incluso en el ministerio de las sectas protestantes (p. 49). Se acaba reconociendo la apostolicidad (y validez) de las órdenes anglicanas (p. 72), recurriendo incluso a la opinión de cismáticos «apostólicos» (p. 77) para confirmarlo.
Cuando uno termina de leer este número de Concilium, ya no sabe lo que significa realmente la sucesión apostólica, pero sabe con certeza que de alguna manera se encuentra en todas las sectas que dicen ser «cristianas». Todo esto lo ha permitido el cambio introducido por la colegialidad del Vaticano II en la noción de sucesión apostólica.
75. La colegialidad lleva a la sinodalidad.
Si el Romano Pontífice no es más que la encarnación de la autoridad inmediatamente conferida por Dios al colegio episcopal, no hace falta mucho para afirmar, a su vez, que el poder del obispo en su diócesis es el poder que se encuentra en el colegio de los presbíteros, autoridad que se encuentra a su vez en el conjunto de la Iglesia. Todo esto, un modernista podría defenderlo fácilmente dando mil garantías de que nunca niega el primado del Romano Pontífice en la Iglesia universal ni el poder ordinario del obispo en su diócesis.
En el orden práctico, sin embargo, las cosas cambian sensiblemente para reflejar una forma democrática de gobierno en la que el pueblo es el soberano poseedor del poder y misión de la Iglesia. Se establecen comités en todos los niveles, las parroquias son gobernadas por consejos parroquiales, las conferencias y sínodos de obispos gobiernan la Iglesia a nivel nacional e internacional, la Iglesia que aprende se convierte en la norma de la Iglesia que enseña, la cual está obligada a «escuchar» al Espíritu Santo que inspira y guía a la Iglesia en su conjunto, mientras que, según la doctrina católica, el Espíritu Santo asiste a la jerarquía de la Iglesia y hace que la Iglesia que aprende siga fielmente la guía de la Iglesia que enseña.
La colegialidad, al invertir la comunicación del poder supremo del colegio episcopal al Papa (en lugar de lo contrario), trastoca la divina constitución de la Iglesia, y allana el camino a la aplicación del mismo principio a toda la Iglesia. Esto es la sinodalidad.
La doctrina católica enseña que la fe debe ser enseñada desde arriba, por la autoridad divinamente constituida de la Iglesia. Fundamentalmente, la sinodalidad afirma que la fe ha de aprenderse de la inspiración de la Iglesia en su conjunto y de la experiencia de los creyentes. Con esta doctrina, hemos vuelto completamente al inmanentismo religioso del Modernismo, descrito y condenado por San Pío X en su encíclica Pascendi (1907).
ARTÍCULO UNDÉCIMO
CONCLUSIÓN
76. El Derecho Canónico se actualiza para reflejar la colegialidad.
Presentemos aquí un resumen de las diferentes partes de este capítulo sobre la colegialidad.
Un nuevo Código de Derecho Canónico fue publicado por Juan Pablo II el 25 de enero de 1983, en el día del aniversario en que Juan XXIII, veinticuatro años antes, había pedido la convocatoria del Vaticano II, así como la promulgación de un nuevo Código de Derecho Canónico.
El propio Juan Pablo II explica que tanto el Vaticano II como el nuevo Código de Derecho Canónico proceden de la misma previsión e intención de Juan XXIII.
La reforma del Derecho Canónico era necesaria, explica Juan Pablo II, para poner en práctica los cambios del Vaticano II, entre los que se encuentra la colegialidad. De hecho, se nos dice que la colegialidad «afecta a la esencia misma de las leyes que han sido elaboradas»[194]. También se nos garantiza que «este nuevo Código puede ser visto como un gran esfuerzo para traducir la enseñanza eclesiológica conciliar en términos canónicos»[195].
La conclusión obvia es que las disposiciones canónicas anteriores no estaban en conformidad con la eclesiología conciliar. Hubo que hacer cambios, y estos cambios son substanciales.
77. La colegialidad afecta a la pertenencia al concilio ecuménico.
Mientras que el Código de Derecho Canónico de 1917 reconocía el derecho a participar en un concilio ecuménico basándose en el principio de jurisdicción, el Código de 1983 lo invirtió para utilizar como criterio la consagración episcopal.
Anteriormente (es decir, según la práctica y el derecho tradicional), no era necesario ser consagrado obispo para participar en un concilio. Los abades que ejercían su jurisdicción independientemente de cualquier obispo aparte del Romano Pontífice, por ejemplo, figuraban como miembros del concilio ecuménico en el Código de 1917. Los obispos titulares, privados de jurisdicción, no eran reconocidos como miembros necesarios, aunque se decía que era conveniente convocarlos también.
Según el nuevo Código de 1983, y de conformidad con el Vaticano II, todos los obispos consagrados, y sólo los consagrados, son miembros del concilio ecuménico. El ejercicio efectivo de la jurisdicción sobre un rebaño particular ya no tiene ninguna relevancia.
Este cambio se hizo necesario por la doctrina de la colegialidad, ya que no sólo la pertenencia al concilio ecuménico, sino la propia noción de sucesión apostólica ha pasado de una consideración primaria de jurisdicción efectiva a centrarse únicamente en la consagración episcopal.
78. La colegialidad afecta a la pertenencia al colegio episcopal.
Según la doctrina tradicional, si bien existe una verdadera sucesión apostólica de la potestad de orden, que desciende de los Apóstoles hasta los sacerdotes y obispos actuales a través de una línea ininterrumpida de consagraciones y ordenaciones, sin embargo, cuando se habla de sucesión apostólica del Romano Pontífice y de los obispos, se hace referencia a la sucesión en la potestad de jurisdicción para gobernar la Iglesia.
Por lo tanto, no se dice que el Papa es sucesor de San Pedro porque deriva su consagración episcopal de una línea de obispos que se remonta a San Pedro, sino porque le sucedió en la sede episcopal de Pedro, la Sede Romana. Así, el Papa es sucesor de San Pedro, aunque haya sido consagrado obispo por una línea de orden que se remonta a otro Apóstol distinto de San Pedro, e incluso antes de ser consagrado obispo, si no lo era ya.
Del mismo modo, los obispos católicos son sucesores de los Apóstoles, no sólo porque su potestad episcopal de orden se remonta a los Apóstoles, sino porque suceden a los Apóstoles en el apacentamiento del rebaño que les ha sido confiado, mediante el ejercicio de la potestad ordinaria de pastor legítimo.
Sin embargo, los obispos católicos no suceden individualmente a ningún Apóstol en particular (como el Papa sucede a San Pedro), sino que todo el episcopado católico sucede al colegio de los Apóstoles en el oficio de pastores divinamente instituidos en la Iglesia.
Los obispos católicos suceden a los Apóstoles en la potestad ordinaria de apacentar el rebaño que les ha sido confiado, y no en las prerrogativas extraordinarias propias sólo de los Apóstoles. Así, mientras los Apóstoles gozaban de una cierta jurisdicción universal extraordinaria para fundar y regir iglesias en todo el mundo, y eran todos individualmente infalibles en la fe, los obispos, en cambio, sólo están dotados de la potestad ordinaria de apacentar el rebaño que les ha sido confiado.
El Código de 1917 enseña así:
«Los obispos son sucesores de los Apóstoles y por institución divina son colocados sobre iglesias específicas que gobiernan con potestad ordinaria bajo la autoridad del Romano Pontífice»[196].
Por el contrario, el Vaticano II desdibujó la distinción entre potestad de orden y potestad de jurisdicción, de modo que la sucesión apostólica se obtiene por la mera consagración episcopal, por la cual se pasa a ser miembro del colegio episcopal, sujeto de potestad universal y suprema sobre toda la Iglesia.
79. La colegialidad trastoca las nociones de orden y jurisdicción.
La doctrina católica enseña muy claramente la distinción entre la potestad de orden y la potestad de jurisdicción. Son diferentes en naturaleza, ejercicio y origen.
En 1954, el Papa Pío XII enseñó lo siguiente:
«La constitución de la Iglesia, su gobierno y su disciplina; las cuales cosas, todas dependen ciertamente de la voluntad de Jesucristo, fundador de la Iglesia. En virtud de esa divina voluntad los fieles se dividen en dos clases: clero y seglares; en virtud de la misma voluntad está constituida la doble jerarquía sagrada, o sea de orden y de jurisdicción. Además –lo que del mismo modo ha sido establecido por disposición divina– a la potestad de orden (en virtud de la cual la Jerarquía eclesiástica se halla compuesta de obispos, sacerdotes y ministros) se accede recibiendo el sacramento del orden sagrado; la potestad de jurisdicción, además, que al Sumo Pontífice es conferida directamente por derecho divino, proviene a los obispos del mismo derecho, pero solamente mediante el sucesor de San Pedro, al cual no solamente los simples fieles, sino también todos los obispos deben estar constantemente sujetos y ligados con el homenaje de la obediencia y con el vínculo de la unidad»[197].
En realidad, el Vaticano II ignora y se abstrae de la distinción tradicional con el fin de establecer una nueva. El orden del episcopado, tal como fue establecido por Cristo en la Iglesia, ya no se distingue según el orden y la jurisdicción. Más bien, se dice que la consagración episcopal es «una participación ontológica» en las funciones de los obispos, mientras que la «determinación canónica» otorga una potestad «expedita para el ejercicio». Esto significa que la consagración episcopal convierte a alguien en obispo, con las tres funciones que conlleva: enseñar, gobernar y santificar. Sin embargo, se supone que no debe ejercerlas sin una determinación canónica.
Para entender por qué se hizo este cambio, y cuáles son sus consecuencias, es importante que el lector sepa que la distinción tradicional entre jerarquía de orden y jerarquía de jurisdicción es comúnmente rechazada por los teólogos modernos, o al menos presentada como una «elaboración medieval» y «poco teológica»[198].
Por lo tanto, lo que hace la consagración episcopal no es conferir la potestad de orden (tal como se entiende tradicionalmente), sino el hecho de que un individuo es establecido públicamente en el rango de los obispos, en la Iglesia, y consagrado a este oficio. Por lo tanto, no hay que pensar que este individuo recibe ningún «poder mágico», explican los modernistas, sino que ha sido dotado públicamente de las «funciones» propias del orden episcopal.
La inferencia lógica es que la consagración episcopal, según el Vaticano II, no da, en sí misma, la potestad de orden, como tampoco da la potestad de jurisdicción, si se aplicaran los términos tradicionales.
Esto contradice directamente la doctrina católica presentada por el magisterio de la Iglesia en tantas ocasiones, y propuesta a la Iglesia como establecida por voluntad divina (perteneciente, por lo tanto, al depósito de la fe).
Sin embargo, concuerda claramente con la doctrina modernista sobre el «ministerio», que niega cualquier «poder mágico» personal y, en cambio, cree que la ordenación consiste en convertirse en miembro de un rango eclesiástico destinado a determinadas funciones.
Como consecuencia, un nuevo rito de consagración episcopal fue promulgado por Pablo VI en 1968. Su fórmula esencial ya no expresa unívocamente la atribución de la potestad de orden, puesto que esta noción ha sido abandonada y reemplazada por una nueva noción del ministerio episcopal. Falta, por lo tanto, un requisito esencial para una consagración episcopal válida, tal como fue determinada por el Papa Pío XII, y el nuevo rito debe ser rechazado como inválido.
80. Colegialidad y primado.
En contra de la práctica anterior y de la enseñanza explícita de la Iglesia, el Código de Derecho Canónico de 1983 exige ahora la consagración episcopal antes de poder ser obispo diocesano.
Del mismo modo, la consagración episcopal se hace necesaria antes de ser Papa. Esto es así porque, según la nueva doctrina de la colegialidad, uno no es sucesor de los Apóstoles (obispo), ni siquiera sucesor de San Pedro (Papa), a menos que esté consagrado, ya que se dice que todas las funciones propias del episcopado se reciben mediante la consagración episcopal.
Esto significa también que las funciones de enseñar, gobernar y santificar a la Iglesia están presentes en el clero cismático que tiene órdenes válidas. De ahí que la colegialidad allane el camino al ecumenismo, ya que apoya lógicamente la doctrina según la cual las falsas iglesias tienen una verdadera jerarquía interna, a la que se confía el cuidado del rebaño.
81. La colegialidad del Vaticano II no se encuentra en la enseñanza tradicional de la Iglesia y de los teólogos católicos.
Hemos explicado cómo el Papa Pío XII, al mismo tiempo que llamaba a los obispos a preocuparse por el bien común de la Iglesia universal, no reconocía en modo alguno una especie de jurisdicción universal de dichos obispos en todo el mundo.
También hemos mostrado cómo el Cardenal Billot y otros teólogos conceden al colegio episcopal el poder supremo de la Iglesia, en cuanto les es dado por el Romano Pontífice, y no directamente por Dios, por mera consagración episcopal.
El hecho de que el Concilio Vaticano I convocara a todos los obispos católicos a participar en el concilio ecuménico no es un precedente de la colegialidad del Vaticano II. El Concilio se negó deliberadamente a determinar el origen de la jurisdicción de los obispos. Desde entonces, el Papa Pío XII ha determinado que la jurisdicción de los obispos les viene del Romano Pontífice. Esto, dijo el Papa Pío XII, pertenece a la divina constitución de la Iglesia.
82. La doctrina de Bolgeni no es aceptable.
Muchos han considerado la doctrina de Bolgeni como un precedente de la colegialidad del Vaticano II. Esto ni siquiera es cierto, ya que defendió firmemente la distinción entre orden y jurisdicción, distinción abandonada a propósito por la colegialidad del Vaticano II.
Además, la doctrina de Bolgeni ha sido reconocida con unanimidad moral como una novedad peligrosa, contraria a la enseñanza tradicional de la Iglesia y de los teólogos. Después del Papa Pío XII, ciertamente ya no es defendible por parte de ningún católico.
83. La colegialidad abre la puerta a un modernismo en toda regla.
En la última parte de este capítulo, hemos mostrado cómo la colegialidad ha sido utilizada como herramienta para relativizar el primado del Romano Pontífice y para abandonar silenciosamente la distinción tradicional entre orden y jurisdicción. Esto permite cambiar la noción de sucesión apostólica, que ahora puede reconocerse fuera de la Iglesia Católica. La colegialidad conduce, pues, al ecumenismo. También conduce a la sinodalidad, ya que, al introducir una nueva noción de ministerio eclesiástico, trastoca todo el papel de la jerarquía católica.
[1] El original latino dice «ratio novitatis». Conviene recordar que novitas significa novedad. Y, en efecto, hay que convenir con Juan Pablo II en que la eclesiología del Vaticano II y del Código de 1983 es una novedad. Sostiene, por supuesto, que esta «ratio novitatis» no representa una ruptura substancial con la tradición de la Iglesia. Veremos si es cierto. Es interesante observar que la página oficial del Vaticano traduce, no obstante, «ratio novitatis» por «novedad fundamental».
[2] Estas son las palabras de una respuesta emitida por la Congregación para la Doctrina de la Fe, en abril de 2006.
[3] Lumen Gentium, n. 21. ︎
[4] Lumen Gentium, n. 22.
[5] Ibid.
[6] Nota praevia explicativa, n. 3. ︎
[7] Ibid., n. 3.
[8] Ibid., n. 4.
[9] Sería interesante, y muy revelador, por ejemplo, presentar el sentido que dan a esta doctrina de la colegialidad Ratzinger y Congar, dos destacados teólogos en el origen mismo de esta novedad. Es evidente que le dan un sentido incompatible con la concepción tradicional del poder universal e inmediato del Romano Pontífice. ︎
[10] Un abad nullius es un abad independiente del ordinario del lugar y que responde directamente ante el Papa. Goza de jurisdicción sobre sus inferiores.
[11] Tal es la doctrina de Wernz-Vidal (Jus Canonicum, vol. II, n. 459, 3ª ed., Roma, 1943) y de Coronata (Institutiones Juris Canonici, vol. I, n. 320, ed. altera, Turín, 1939).
[12] Cf. canon 330 del Código de 1983. Esta enseñanza se encuentra también explícitamente en documentos promulgados por Juan Pablo II, como en el Motu propio Apostolos suos (1998) y en la exhortación apostólica Pastores gregis (2003). Cabe señalar que la falsa doctrina del «conclavismo», sostenida por algunos sedevacantistas, se basa en el mismo principio erróneo. Los conclavistas han abrazado de hecho la doctrina de la colegialidad, al atribuir algún tipo de jurisdicción o al menos un verdadero título a la pertenencia a un concilio ecuménico basado únicamente en la consagración episcopal. Rechazamos sin reservas cualquier forma de «conclavismo» por peligroso y fundado en principios ajenos a la doctrina católica. ︎
[13] Mansi 49, col. 494-496, y de nuevo col. 524-526.
[14] Mansi 53, col. 321.
[15] Naz, Dictionnaire de Droit Canonique, artículo Concile oecuménique, París, 1953. ︎
[16] Wernz-Vidal, Jus Canonicum, vol. II, n. 459, 3ª ed., Roma, 1943. Énfasis en el original.
[17] Ibid. Énfasis en el original.
[18] Canon 329, § 1. ︎
[19] San Roberto Belarmino, De Romano Pontifice, Lib. IV, cap. XXV. Los últimos capítulos de este libro están en clara contradicción con la doctrina de la colegialidad del Vaticano II.
[20] Esta distinción entre sucesión apostólica material y formal en materia de orden sagrado y jurisdicción no debe confundirse con la sucesión material y formal de la que habla la Tesis. Esta última distinción es otra distinción que se establece totalmente en cuanto a la jurisdicción, entre la condición canónica de obispo jurisdiccional (aspecto material) y la posesión efectiva de la autoridad (aspecto formal). Muchos autores se refieren también a una sucesión meramente material cuando hablan de la sucesión de los obispos cismáticos en una sede episcopal, ya que están privados de toda autoridad formal, y son cismáticos. Para más información sobre esta cuestión, cf. De Papatu materiali, Pars I, de Mons. Sanborn, disponible en mostholytrinityseminary.org.
[21] «Dogma catholicum est Apostolos, tametsi extraordinaria praeditos potestate, quae data personis cum ipsis personis interiit, fuisse Petro subjectos, quem solum Apostolis praeesse Christus jussit; et subesse plenitudini potestatis Romani Pontificis (quae velut ordinaria fuit in Petro, ita in ejus successoribus ordinaria est) omnes Episcopos, qui extraordinaria potestate Apostolorum destituuntur». Pío VI, en el breve Super Nuntiaturis (citado en Bouix, Tractatus De Papa, París, 1869, p. 164).
[22] «El paralelismo entre Pedro y el resto de los Apóstoles, por una parte, y entre el Sumo Pontífice y los obispos, por otra, no implica la transmisión de la potestad extraordinaria de los Apóstoles a sus sucesores» (Nota Preliminar de Explicación, dada el 16 de noviembre de 1964).
[23] Constitución dogmática Pastor Aeternus, n. 3, D. 1828.
[24] Coronata, Institutiones Juris Canonici, vol. I, n. 392, ed. altera, Turín, 1939. Énfasis añadido.
[25] «Ordinaria seu pastoralis erat potestas pascendi ecclesias quibus praeessent, sub dependentia beati Petri» (Cavagnis, Institutiones juris publici ecclesiastici, vol. II, Lib. II, n. 22; citado y refrendado por Coronata, ibid.).
[26] Coronata, ibid. Énfasis añadido. El mismo autor, en una nota a pie de página, se refiere a la idea de que la Iglesia primitiva se habría regido por un gobierno colegial en lugar de obispos singulares, monarcas en sus respectivas iglesias, como una «teoría de protestantes de nuestro tiempo», que obviamente descarta.
[27] Pío IX, Encíclica Quartus supra (6 de enero de 1873). Énfasis añadido.
[28] León XIII, Encíclica Satis Cognitum, n. 14 (1896). Énfasis añadido.
[29] León XIII, Encíclica Satis Cognitum, n. 15 (1896). Énfasis añadido.
[30] Ibid. Énfasis añadido.
[31] León XIII, Encíclica Jampridem, n. 6 (1886). Énfasis añadido.
[32] León XIII, Encíclica Sapientiae Christianae, n. 48 (1890). Énfasis añadido.
[33] Gregorio XVI, Carta apostólica Cum in Ecclesia (1833). Énfasis añadido.
[34] San Bernardo, De Consideratione, Lib. II, cap. 8. ︎
[35] Constitución dogmática Pastor Aeternus, n. 3, D. 1828.
[36] Canon 108, § 3. El Cardenal Gasparri indica, como fundamento doctrinal de este canon, una larguísima lista de decisiones magisteriales, emanadas de los concilios ecuménicos y de los Romanos Pontífices a lo largo de los siglos.
[37] Canon 109.
[38] Sin embargo, dado que esta ley eclesiástica viene impuesta desde una autoridad superior, a saber, la del Romano Pontífice, en la forma de Código de Derecho Canónico, el obispo ya no es libre de gobernar su diócesis de este modo.
[39] La organización jurídica del clero inferior, en parroquias o de otro modo, pertenece a la ley eclesiástica, como hemos explicado anteriormente; mientras que, por el contrario, la misión de enseñar, gobernar y santificar pertenece al obispo residencial en virtud de la ley divina, aunque la autoridad sobre su iglesia particular le viene dada de hecho por el Romano Pontífice, tal como explicaremos más adelante.
[40] Concilio de Trento, Sesión 23, Sobre la reforma, canon 2.
[41] Para más pruebas y explicaciones, ver Wilmers S. J., De Christi Ecclesia, prop. 57, Ratisbonne, 1897. ︎
[42] Pío XII, Encíclica Ad sinarum gentes, nn. 11-12 (1954).
[43] Pío XII, Encíclica Mystici corporis, n. 42 (1943).
[44] Encíclica Ad Apostolorum Principis, n. 39 (1958)︎.
[45] Encíclica Ad Apostolorum Principis, n. 41 (1958)︎.
[46] Canon 375 del Código de Derecho Canónico de 1983.
[47] Juan Ignacio Arrieta, Code of Canon Law Annotated, 4ª ed., Lib. II, cap. II, Wilson et Lafleur, Chambly, 2022, p. 318.
[48] «Nota Bene» de la Nota praevia añadida a la Lumen Gentium.
[49] Dupuy despotrica contra las «elaboraciones medievales» y considera que el nombre de jerarquía de jurisdicción es un nombre dado «muy poco teológicamente» a algo que, según él, ha sido establecido por la Iglesia occidental. Esto, lamenta, ha frenado la «puesta en orden» de la teología del episcopado. Cf. Dupuy O.P., La théologie de l’épiscopat, en Revue des Sciences philosophiques et théologiques, Abril 1965, vol. 49, n. 2, p. 322.
[50] Avery Dulles, The Models of the Church, Nueva York, 2014, p. 157. ︎
[51] Ibid., p. 154.
[52] Ibid., p. 159.
[53] Ibid., p. 157. El énfasis que ponen tanto Hans Küng como Avery Dulles en la expresión «spiritus rector» es bastante revelador, sobre todo a la luz de la expresión similar «spiritus principalis» que se utiliza en la nueva forma de consagración episcopal promulgada por Pablo VI. Es evidente que tanto la doctrina del Vaticano II como la nueva forma de consagración episcopal han abrazado por completo esta nueva teología del ministerio eclesiástico.
[54] Aquí «orden» no se refiere a la potestad de orden, sino al «rango» o «cuerpo» de los obispos en la Iglesia. ︎
[55] Jean-Pierre Torrell, A Priestly People, Nueva-York, 2013, p. 164. ︎
[56] Ibid., p. 170.
[57] Por ejemplo, el Papa Pío XII enseña, en su encíclica Ad sinarum gentes, n. 12 (1954), que la distinción entre la potestad de orden y la potestad de jurisdicción es de origen divino. En su alocución Si diligis, de 1954, enseña también que, por ley divina, la Iglesia docente está constituida por el Romano Pontífice (para la Iglesia universal) y los obispos (para su grey particular): «Además de los legítimos sucesores de los Apóstoles, a saber, el Romano Pontífice para la Iglesia universal, y los obispos para los fieles confiados a su cuidado, no hay otros maestros divinamente constituidos en la Iglesia de Cristo».
[58] Cf. Dupuy, ibid., donde rechaza esta opinión por «vana y peligrosa», aunque sólo lo hace porque entonces reforzaría al papado por sobre el episcopado, de una manera que le recuerda las «élaborations médiévales».
[59] Directorio para el ministerio pastoral de los obispos, Apostolorum successores, actualizado y revisado por la Congregación para los Obispos, publicado por primera vez el 22 de febrero de 1973. ︎
[60] «Episcopi vi suae consecrationis sunt radicaliter, aptitudinaliter qualificati ad ecclesiam sibi a Romano Pontifice assignatam regendam» (Coronata, Institutiones Juris Canonici, vol. I, n. 392, nota 3, ed. altera, Turín, 1939. Énfasis en el original). Ver también: Augustin, A Commentary on the new Code of Canon Law, vol. II, St. Louis, Mo, 1918, p. 342; Hervé, Manuale theologiae dogmaticae, I, 1926, n. 371; Zapelena S.J., De Ecclesia Christi, Pars altera, Roma, 1954, p. 114.
[61] Así, el sacramento del matrimonio crea un vínculo sacramental entre los esposos y, al mismo tiempo, otorga la gracia sacramental para vivir dignamente este santo contrato matrimonial creado.
[62] Pío XII, Sacramentum Ordinis, n. 1. Énfasis añadido.
[63] Ibid., n. 3. Énfasis añadido.
[64] «Quae cum ita sint, divino lumine invocato, suprema Nostra Apostolica Auctoritate et certa scientia declaramus et, quatenus opus sit, decernimus et disponimus : Sacrorum Ordinum Diaconatus, Presbyteratus et Episcopatus materiam eamque unam esse manuum impositionem; formam vero itemque unam esse verba applicationem huius materiae determinantia, quibus univoce significantur effectus sacramentales, -scilicet potestas Ordinis et gratia Spiritus Sancti-, quaeque ab Ecclesia qua talia accipiuntur et usurpantur» (Sacramentum Ordinis, n. 4). Énfasis añadido.
[65] «Completa en tu Sacerdote la suma de tu ministerio y, provisto de los ornamentos de toda glorificación, santifícalo con el rocío del ungüento celeste» (Sacramentum Ordinis, n. 5). Énfasis añadido. Como veremos más adelante, no puede decirse lo mismo de la nueva forma introducida por Pablo VI en 1968: no significa unívocamente la «potestas ordinis», ni se pretendía que lo hiciera, gracias a la «reevaluación» del episcopado por el Vaticano II.
[66] Pío XII, Encíclica Ad sinarum gentes, n. 12 (1954).
[67] Sacramentum Ordinis, n. 1. ︎
[68] Canon 109. Recuerde el lector que la jerarquía a la que se refiere este canon fue presentada en el canon anterior: «Por institución divina, la sagrada jerarquía, en lo que respecta al orden, consiste en obispos, presbíteros y ministros; por razón de jurisdicción, [consiste en] el pontificado supremo y el episcopado subordinado; por institución de la Iglesia pueden añadirse también otros grados». Ambos cánones han sido suprimidos por la reforma del Vaticano II.
[69] Pío XII, Encíclica Ad sinarum gentes, nn. 11-12 (1954).
[70] Esta es la interpretación oficial a Lumen Gentium, dada por su Nota praevia, n. 2. ︎
[71] Son las palabras mismas de una respuesta emitida por la Congregación para la Doctrina de la Fe, en abril de 2006. Énfasis añadido.
[72] Constitución Apostólica Sacrae Disciplinae Leges, 25 de enero de 1983. Énfasis añadido.
[73] Pío XII, Constitución apostólica Sacramentum Ordinis (1947).
[74] Así, Adriano V fue Papa desde el 11 de julio de 1276 hasta su muerte, el 18 de agosto del mismo año, siendo sólo diácono, sin haber sido aún ordenado sacerdote y consagrado obispo.
[75] Papa Pio XII, Discurso al Segundo Congreso Mundial del Apostolado Laico, 5 de octubre de 1957.
[76] Código de Derecho Canónico de 1983, canon 332 §1. ︎
[77] Es interesante observar que sobre este punto no se ha hecho ningún intento de proponer una «reevaluación» de la doctrina de Pío XII. La contradicción es demasiado evidente, y no puede explicarse con nuevas nociones ambiguas. ︎
[78] Los términos citados están directamente extraídos de la interpretación oficial dada a Lumen Gentium en su nota preliminar, n. 2. ︎
[79] Cf. canon 379 del Código de 1983.
[80] Juan Pablo II, Constitución apostólica Pastor bonus, n. 2 (1988). Énfasis añadido.
[81] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Pastores gregis, n. 8 (2003). Énfasis en el original.
[82] Ibid. Énfasis en el original.
[83] Ibid. Énfasis en el original.
[84] Juan Pablo II, Carta apostólica Apostolos suos, n. 12 (1998).
[85] Juan Pablo II, Constitución apostólica Pastor bonus, n. 10 (1988). Énfasis añadido.
[86] Vaticano II, Decreto sobre el oficio pastoral de los obispos Christus Dominus, n. 5 (1965).
[87] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Pastores gregis, n. 2 (2003). Énfasis en el original.
[88] Juan Pablo II, Carta apostólica Apostolos suos, n. 10 (1998).
[89] Es la expresión utilizada por el Directorio pastoral para los obispos de 1973, repetida por Juan Pablo II en su carta apostólica Apostolos suos, n. 5 (1998).
[90] Juan Pablo II, Carta apostólica Apostolos suos, n. 12 (1998).
[91] La exhortación apostólica Amoris laetitia de 2015 reconoce elementos del matrimonio donde no se encuentra la «plenitud» del matrimonio, del mismo modo que el Vaticano II descubrió elementos de la «eclesialidad» donde no se encuentra la «plenitud» de la Iglesia de Cristo (es decir, fuera de la Iglesia Católica).
[92] De este modo, efectivamente, el Vaticano II no identifica perfecta y exclusivamente la Iglesia de Cristo con la Iglesia Católica, ya que la Iglesia de Cristo se hace de algún modo presente fuera de la Iglesia Católica (no de modo subsistente, lo concedemos, sino meramente por participación y «elementos»). Dicho así, es evidentemente herético.
[93] Ver sobre esta cuestión: Avery Dulles, The Models of the Church, Nueva York, 2014, pp. 155-158.
[94] Palabras recogidas por Luciano Fontana, Papa Francisco: «Estoy dispuesto a encontrarme con Putin en Moscú», en Corriere della Sera, 3 de mayo de 2022.
[95] Así Dulles admite: «Ecuménicamente, esta eclesiología es estéril». También dice: «Esta eclesiología está desfasada respecto a las exigencias de los tiempos. En una época de diálogo, ecumenismo e interés por las religiones del mundo, las tendencias monopolistas de este modelo son inaceptables». Cf. Dulles, op. cit., pp. 36-37.
[96] Palabras recogidas por Luciano Fontana, Papa Francisco: «Estoy dispuesto a encontrarme con Putin en Moscú», en Corriere della Sera, 3 de mayo de 2022.
[97] León XIII, Encíclica Satis Cognitum, n. 15 (1896). Énfasis añadido.
[98] Pío XI, Encíclica Rerum Ecclesiae, n. 6 (1926). Énfasis añadido.
[99] Pío XII, Encíclica Fidei Donum, nn. 42-43 (1957). Énfasis añadido.
[100] Fidei donum, n. 42. En latín se lee: «Unusquisque episcopus portionis tantum gregis sibi commissae sacer pastor est».
[101] Fidei donum, n. 68.
[102] Juan Pablo II, tanto en el Motu proprio Apostolos suos (1998) como en la exhortación apostólica Pastores gregis (2003) ︎
[103] Joseph Valentin Eybel (1741-1805) fue ministro del rey de Austria, y un ardiente defensor del josefismo, que es un sistema regalista similar a lo que fue el galicanismo en Francia. Con ocasión de la visita de Pío VI a Viena, en 1782, publicó un panfleto antipapal, que negaba el primado de jurisdicción inmediata de que goza el Romano Pontífice sobre la Iglesia universal. ︎
[104] Pío VI, Super Soliditate (28 de noviembre de 1786).
[105] León XIII, Encíclica Satis Cognitum, n. 15 (1896). Énfasis añadido.
[106] Billot, De Ecclesia Christi, vol. I, 3 ed., Prati, 1909, p. 569.
[107] Ibid., p. 345.
[108] Ibid., p. 563.
[109] Ibid., p. 565.
[110] Ibid., p. 571.
[111] Ibid., p. 571. Enfasis agregado.
[112] Ibid.
[113] Ibid.
[114] Ibid., p. 704.
[115] Rev. Chas. Augustine O.S.B., A Commentary on the new Code of Canon Law, vol. II, St. Louis, Mo, 1918, p. 220.
[116] Zapelena S.J., De Ecclesia Christi, Pars altera, Roma, 1954, p. 10. ︎
[117] Ibid., p. 105.
[118] Si bien estuvieron presentes algunos obispos titulares, en la medida en que habían sido delegados por su obispo residencial para representarlos, ya que no podían asistir.
[119] Se han escrito numerosos artículos sobre esta cuestión. Entre las obras consultadas para este estudio, citemos las siguientes: Les Évêques titulaires ont-ils le droit d’assister aux conciles généraux? (en La Nouvelle Revue Théologique, vol. I, 1869, pp. 55-66); Le corps épiscopal uni au Pape, son autorité dans l’Eglise, d’après les documents du premier conseil du Vatican (por Jérôme Hamer, O.P., en Revue des Sciences philosophiques et théologiques, vol. 45, n. 1, enero 1961, pp. 21-31); L’origine de la juridiction collégiale du corps épiscopal au concile selon Bolgeni (por Marie-Rosaire Gagnebet O.P., en Divinitas, V, febrero 1961, pp. 431-493).
[120] Giuseppe Angelini (1810-1876) fue obispo auxiliar de Roma y Arzobispo titular de Corinto. En los manuales de teología, su nombre se latiniza ocasionalmente en «De Angelis».
[121] El informe se encuentra en la colección Mansi, vol. 49, col. 492-493.
[122] Enrique Maret (1805-1884) fue obispo titular de Sura, y decano de la facultad de teología de la Sorbona, en Francia. Fue un ardiente defensor del liberalismo de Lamennais y Lacordaire, y un destacado galicano. Su nombramiento para la sede de Vannes por el gobierno francés fue rechazado por Pío IX, y fue nombrado obispo titular, debido al apoyo del gobierno liberal francés y a su disfavor en Roma. En el Concilio Vaticano de 1870, fue uno de los galicanos más acérrimos, y abandonó vergonzosamente Roma antes de la promulgación del dogma de la Infalibilidad Papal, al que se oponía tan firmemente.
[123] Louis Veuillot (1813-1883) fue un periodista francés, conocido por sus escritos polémicos contra la política liberal y anticlerical del gobierno francés, así como por su gran defensa del Papado y sus feroces ataques contra el galicanismo.
[124] «Quant au livre que je prépare, je n’ai rien à vous dire ni de ses doctrines, ni de ses tendances, ni de son but, parce que vous n’êtes pas juge de ces choses. Ce livre est un mémoire destiné au futur Concile général. Je le soumettrai au Souverain Pontife et aux évêques de la sainte assemblée. Ce livre ne sera que l’exercice du droit inviolable que possède tout évêque d’émettre librement dans un Concile, ses opinions sur la situation, les dangers et les besoins de l’Eglise» (L’Univers, 12 de noviembre de 1868).
[125] L’Univers, 17 de noviembre de 1868.
[126] Mansi 49, col. 524: «Per quello poi che riguarda li vescovi titolari il santo padre accennava al desiderio che avrebbe di non ammetterli tutti indistintamente, poichè ve ne ha parecchi, contro cui vi è molto ad osservare sulla condotta che tengono».
[127] Mansi 49, col. 525-527.
[128] Canon 109.
[129] Pío XII, Encíclica Ad sinarum gentes, nn. 11-12 (1954).
[130] Esta es efectivamente la ley de la religión del Vaticano II, como hemos explicado, ya que se han cambiado los criterios de sucesión apostólica.
[131] Rev. Chas. Augustine O.S.B., A Commentary on the new Code of Canon Law, vol. II, St. Louis, Mo, 1918, pp. 220-221.
[132] Ibid., p. 221.
[133] Chelodi, Jus de Personis, Editio altera a Bertagnolli recognita, Trento, 1927, pp. 391-392.
[134] Así, Gagnebet dice: « Ce rapport que nous avons consulté examine les opinions de Giacobazzi, Bellarmin, Reiffenstuel, Suarez, Schmalzgrueber, Andreucci. Il conclut que ces évêques ne doivent pas nécessairement être appelées au Concile, mais qu’il convient de les y appeler » (Marie-Rosaire Gagnebet O.P., L’origine de la juridiction collégiale du corps épiscopal au concile selon Bolgeni, publicado en Divinitas, V, febrero 1961, p. 442).
[135] Ver el Foglio annesso al verbale del 17 maggio 1868, en Mansi 49, col. II, 494-496.
[136] El Papa Eugenio IV escribió una carta «a los reyes y príncipes» para prevenirles contra los procedimientos del Concilio de Basilea: «Pretendentes ipsi non a Romana Ecclesia prout omnes catholici doctores profitentur et docent, ipsa generalia concilia havere robur et potestatem, postquam fuerunt apostolica auctoritate congregata, et per hoc quasi denegantes concilia generalia non suscipere auctoritatem et fundamentum a Christi vicario, quod nemo unquam fidelis et doctus dicere praesumpsit» (Cf. Annales Ecclesiastici, vol. 28, ann. 1436, Barri-Ducis, 1874, p. 196).
[137] Mansi 53, col. 310.
[138] «In Romano pontifice non potiores tantum partes, sed totam plenitudinem supremae potestatis inesse». (Mansi 53, col. 321).
[139] «Neque hi pro universali ecclesia quidquam disponere vel decernere possunt, nisi ab regnante pontifice in partem sollicitudinis vocati» (Mansi 53, col. 310).
[140] Mansi 53, col. 321.
[141] Federico Maria Zinelli (1805-1879) fue obispo de Treviso entre 1861 y 1879. Cabe señalar que San Pío X era entonces sacerdote en su diócesis, y asumió cada vez mayores responsabilidades bajo Mons. Zinelli. Como resultado, San Pío X fue nombrado posteriormente Obispo de Mantua por el Papa León XIII en 1884. Mons. Zinelli es famoso sobre todo por el destacado papel que desempeñó en el Concilio Vaticano I como miembro de su Comisión para la Fe, y como uno de los redactores de la Pastor Aeternus, la constitución dogmática que define el primado e infalibilidad del Romano Pontífice.
[142] Mansi 52, col. 1110. ︎
[143] Ibid., col. 1108.
[144] «A los ojos del P. Kleutgen, la tesis del doble sujeto no es más que una reformulación de la enseñanza de San Roberto Belarmino» (Jérôme Hamer, Le corps épiscopal uni au Pape, son autorité dans l’Eglise, d’après les documents du premier Concile du Vatican, en Revue des Sciences philosophiques et théologiques, enero 1961, vol. 45, n. 1, p. 26). El Cardenal Billot discrepa con él sobre la cuestión del «doble sujeto», pero está de acuerdo en atribuir el origen de la autoridad de los obispos (ya sea tomada individual o colectivamente) al Romano Pontífice.
[145] Es decir, no obliga a sostener que la jurisdicción episcopal procede directamente de Dios y no por medio del Romano Pontífice.
[146] Es decir, si la jurisdicción de los obispos viene dada directamente por Dios o por medio del Romano Pontífice. ︎
[147] Hamer, op. cit., p. 29.
[148] Especialmente por las numerosas partes que contradecirían el ecumenismo del Vaticano II. Ver Mansi 53, col. 308-317.
[149] Bolgeni, L’episcopato, ossia, della potestà di governare la chiesa, vol. I, cap. 2, n. 23, Roma, 1824. ︎
[150] Esto es digno de mención ya que el Vaticano II ignora a propósito esta distinción tradicional, y desde entonces los nuevos teólogos la rechazan abiertamente. Sin embargo, esta distinción pertenece a la constitución misma de la Iglesia. ︎
[151] Más información sobre su vida en el Dictionnaire de Théologie Catholique, artículo Bolgeni, vol. II, col. 944-947. ︎
[152] «Il diritto di suffragio che è nel Vescovo come membro della Chiesa, chiamasi dal chiarissimo ab. Bolgeni giuridizione universale» (Cappellari, Il Trionfo della Santa Sede e della Chiesa, Venecia, 1832, p. 118).
[153] Y para que nadie se sienta obligado a adherirse a la doctrina de Bolgeni a causa de esta favorable mención de un futuro Papa, sepa el lector que Benedicto XIV, teólogo muy erudito y prolífico antes de ser Papa, atribuyó explícitamente el derecho de los obispos a asistir al concilio a la jurisdicción y no a la mera consagración episcopal (De synodo diocesana, Lib. XIII, cap. II, n. 5).
[154] Marie-Rosaire Gagnebet O.P., L’origine de la juridiction collégiale du corps épiscopal au Concile selon Bolgeni, publicado en Divinitas, V, Roma, 1961, pp. 431-493. Se trata, con mucho, del estudio más extenso que conocemos sobre la doctrina de Bolgeni. ︎
[155] Este autor también enseña que el Romano Pontífice recibe su jurisdicción sólo cuando es consagrado obispo. Esta idea es contraria a los hechos históricos, así como a la enseñanza del Papa Pío XII, pero está de acuerdo con el Vaticano II. Cf. Maupied, Le futur Concile selon la divine constitution de l’Eglise, París, 1869. ︎
[156] «I. Haec opinio videtur nova». – «II. Dicta opinio videtur, non tantum praeter, sed etiam contra doctrinam, a gravioribus catholicis auctoribus traditam». – «III. Dicta Bolgenii opinio non videtur tuta». (Dominique Bouix, Tractatus de Episcopo, vol. I, ed. 2a, París, 1873, pp. 85-87).
[157] «Neque enim ipse Bolgenius ullum citat doctorem qui in ea defendenda aut etiam exponenda ipsi praeiverit; nec ego multos pervolvens potui hujusce systematis vestigium reperire» (loc. cit.).
[158] «Unde quidquid potestatis universalis habent Episcopi collective sumpti, sive in concilio ecumenico, sive extra, a Papa recipiunt» (Craisson, Manuale totius juris canonici, Lib. I, ed. 9a, París, 1899, p. 480).
[159] « Une superfétation tout à fait inutile » (Les Évêques titulaires ont-ils le droit d’assister aux conciles généraux ? en La Nouvelle Revue Théologique, vol. I, 1869, pp. 55-66).
[160] Wernz-Vidal, Jus Canonicum, vol. II, n. 424, ed. 3a, Roma, 1943. Énfasis en el original.
[161] Ibid., n. 580. Énfasis en el original.
[162] Cf. L’origine de la juridiction collégiale du corps épiscopal au concile selon Bolgeni (por Marie-Rosaire Gagnebet O.P., en Divinitas, V, febrero 1961, pp. 431-493).
[163] «Quare rejicienda est sententia Bolgeni aucupatoris novarum opinionum, statuentis collatam esse immediate a Christo universalem jurisdictionem Episcopis non prout singuli sunt, sed prout corpus episcopale cum suo capite Romano Pontifice constituunt. Nam immediate Christus universalem jurisdictionem soli capiti concessit ac per caput communicat corpori, agenti simul cum capite, potestatem concurrendi ad exercitium universalis jurisdictionis» (Palmieri, De Romano Pontifice, Th. XXVII, ed. altera, Prati, 1891, p. 672).
[164] «Eadem sententia adversa pugnat cum doctrina theologorum gravium»; «Tandem nulla ratio solida pro sententia opposita affertur» (Straub S.J., De Ecclesia Christi, vol. II, Oeniponte, 1912, n. 796, p. 160).
[165] Pesch, Praelectiones dogmaticae, vol. I, ed. 4a, Friburgo, 1909, p. 255.
[166] «Nam praeter quam quod est nova et excogitata sine sufficienti fundamento non bene componitur cum plenitudine potestatis jurisdictionis Pontificis Romani» (Muncunill S.J., Tractatus de Ecclesia Christi, Barcelona, 1914, p. 487).
[167] Van Noort, Tractatus de Ecclesia Christi, ed. 5a, Hilversum, 1932, p. 277.
[168] Forget, artículo Conciles en el D.T.C., III, 1, 1938, col. 643-644. ︎
[169] Cf. nota 1, p. 339, en Christ’s Church deVan Noort, traducido y revisado por Castelot y Murphy, Westminster, Maryland, 1959.
[170] «Episcopi, quidquid sit de origine jurisdictionis in proprias Ecclesias, jurisdictionem exercent in Concilio generali a Romano Pontifice acceptam, quia auctoritas eorum extenditur ad Ecclesiam universalem, qua in omnium sententia nonnisi a Supremo Pastore derivatur» (Zubizarreta O.C., Theologia fundamentalis, Bilbao, 1925, p. 551).
[171] El Papa Eugenio IV escribió una carta «a los reyes y príncipes» para prevenirles contra los procedimientos del Concilio de Basilea: «Pretendentes ipsi non a Romana Ecclesia prout omnes catholici doctores profitentur et docent, ipsa generalia concilia havere robur et potestatem, postquam fuerunt apostolica auctoritate congregata, et per hoc quasi denegantes concilia generalia non suscipere auctoritatem et fundamentum a Christi vicario, quod nemo unquam fidelis et doctus dicere praesumpsit» (cf. Annales Ecclesiastici, vol. 28, ann. 1436, Barri-Ducis, 1874, p. 196).
[172] Santo Tomás, Contra impugnantes Dei cultum et religionem, cap. III, VI, ed. Marietti, n. 159. ︎
[173] «Quamvis apostolis data sit communiter potestas ligandi et solvendi, tamen ut in hac potestate ordo aliquis significaretur, primo soli Petro data est, ut ostendatur quod ab eo in alios debeat ista potestas descendere» (Santo Tomás, Contra Gentes, Lib. IV, cap. LXXVI).
[174] Pío XII, Encíclica Ad sinarum gentes, nn. 11-12 (1954).
[175] Publicada en 20 volúmenes, con un índice (vol. 21), Roma, 1695-1699. ︎
[176] Muchos otros teólogos seguramente también habrían estado de acuerdo; aquí sólo mencionamos a los que se puede referenciar que trataron explícitamente esta cuestión.
[177] Por el contrario, un concilio general imperfecto, es decir, un concilio de toda la Iglesia que se hace en ausencia del Papa, como lo fue durante un tiempo el Concilio de Constanza, y como lo han previsto los teólogos como tribunal para juzgar el caso de un Papa hereje, sólo tiene la autoridad de sus miembros. No tiene jurisdicción universal y suprema, y por lo tanto no puede determinar doctrinas de fe y moral, o disciplinas universales, pero puede tratar el caso de un Papa hereje en la medida en que representa a todo el cuerpo de iglesias particulares. ︎
[178] La razón por la que Bolgeni y algunos otros han atribuido a la consagración episcopal el origen de la autoridad del concilio, es debido a que no han comprendido este matiz. Como argumentaban, con razón, que la jurisdicción que ejercen los obispos en un concilio ecuménico no es la misma que la que tienen en sus respectivas diócesis, concluían que la jurisdicción universal y suprema del concilio ecuménico procedería de otra fuente distinta del Romano Pontífice, es decir, de la consagración episcopal. Pero esta es una afirmación gratuita. Además, todas las razones que argumentan contra la procedencia de la jurisdicción particular de un obispo diocesano por medio de su consagración episcopal valen también contra la idea de que la jurisdicción universal ejercida por los obispos reunidos en concilio proceda de la mera consagración episcopal. De ahí que el Papa Pío XII resolviera ambas cuestiones a la vez con el mismo principio, que pertenece a la divina constitución de la Iglesia: la potestad de jurisdicción viene a los obispos por medio del Romano Pontífice.
[179] William Wilmers S.J., De Christi Ecclesia, Lib. III, cap. III, art. II, prop. 62, Ratisbonne, 1897, p. 366. ︎
[180] Esta insistencia, por parte de Wilmers, de argumentar que la «plenitud» de poder del Romano Pontífice significa que no existe ningún poder que no emane de él es muy esclarecedora cuando se considera que el Vaticano II (y el Código de Derecho Canónico de 1983) atribuye esta «plenitud» de poder supremo al colegio episcopal. Significa, lógicamente, que no existe ninguna potestad suprema (ni siquiera la del Papa) aparte de ésta. Confirma así la explicación de Rahner presentada a continuación, según la cual la potestad suprema del Papa se identifica en realidad con la potestad suprema del colegio, que emana de la consagración episcopal.
[181] El Código de Derecho Canónico de 1983 ha aplicado esta doctrina, y por lo tanto ha cambiado la ley en este sentido, lo que demuestra que las objeciones de Wilmers eran ciertas. ︎
[182] Para ser coherente con la nueva doctrina, el Código de Derecho Canónico de 1983 ha restringido efectivamente la participación en el concilio ecuménico sólo a los obispos consagrados, lo que demuestra una vez más que Wilmers tenía razón en su refutación de Bolgeni.
[183] William Wilmers S.J., De Christi Ecclesia, Lib. III, cap. III, art. II, prop. 62, Ratisbonne, 1897, pp. 366-370. Énfasis en el original.
[184] Lo que el argumento quiere decir es que el papado no se compone de dos autoridades distintas, como si consistiera en una jurisdicción personal del Papa, mientras que también implicaría la dirección de la jurisdicción suprema del colegio; como si la autoridad del Papa estuviera compuesta de elementos dispares: autoridad personal y autoridad como cabeza del colegio. Esto es muy cierto. La conclusión es que estas dos autoridades deben ser, de alguna manera, una y la misma.
[185] Comentario a los documentos del Vaticano II, publicado por Herder y Herder, Nueva-York, 1967, pp. 203-204. El pasaje citado fue escrito por Karl Rahner S.J. Sepa el lector que Joseph Ratzinger fue miembro del comité editorial de esta obra.
[186] Sin embargo, este cambio no se originó con el Código de 1983. Como hemos explicado anteriormente, ya fue establecido por Juan Pablo II, e incluso por el propio Pablo VI, al final del Vaticano II. Pues así lo exigía claramente la Lumen Gentium.
[187] Estos términos, en el lenguaje de Pablo VI, designan al papado.
[188] Así lo hace Rahner, en el Comentario a los documentos del Vaticano II, publicado por Herder y Herder, Nueva-York, 1967, p. 203. Más arriba hemos demostrado que su interpretación está totalmente de acuerdo con el Vaticano II.
[189] Así lo hace, entre otros, Dupuy, en La théologie de l’épiscopat, en Revue des Sciences philosophiques et théologiques, abril 1965, vol. 49, n. 2, p. 322.
[190] Así lo hace Piet Fransen, en el artículo Orden y ordenación, de la famosa enciclopedia Sacramentum mundi, publicada por Karl Rahner (Nueva-York, 1968, pp. 305-327).
[191] Así lo hace Rahner, en el Comentario a los documentos del Vaticano II, publicado por Herder y Herder, Nueva-York, 1967, p. 202.
[192] Dupuy arremete contra las «élaborations médiévales» y considera que la denominación de jerarquía de jurisdicción es un nombre dado «assez peu théologiquement» a algo que, según él, ha sido establecido por la Iglesia occidental. Esto, lamenta, ha frenado la «remise en ordre» de la teología del episcopado. Cf. Dupuy O.P., La théologie de l’épiscopat, en Revue des Sciences philosophiques et théologiques, abril 1965, vol. 49, n. 2, p. 322.
[193] Hans Küng, Editorial de la revista Concilium, vol. 4, n. 4, abril de 1968. ︎
[194] Juan Pablo II, Constitución apostólica Sacrae Disciplinae Leges, 25 de enero de 1983. ︎
[195] Ibid.
[196] Canon 329. ︎
[197] Pío XII, Encíclica Ad sinarum gentes, nn. 11-12 (1954).
[198] Cf. Dupuy O.P., La théologie de l’épiscopat, en Revue des Sciences philosophiques et théologiques, abril 1965, vol. 49, n. 2, p. 322. ︎